Sharyn McCrumb - O que calle para siempre

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Todo está a punto para la boda. Eileen Chandler, la hija de los Chandler de Georgia, va a contraer matrimonio si nadie lo remedia con un joven indocumentado sin oficio ni beneficio. La convicción general es que él se casa por dinero y que se está aprovechando de la fragilidad mental de la pobre Eileen.
Desgraciadamente, como observa su prima Elizabeth, el resto de la familia no parece estar mucho mejor: desde el abuelo que se cree aún capitán de navío, hasta la madre aficionada al brandy o el hijo tarambana que vive en una comuna. Por no hablar del primo Alban, que se ha construido una réplica exacta del castillo de Luis II de Baviera, llamado también el Rey Loco…
Para Elizabeth, recién llegada para la boda pero avispada observadora del género humano, la cosa está clara: los Chandler son un "caso". Lo que no sabe es que muy pronto también van a serlo para el Departamento de Homicidios.

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– El socio de Bryce, el señor Simmons. Me parece que Al Bryce tiene que ir al juzgado.

– Ya, ya, al juzgado. Más bien a jugar a tenis -replicó su padre-. Claro que es perfectamente comprensible. Yo tampoco perdería el tiempo firmando papeles si tuviese un ayudante recién salido de la universidad. De todas formas es una estupidez. Un testamento absurdo. Justo lo que cabía esperar de mi hermana. ¡Menuda caradura nombrarme albacea!

– Bueno, papá, puedes pasar a ver al señor Simmons un momento y recordarle lo de mañana, aunque no creo que se le haya olvidado. Por cierto, hoy no cenaremos hasta las ocho, así que tienes un montón de tiempo. Ah, y hoy vienen Alban y Louisa.

El abuelo soltó un gruñido y preguntó a Elizabeth:

– ¿Has visto el castillo?

– Sólo por fuera. ¿Hay visitas organizadas?

– ¡Debería haberlas! -dijo con brusquedad-. Bueno, me voy. ¿Dónde están esas cartas que tengo que enviar?

Elizabeth le entregó las invitaciones.

– Gracias, querida. Te pediría que vinieras conmigo, pero supongo que ya has viajado bastante por hoy. Nos vemos en la cena.

– Sí, mi capitán -bromeó Elizabeth, y él hizo un saludo militar antes de marcharse.

– La verdad -suspiró Amanda- es que está casi tan loco como Alban. Estoy convencida de que construiría un buque de guerra si el lago fuese un poco más grande. Tú no le des cuerda. Ya sabes cómo se vuelven las personas a partir de cierta edad.

– Yo no veo que haya cambiado tanto. Siempre le han entusiasmado los barcos, pero no me parece que haya perdido el contacto con la realidad.

– ¡No, claro que no! -convino Amanda-. Pero es que es pesadísimo. En esta casa comemos barcos en el desayuno, en la comida y en la cena. Ahora está intentando llevar a cabo un proyecto que consiste en algo así como utilizar veleros para patrullar las costas. Me temo que en la boda matará de aburrimiento a todos los invitados. Papá es un hombre brillante, pero los genios suelen olvidar que los demás no queremos oír hablar de sus proyectos a todas horas. ¡Ah, Elizabeth! Antes de subir, deja que te enseñe los regalos de boda. Hemos dispuesto una mesa en la biblioteca. Algunos son realmente preciosos.

Elizabeth se instaló en la habitación de invitados que había al lado del cuarto de Eileen. La decoración en tonos rosas indicaba que había sido especialmente diseñada para huéspedes femeninas. La delicada colcha de raso con el dosel a juego, así como los muebles de nogal tallado, reflejaban lo que Amanda consideraba elegancia rústica.

Elizabeth metió su ropa en la cómoda y guardó la maleta en el armario. Seguramente tendría que planchar el vestido de dama de honor antes del ensayo. Mientras se contemplaba en el espejo del tocador, se preguntó qué debería ponerse para cenar con el rey del castillo. «Azul fuerte», se dijo sonriendo. Al final se decantó por un vestido verde estampado y unas sandalias mexicanas. «Si aparece con un traje de general prusiano, que se fastidie», pensó.

Esperaba hablar de nuevo con Geoffrey para saber a qué atenerse con respecto a la cena, pero no le había vuelto a ver. Amanda también se había esfumado a eso de las cinco, diciendo que siempre descansaba unas horas antes de cenar.

Elizabeth trató de imaginarse a un Alban napoleónico, pero le resultó imposible. Ni siquiera se acordaba de qué aspecto tenía. Alban era diez años mayor que Bill, y por tanto se llevaba doce con ella. De sus visitas a Chandler Grove cuando era niña, Elizabeth no recordaba nada especial de él. Si bien se acordaba perfectamente del poni, el rostro de Alban era un conjunto de rasgos imprecisos con el pelo castaño y corto y los ojos de color marrón o avellana. Estaba siempre demasiado absorto en sus cosas como para prestar atención a Elizabeth o a cualquiera de sus primos. Además, cuando ella tenía once años y Bill trece, su padre fue destinado a una sucursal de la empresa en la que trabajaba que estaba a seis estados de distancia, por lo que las visitas cesaron del todo. La familia de su madre se convirtió entonces en meras voces al otro lado del hilo telefónico, o en guantes y polvos de talco por Navidad. Elizabeth dudaba incluso que la hubiesen invitado a la boda de no ser porque Eileen no tenía amigas íntimas, por lo menos ninguna que su madre estuviese dispuesta a invitar a una ceremonia formal.

Las voluminosas cartas que Amanda enviaba a la familia de su hermana con cada cambio de estación versaban sobre las tomateras y las alfombras de la casa. También describía con todo lujo de detalles sus indisposiciones ocasionales (todos sus dolores de cabeza eran migrañas), pero en lo tocante a la enfermedad de Eileen, siempre se mostraba muy reservada, por lo que Elizabeth apenas sabía nada del tema. Al principio Amanda mencionaba «el carácter sensible de Eileen» o «las pesadillas y otros indicios de un temperamento delicado», pero los MacPherson ignoraban qué síntomas encubrían semejantes eufemismos. Por fin Amanda les informó en una carta de que habían enviado a su hija a una «escuela para señoritas» especializada en tratar a jóvenes sensibles. Los MacPherson sabían que Cherry Hill era un hospital psiquiátrico privado y bastante caro, pero siempre se lo ocultaron a Amanda, aunque Bill solía referirse a él con alguna bromita ambigua.

Ya hacía un año que Eileen había abandonado Cherry Hill, y desde entonces estaba matriculada en la universidad de Bellas Artes, aunque tan sólo había dibujado pequeños bocetos como trabajo de clase, que luego dejaba en la facultad.

Elizabeth se preguntó qué pensaría la familia de Eileen sobre su compromiso matrimonial y su estado de salud. Claro que, si lograba averiguarlo, desde luego no sería a través de Amanda.

CAPÍTULO 04

Cuando Elizabeth llegó al pie de la escalera, la única persona a la vista era un joven de aspecto agradable vestido con un atuendo de tenis, que estaba sentado en la biblioteca hojeando un número de Sports Illustrated. Encajaba con la descripción del nuevo socio en el bufete del señor Bryce, de modo que Elizabeth llegó a la conclusión de que debían de haberle citado un día antes de lo previsto. «Se ve que tía Amanda se ha tomado en serio su papel de casamentera -pensó-. Aunque la verdad es que el chico no está nada mal.»

– ¡Hola! -dijo Elizabeth mirándole por encima de la revista-. ¿Has venido a cenar?

– Eso parece -repuso él-. Pero si Charles ha escogido el menú, puede que me surja un compromiso urgente. Le ha dado por los estofados de semilla de soja.

– Seguro que va a ser todo un poco raro, haya lo que haya de cena -replicó Elizabeth tomando asiento-. También viene él -agregó señalando con la cabeza en dirección al castillo.

– ¿Te refieres a Alban?

– Sí. Estoy impaciente por ver qué aspecto tiene. Puede que aparezca con un sable y una cruz de hierro de la Guerra de los Treinta Años.

– En realidad no se empezaron a repartir cruces de hierro hasta 1813. Pero parece que va a ser una velada muy interesante. ¿Y tú qué haces?

– Bueno, si te refieres a «qué hago» en el sentido de si rindo culto a los robles o me creo que soy Peter Pan, la respuesta es nada. Soy Elizabeth MacPherson, de una rama cuerda de la familia. Terminé la universidad hace unas semanas y aún no he empezado a buscar trabajo, así que supongo que la respuesta sigue siendo «nada».

– Disfrútalo mientras puedas porque, conociendo a Amanda, no creo que pases mucho tiempo más sin hacer nada.

– Me he pasado toda la tarde escribiendo las direcciones en los sobres de las invitaciones.

– Pero si la boda es el sábado. ¿No es un poco tarde para mandarlas?

– Son invitaciones de última hora.

– Ya, las amigas de la novia. -Ambos se miraron y se echaron a reír-. Bueno, si la cosa se pone muy mal, siempre puedes escabullirte y tratar de divertirte un poco. ¿Sabes jugar a tenis?

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