Møller se levantó, salió al pasillo y llamó a Jenny para que trajese otra taza y más café. Volvió a entrar, se sentó y sacó a toda prisa unos viejos documentos de uno de los cajones.
Tres minutos más tarde llamaron a la puerta.
– ¡Adelante! -gritó Møller sin levantar la vista de los documentos, una denuncia de doce páginas en la que el propietario de un perro acusaba a la clínica canina de la calle Skippergata de medicación errónea y de causar la muerte de sus dos perros de raza Chow Chow. Se abrió la puerta y Møller le indicó con un gesto al recién llegado que entrara, sin dejar de ojear las páginas que describían la cría de los perros, los premios obtenidos en exposiciones y la extraordinaria inteligencia de que estaban dotados.
– Vaya -dijo Møller cuando por fin levantó la vista-. Creía que te habíamos despedido.
– Bueno. Como la carta de despido todavía está sin firmar en la mesa del comisario jefe y seguirá así por lo menos otras tres semanas, tendré que presentarme al trabajo mientras tanto. ¿O qué, jefe?
Harry se sirvió café de la jarra que había llevado Jenny y, rodeando la mesa de Møller, se acercó con la taza hasta la ventana.
– Pero eso no significa que trabaje en el caso de Camilla Loen.
Bjarne Møller se dio la vuelta y observó a Harry. Lo había visto ya en un sinfín de ocasiones: Harry podía ser un día el vivo retrato de una experiencia-al-borde-de-la-muerte y, al día siguiente, pasearse por ahí como un Lázaro sanado de ojos enrojecidos. Sin embargo, a él le resultaba igual de sorprendente cada vez.
– Si crees que el despido es un farol, te equivocas, Harry. Esta vez no es un tiro de intimidación, es definitivo. Siempre que has infringido las normas he sido yo quien ha conseguido que te dieran otra oportunidad. Por lo tanto, también ahora tengo que asumir la responsabilidad.
Bjarne Møller buscó señales de petición de clemencia en los ojos lie Harry. No las encontró. Menos mal.
– Así es, Harry. Se acabó.
Harry no contestó.
– Antes de que se me olvide, tu licencia para llevar armas ha sido suspendida con efecto inmediato. Es el procedimiento habitual. Así que vete a la oficina de armas y entrega todas las pipas que lleves encima.
Harry asintió con la cabeza. El jefe lo miró. ¿No vislumbraba en su semblante la expresión confusa del niño que acaba de recibir una bofetada? Møller se llevó la mano al último ojal de la camisa. Entender a Harry no era fácil.
– Si crees que puedes sernos útil estas semanas, a mí no me importa que vengas a trabajar. No estás suspendido del servicio y, de todos modos, tenemos que pagarte el sueldo hasta final de mes. Además, ya sabemos cuál es la alternativa a que estés sentado aquí.
– Bien -dijo Harry en un tono neutro antes de levantarse-. Voy a ver si aún existe mi despacho. Si necesitas algo, jefe, no tienes más que avisar.
Bjarne Møller sonrió condescendiente.
– Gracias a ti, Harry.
– Por ejemplo, con ese caso de los Chow Chow -dijo Harry cerrando la puerta despacio tras de sí.
Harry se quedó de pie en el umbral observando el despacho para dos. Pegada a la suya se hallaba la mesa vacía que Halvorsen había dejado recogida para las vacaciones. En la pared, encima del armario archivador, colgaba una foto de Ellen Gjelten, de cuando ella ocupaba el sitio de Halvorsen. La otra pared aparecía casi totalmente cubierta por un plano de las calles de Oslo marcado con alfileres y trazos, así como con las horas que indicaban dónde se encontraban la noche del asesinato tanto Ellen como Sverre Olsen y Roy Kvinsvik. Harry se acercó a la pared y se detuvo delante del plano. Lo retiró de un brusco tirón y lo guardó en uno de los cajones vacíos del archivador. Sacó una petaca de plata del bolsillo de la chaqueta, tomó un trago y apoyó la frente en la superficie refrescante del armario de metal.
Hacía más de diez años que trabajaba allí, en aquel despacho. Oficina 605. El despacho más pequeño de la zona roja del sexto piso. Cuando se les había ocurrido la extraña idea de ascenderlo a comisario, él había insistido en quedarse allí. La 605 no tenía ventanas, pero él se había pasado aquellos diez años observando el mundo desde allí. En aquellos diez metros cuadrados había aprendido su oficio, había celebrado sus victorias, se había tragado sus derrotas y había aprendido lo poco que sabía sobre la condición humana. Intentó recordar qué otras cosas había hecho durante los últimos diez años. Algo más tenía que haber, nadie trabaja más de ocho o diez horas diarias. Como mucho, no más de doce. Más los fines de semana.
Harry se desplomó en su silla defectuosa y los muelles rotos rechinaron con júbilo. Bueno, no le importaba ocupar aquel asiento un par de semanas más.
A las cinco y veinticinco de la tarde Bjarne Møller solía estar ya en casa con su mujer y sus hijos. Sin embargo, puesto que toda la familia se había ido con la abuela materna, él decidió aprovechar esos días de calma vacacional para ordenar el papeleo que había tenido desatendido. El asesinato de la calle Ullevålsveien había retrasado sus planes hasta cierto punto, pero en aquel momento decidió recuperar el tiempo perdido.
Cuando le avisaron de la Central de Emergencias, Møller respondió algo contrariado de que llamasen a la Policía Judicial de guardia, aduciendo que su unidad no podía empezar a hacerse cargo también de las personas desaparecidas.
– Lo siento, Møller, los de guardia están ocupados con una quema de matojos en Grefsen. El tipo que llamó está convencido de que la persona desaparecida ha sido víctima de un asesinato.
– Pues aquí todos los que no se han ido a casa están ocupados en el asesinato de la calle Ullevålsveien. Tendrá que…
Møller calló de pronto, antes de añadir:
– Bueno, sí. Espera un poco, déjame que haga una consulta…
Miércoles. Desaparecida
El policía pisó el freno de mala gana y el coche patrulla se deslizó hasta el semáforo en rojo de la plaza de Alexander Kielland.
– ¿O le damos al niiii-naaaa-niiii-naaaa y pisamos a fondo? -preguntó girándose hacia el asiento del copiloto.
Harry negó distraídamente con la cabeza. Miró al parque que fuera en otro tiempo una explanada de césped con dos bancos, siempre ocupados por tipos sedientos que intentaban acallar el estruendo del tráfico con sus canciones y sus broncas. Un par de años atrás, sin embargo, decidieron invertir unos millones en adecentar la plaza dedicada al escritor y el parque quedó limpio y asfaltado. Plantaron flores y arbustos, trazaron senderos y colocaron en él una fuente impresionante que recordaba a una escala de salmón. No cabía duda de que se había convertido en un escenario aún más atractivo para las canciones y las broncas.
El coche patrulla giró a la derecha y entró en la calle Sannergata, cruzó el puente del río Akerselva y se detuvo ante la dirección que Møller le había facilitado a Harry.
Harry le dijo al policía que volvería por su cuenta, bajó del coche y enderezó la espalda. Al otro lado de la calle había un edificio de oficinas recién construido aún vacío y, según los periódicos, seguiría así una temporada. En sus ventanas se reflejaba el bloque que correspondía a la dirección que él buscaba, un edificio blanco de los años cuarenta aproximadamente, no del todo perteneciente al funcionalismo, aunque sí un pariente indefinido. La fachada estaba profusamente decorada con grafitis firmados marcando terreno. Una chica de piel oscura mascaba chicle con los brazos cruzados en la parada del autobús y miraba una valla publicitaria gigantesca de Diesel que se alzaba al otro lado de la calle. Harry encontró el nombre en el timbre superior.
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