– … necesitamos un héroe -completó la comisario jefe asintiendo con la cabeza, pues también había adivinado lo que él quería decir.
– Sorry - dijo Møller-. ¿Soy el único de los presentes que no entiende lo que está pasando? -añadió con un malogrado intento de emitir una risita.
– El agente demostró capacidad de acción en una situación potencialmente amenazadora para el presidente -dijo Brandhaug-. Si la persona que estaba en la cabina de peaje hubiese tenido la intención de cometer un atentado, tal y como él, según las instrucciones relativas a la situación, tenía el deber de suponer, habría salvado la vida del presidente. Que la intención de esa persona no fuese la de atentar no altera ese hecho.
– Eso es cierto -convino Anne Størksen-. En una situación como ésa, las instrucciones están por encima de una valoración personal.
Meirik no dijo nada, pero hizo un gesto de aprobación.
– Bien -concluyó Brandhaug-. «El asunto», como tú lo llamas, Bjarne, es convencer a la prensa, a nuestros superiores y a todos los que han tenido algo que ver con esto, de que ni por un momento dudamos de que nuestro oficial de enlace hiciera lo correcto. «El asunto» es que desde este mismo instante, tenemos que actuar como si su intervención hubiese sido heroica.
Brandhaug se percató de la incredulidad de Møller.
– Si no premiamos al oficial, habremos reconocido que cometió un error al disparar y, en consecuencia, que las medidas de seguridad desplegadas con motivo de la visita del presidente fallaron.
Los presentes acogieron sus palabras con un gesto de aprobación.
– Ergo… - continuó Brandhaug. Le encantaba esa palabra. Parecía revestida de una armadura, una palabra casi invencible, porque exigía la autoridad propia de la lógica-. Por consiguiente… -tradujo.
– ¿ Ergo , le damos una medalla? -terminó Rakel una vez más.
Brandhaug sintió una punzada de irritación. Había sido su forma de decir «medalla», como si estuviesen escribiendo el guión de una comedia y todas las propuestas divertidas fuesen bien recibidas. Como si quisiera indicar que su guión era una comedia.
– No -enfatizó despacio-. Una medalla, no. Las medallas y las distinciones son un recurso demasiado fácil y no se traducen en la credibilidad que buscamos. -Se retrepó en la silla con las manos en la nuca-. Lo ascenderemos. Le concederemos el grado de comisario.
Se produjo un largo silencio.
– ¿Comisario? -Bjarne Møller seguía mirando incrédulo a Brandhaug-. ¿Por haberle pegado un tiro a un agente del SS?
– Puede sonar algo morboso, pero reflexiona un instante.
– Es… -Møller parpadeó atónito y, aunque parecía querer decir mucho más, optó por cerrar la boca.
– Quizá no sea necesario otorgarle todas las competencias que normalmente corresponden a un comisario -apuntó con prudencia la comisario jefe como si estuviese enhebrando una aguja.
– Hemos sopesado esa parte también, Anne -respondió Brandhaug, haciendo hincapié al pronunciar su nombre de pila, que utilizaba por primera vez al dirigirse a ella.
Anne alzó ligeramente una ceja pero, por lo demás, nada indicó que le molestase. De modo que Brandhaug continuó.
– El problema es que, si todos los colegas de este oficial de enlace, aficionado al tiro, opinan que el nombramiento es algo extraño y llegan a darse cuenta de que no es más que una compostura, estaremos en las mismas. Es decir, estaremos peor. Si sospechan que es una operación de tapadera, cundirá el rumor y parecerá que, a sabiendas, intentamos encubrir el hecho de que nosotros (vosotros), ese oficial de policía, en definitiva todos, metimos la pata. En otras palabras: tenemos que darle un puesto en el que nadie sepa muy bien qué hace realmente. Dicho de otra manera: un ascenso combinado con un traslado a un lugar protegido.
– Un lugar protegido. Sin intromisiones -completó Rakel esbozando media sonrisa-. Parece que hayas pensado enviárnoslo a nosotros, Brandhaug.
– ¿Tú qué dices, Kurt? -preguntó Brandhaug.
Kurt se rascó detrás de la oreja riendo entre dientes.
– Bueno -vaciló-. Me figuro que encontraremos el modo de describir adecuadamente el cometido de comisario.
Brandhaug asintió con la cabeza.
– Sería de gran ayuda.
– Sí, debemos ayudarnos mutuamente, siempre que podamos.
– Bien -concluyó Brandhaug con una amplia sonrisa al tiempo que miraba el reloj de la pared para indicar que daba por concluida la reunión, a lo que siguió el alboroto propio de las sillas al moverse.
COLINA SANKTHANSHAUGEN
4 de Noviembre de 1999
– Tonight we'er gonna party like it's ninteen-ninty-nine!
Ellen miró a Tom Waaler, que acababa de meter una cinta en el equipo y había subido tanto el volumen que hacía vibrar el salpicadero. La penetrante voz de falsete del vocalista perforaba los tímpanos de Ellen.
– ¿Está muy alto? -gritó él para hacerse oír por encima de la música.
Ellen no quería herir sus sentimientos, de modo que sólo hizo un gesto afirmativo. No es que creyera que fuese fácil herir a Tom Waaler, pero había decidido hacerle la pelota todo el tiempo que fuera posible. O por lo menos, hasta que se disolviese la pareja Tom Waaler-Ellen Gjelten. El jefe de grupo Bjarne Møller había afirmado su carácter exclusivamente temporal. Todo el mundo sabía que en primavera, el nuevo puesto de comisario sería para Tom.
– ¡Negro marica! -gritó Tom.
Ellen no contestó. Llovía con tal intensidad que, aunque los limpiaparabrisas trabajaban a toda pastilla, el agua se mantenía en el parabrisas del coche patrulla como una película, haciendo que los edificios de la calle Ullevål pareciesen redondeadas casas de cuento que ondulaban sin cesar. Aquella mañana, Møller les había encomendado encontrar a Harry. Ya habían llamado a la puerta de su piso de la calle Sofie y constatado que no estaba en casa. O que no quería abrirles. O que no estaba en condiciones de abrir. Ellen se temía lo peor. Miró a la gente que se apresuraba por las aceras. También sus caras aparecían torcidas y con formas extrañas, como reflejadas en los espejos de una feria.
– Tuerce a la izquierda ahí y luego paras -dijo Ellen-. Puedes esperar en el coche, mientras yo entro.
– Con mucho gusto -contestó Waaler-. No me gustan nada los borrachos.
Lo miró de soslayo, pero la expresión de su rostro no revelaba si se refería a la clientela matutina del restaurante Schrøder en general o a Harry en particular. Waaler detuvo el coche en la parada del autobús; al salir, Ellen vio que habían abierto un nuevo café al otro lado de la calle. A lo mejor ya llevaba tiempo allí y ella no se había dado cuenta. Estaba lleno de jóvenes con jerséis de cuello alto que ocupaban los taburetes dispuestos a lo largo de los grandes ventanales y leían periódicos extranjeros o simplemente contemplaban la lluvia, con grandes tazas blancas de café en las manos, pensando quizá si habían elegido la asignatura correcta, el sofá de diseño correcto, la pareja correcta, el club de lectura correcto o la ciudad europea correcta…
En la puerta del Schrøder estuvo a punto de chocar con un hombre que llevaba un jersey islandés. El alcohol había empañado casi todo el azul de su iris y tenía las manos grandes como sartenes y muy sucias. Ellen notó el olor dulzón a sudor y a borrachera añeja cuando pasó a su lado. En el interior había un ambiente de silencio matinal. Sólo cuatro de las mesas estaban ocupadas. Ellen había estado allí antes, hacía mucho tiempo, y, por lo que recordaba, nada había cambiado. Las mismas fotos antiguas de Oslo colgaban de las paredes de color ocre que, junto con el techo de cristal, otorgaban al lugar un leve toque de pub inglés. Muy leve, en su opinión. Lo cierto era que, con las mesas y los asientos de aglomerado, más parecía el salón de fumar de uno de los ferrys de la costa de Møre. Al fondo de la barra fumaba una camarera con delantal que observaba a Ellen con escaso interés. En el rincón del fondo, junto a la ventana, estaba Harry, con la cabeza inclinada. Tenía ante sí una pinta de cerveza vacía.
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