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Lawrence Block: Los pecados de nuestros padres

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Lawrence Block Los pecados de nuestros padres

Los pecados de nuestros padres: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven prostituta aparece asesinada en un apartamento de Greenwich Village. El principal sospechoso acaba de suicidarse en la cárcel. La policía de Nueva York ha cerrado el caso, pero el padre de la víctima quiere reabrirlo. Y nadie mejor que Matthew Scudder para buscar respuestas en un entorno sórdido de perversión y placeres… Un mundo donde los hijos se ven abocados a morir para expiar los pecados más secretos de sus padres. La novela negra norteamericana tiene tres grandes autores: los clásicos son Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El tercero se llama Lawrence Block.

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– Las palabras que empleaba -dije.

– No me gusta decirlas.

– Haz un esfuerzo.

Preguntó si eso era importante, y le dije que era posible. Se inclinó hacia delante y bajó el tono de voz.

– Hijoputa -dijo.

– ¿Gritaba «hijoputa» todo el tiempo?

– No exactamente.

– Quiero saber qué palabras decía.

– Está bien. Lo que decía era, gritando todo el rato, «soy un hijoputa, soy un hijoputa, me he follado a mi madre». Lo gritaba una y otra vez.

– Decía que era un hijoputa y que se había follado a su madre.

– Exacto, eso es lo que decía.

– ¿Qué pensaste?

– Que estaba loco.

– ¿Pensaste que había matado a alguien?

– No. Lo primero que pensé fue que estaba herido. Estaba cubierto de sangre.

– ¿En las manos?

– Por todas partes. En las manos, la camisa, los pantalones, la cara… Estaba completamente cubierto de sangre. Pensé que se había cortado, pero después vi que estaba bien y que la sangre debía de ser de otra persona.

– ¿Cómo podías saberlo?

– Lo supe, sin más. Él estaba bien, no era su sangre, por lo que tenía que ser de otra persona. -Levantó su caña y se la terminó. Hice un gesto al camarero y le pedí que trajera otra cerveza para Pankow y una taza de café para mí. Estuvimos sentados mirando a la mesa hasta que el camarero nos trajo lo que habíamos pedido. Pankow estaba recordando cosas que había intentado olvidar en estos últimos días y no estaba disfrutando mucho con ello.

Dije:

– Entonces esperabas encontrar un cuerpo en el apartamento.

– Sabía que lo habría, sí.

– ¿Quién pensaste que sería?

– Joder, pensé que sería su madre. Por lo que él estaba diciendo, hijoputa, me he follado a mi madre, pensé que se había vuelto loco y que había matado a su madre. E incluso lo pensé cuando entré allí, ya sabes, a simple vista no se podía precisar la edad ni nada por el estilo, tan solo que había una mujer desnuda, con sangre por todas partes. Las sábanas estaban empapadas, la manta, toda esa sangre oscura…

Tenía la cara pálida y con matices verdes. Dije:

– Tranquilo, Lew.

– Estoy bien.

– Sé que lo estás. Pon la cabeza entre las piernas. Vamos, retírate de la mesa y baja la cabeza. Te sentirás mejor.

– Lo sé.

Creí que iba a desmayarse, pero se recuperó. Mantuvo la cabeza agachada durante un minuto o dos y después volvió a incorporarse. Su cara había recobrado algún color. Respiró profundamente un par de veces y después dio un largo trago a la cerveza.

Dijo:

– ¡Jesús!

– ¿Ya estás bien?

– Sí, perfecto. Al verla allí tendida tuve que vomitar. Ya había visto antes algún muerto. A mi viejo le dio un ataque al corazón cuando estaba durmiendo y fui yo el que llegó y se lo encontró. Pero nunca había visto nada parecido y, no pude evitarlo, tuve que vomitar, y encima estaba esposado a ese gilipollas, que continuaba con la verga colgando. Arrastré al estúpido bastardo hacia el rincón y vomité en el rincón de la habitación; así fue, y a continuación me entró una risa nerviosa. No podía controlarla, estaba allí riéndome como un idiota y el tipo tiró de las esposas, eso me ayudó, Dios, paró todos sus gritos y me preguntó: «¿Qué te hace tanta gracia?». ¿Puedes creerlo? Como si quisiera que le explicase el chiste para así poder reírse él también. «¿Qué te hace tanta gracia?»

Eché lo que quedaba del bourbon en el café y lo removí con una cuchara. Estaba consiguiendo retazos de Richard Vanderpoel. De momento no encajaban unos con otros, pero eran fragmentos de lo que finalmente podría ser un cuadro completo. Puede que nunca llegaran a ser nada real. En ocasiones el todo no tiene nada que ver con la suma de las partes.

Pasé otros veinte minutos más o menos con Pankow y volvimos una y otra vez a los lugares en los que ya habíamos estado sin obtener mucho más. Habló un poco de la escena del crimen, la nausea, la histeria. Quería saber si se llegaba uno a acostumbrar a ese tipo de cosas. Pensé en la fotografía que había cogido del archivo. No había sentido gran cosa al mirarla. Pero si hubiera entrado en ese cuarto como lo hizo Pankow, puede que hubiera actuado de la misma manera.

– Te llegas a acostumbrar algo -le dije-, pero de vez en cuando se presenta algo nuevo que te da por culo.

Cuando obtuve todo lo que iba a conseguir, dejé cinco dólares en la mesa para pagar las bebidas y le pasé otros veinticinco a él. No quiso cogerlos.

– Venga -dije-. Me has hecho un favor.

– Bien, eso es lo que es, un favor. Me sentiría raro si aceptara dinero por ello.

– No seas estúpido.

– ¿Eh? -Abrió sus ojos azules.

– Que no seas estúpido. Esto no es un soborno. Es dinero limpio. Has hecho un favor a alguien y ganas un poco de dinero a cambio. -Deslicé los billetes por la mesa hasta él-. Escúchame -le dije-. Acabas de colgarte una buena medalla. Redactaste un buen informe y te manejas bien, muy pronto pensarán en ti para dejar las rondas y asignarte un coche patrulla. Pero nadie va a quererte de compañero de coche si tienes mala reputación.

– No te entiendo.

– Piensa en ello. Si no coges dinero que alguien te pone en la mano, vas a hacer que mucha gente se ponga nerviosa. No tienes que ser un mangante. Hay cierto tipo de dinero que puedes rechazar, tampoco tienes que pasearte por las calles con la mano fuera, pero tienes que jugar con las cartas que te han dado. Coge el dinero.

– ¡Jesús!

– ¿No te dijo Koehler que habría algo para ti?

– Claro. Pero no vine por eso. Demonios, siempre me paso por aquí a tomar un par de cervezas cuando acabo el turno. Normalmente me encuentro con mi chica aquí a las diez y media. Ni que…

– Koehler estará esperando un billete de cinco por haber hecho que consigas veinticinco. ¿Prefieres pagarle de tu propio bolsillo?

– ¡Jesús! ¿Y qué hago? ¿Entrar en su despacho y darle cinco dólares?

– Esa es la idea. Puedes decir algo como «ahí tienes los cinco pavos que me prestaste», algo así.

– Creo que me queda mucho por aprender -dijo. No parecía entusiasmado con la perspectiva.

– No tienes que preocuparte por eso -dije-. Te queda todo por aprender, pero ellos te ayudarán. El sistema hará que lo hagas paso a paso. Eso es lo que lo convierte en un buen sistema.

Insistió en invitarme a otra con su recién adquirida fortuna. Seguí sentado y bebiendo mientras él me contaba lo que para él significaba ser oficial de policía. Asentía en los momentos oportunos sin prestar demasiada atención a lo que estaba diciendo. No podía concentrarme en sus palabras.

Salí de allí y me dirigí a mi hotel paseando lentamente. La primera edición del Times estaba ya en los quioscos de la Octava Avenida. Lo compré y me lo llevé a casa.

No había ningún mensaje para mí en recepción. Subí a mi habitación, me quité los zapatos y me tumbé en la cama con el periódico. Resultó ser más o menos tan apasionante como la conversación de Lewis Pankow.

Me desvestí. Al quitarme la camisa, la foto del cadáver de Wendy Hanniford cayó al suelo. La cogí, la miré y me imaginé a mí mismo como Lewis Pankow, entrando en una escena como esa con el asesino esposado a la muñeca, arrastrándolo por el cuarto hasta el rincón para poder vomitar, y luego echándome a reír de manera histérica hasta que Richard Vanderpoel, de manera razonable, me preguntara la causa de mis carcajadas.

«¿Qué te hace tanta gracia?»

Me di una ducha y volví a ponerme la ropa. Al principio no había nevado con fuerza, pero ya estaba empezando a cuajar. Di la vuelta a la esquina hasta Armstrong's y me senté en un taburete en la barra.

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