Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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– Ha desaparecido.

– ¿Cómo, desaparecido?

– Guido -dijo Paola volviendo atrás-, ¿no puede esperar eso? -Dio media vuelta y se alejó hacia la entrada lateral del hospital y la lancha que aguardaba.

Brunetti siguió a su mujer y Vianello acomodó el paso al de su comisario.

– Cuénteme -insistió Brunetti.

– Mantuvimos la vigilancia durante unos días después de que a usted lo trajeran aquí…

– ¿Alguien trató de verla? -le interrumpió Brunetti.

– Aquel monje, pero le dije que teníamos órdenes de que no entrase nadie a verla. Entonces él acudió a Patta.

– ¿Y qué?

– Patta se resistió durante un día, luego dijo que preguntáramos a la mujer si quería verlo.

– ¿Y ella qué dijo?

– No se lo pregunté. De todos modos, a Patta le dije que no quería verlo.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Brunetti. Pero ya habían llegado a la puerta. Paola estaba fuera, sosteniéndola abierta y cuando él salió le dijo:

– Bienvenido a la primavera, Guido.

Porque, durante los diez días que él había pasado en el hospital, la primavera había avanzado y conquistado la ciudad como por arte de magia. El aire era tibio, olía a brotes tiernos y estaba poblado de trinos de pájaros y, al otro lado del canal, una guirnalda de rosas entreabiertas asomaba por la verja que remataba una cerca de ladrillo. Tal como Brunetti esperaba, la lancha de la policía estaba amarrada al pie de la escalera y, al timón, Bonsuan, que los saludó con un movimiento de cabeza y lo que Brunetti dedujo que podía ser una sonrisa.

Con un Buon giorno musitado entre dientes, el piloto ayudó a embarcar a Paola y luego a Brunetti, que casi se tambaleó, deslumbrado por la explosión de luz. Vianello soltó la amarra y entró en la lancha, y Bonsuan los sacó al canal de la Giudecca.

– ¿Y entonces qué? -preguntó Brunetti.

– Entonces una de las enfermeras del hospital le dijo que un padre quería verla pero que nosotros no se lo permitíamos. Después hablé con esa enfermera, que me dijo que ella, la Testa, se había mostrado inquieta al saber que él quería verla, pero que casi se alegró de que no le hubiéramos dejado. -Una lancha rápida les adelantó por la derecha, levantando surtidores de espuma hacia ellos. Vianello dio un salto de lado, pero las salpicaduras no pasaron del costado de la lancha.

– ¿Y entonces? -insistió Brunetti.

– Pues entonces desapareció. Habíamos retirado la vigilancia, aunque los chicos y yo aún rondábamos por allí durante la noche, para estar al cuidado.

– ¿Cuándo fue?

– Hace dos días. Una tarde, entró el médico a hacer la visita y ya no la encontró. Su ropa había desaparecido y no quedaba ni rastro de la mujer.

– ¿Y ustedes qué hicieron?

– Preguntamos en el hospital, pero nadie la había visto. Sencillamente, había desaparecido.

– ¿Y el confesor?

– Llamó por teléfono al día siguiente, antes de que nadie más que nosotros supiera lo ocurrido, y se quejó de que no le permitiéramos verla. Patta todavía creía que la mujer estaba en el hospital y cedió diciendo que él personalmente se encargaría de que ella lo recibiera. Entonces me llamó para decirme que ella tenía que verlo y fue cuando le dije que la mujer había desaparecido.

– ¿Y él qué hizo? ¿O qué dijo?

Vianello reflexionó antes de contestar.

– Yo diría que se alegró, comisario. Cuando le dije que la mujer se había marchado casi pareció contento de oírlo. Llamó al monje delante de mí. Tuve que ponerme al teléfono para explicárselo.

– ¿Tiene idea de adonde ha ido? -preguntó Brunetti.

– Ni la más remota. -La respuesta de Vianello fue inmediata.

– ¿Llamaron al hombre del Lido, Sassi?

– Sí. Fue lo primero que hice. Me dijo que no me preocupara por ella, y nada más.

– ¿Cree que él sabe dónde está? -preguntó Brunetti. No quería apremiar a Vianello y miró a Paola, que estaba junto al timón, conversando amigablemente con Bonsuan.

Finalmente, Vianello contestó:

– Yo apostaría a que lo sabe, pero no lo dice porque no se fía de nadie, ni de nosotros.

Brunetti asintió, se apartó del sargento y miró al agua, hacia San Marcos, que estaba apareciendo por la izquierda. Recordó el último día que vio a Maria Testa en el hospital, la enérgica determinación de su voz, y el recuerdo le produjo una sensación de alivio. Era bueno que hubiera decidido escapar. Brunetti trataría de encontrarla, pero confiaba en que resultara imposible… para él y para todos. Que Dios la protegiera y le diera fuerzas para su vita nuova.

Paola, al ver que su marido había acabado de hablar con Vianello, se acercó a ellos. Una ráfaga de viento le dio de espaldas, echándole el pelo hacia adelante.

Riendo, ella apartó con las manos la melena rubia y ondulada que le envolvía la cara por ambos lados y agitó la cabeza como el que ha estado buceando mucho rato. Cuando abrió los ojos vio que Brunetti la miraba y volvió a reír, ahora con más fuerza. Él le rodeó los hombros con el brazo bueno y la atrajo hacia sí.

Como un adolescente enamorado, le preguntó:

– ¿Me has echado de menos?

Ella respondió en el mismo tono:

– La nostalgia no me dejaba vivir. Los niños no tenían qué comer y mis estudiantes languidecían por falta de estímulo intelectual.

Vianello los dejó solos y se acercó a Bonsuan.

– ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? -preguntó Brunetti, como si ella no hubiera pasado la mayor parte de aquellos diez días en el hospital, a su lado.

Él notó en su cuerpo un cambio de actitud y la hizo volverse a mirarlo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– No quiero empañar tu vuelta a casa hablando de eso.

– Nada puede empañarla, Paola -dijo él sonriendo ante esta simple verdad-. Anda, cuenta.

Ella le miró a la cara un momento y dijo:

– Ya te previne de que pediría ayuda a mi padre.

– ¿Acerca del padre Luciano?

– Sí.

– ¿Y bien?

– Ha hablado con ciertas personas, amigos suyos de Roma. Creo que ha encontrado la solución.

– Cuenta.

Ella contó.

El ama de llaves abrió la puerta de la rectoría a la segunda llamada de Brunetti. Era una mujer poco agraciada de unos cincuenta y tantos años, con el cutis fino y sin mácula que él había observado en monjas y otras mujeres de virginidad largamente preservada.

– ¿Sí? -dijo-. ¿Qué desea? -Quizá en tiempos fue bonita, con unos ojos oscuros y una boca grande, pero los años le habían hecho olvidar el deseo de agradar, o quizá nunca lo tuvo, y su cara se había marchitado, agriado y reblandecido.

– Deseo hablar con Luciano Benevento -dijo Brunetti.

– ¿Es feligrés? -preguntó ella, sorprendida por la omisión del tratamiento.

– Sí -dijo Brunetti, tras sólo un momento de vacilación, dando la respuesta correcta, por lo menos, topográficamente.

– Si tiene la bondad de pasar al estudio, llamaré al padre Luciano. -La mujer giró sobre sí misma dando la espalda a Brunetti, que cerró la puerta y la siguió por un pasillo con suelo de mármol, hasta la puerta de una habitación que ella abrió para hacerle entrar antes de ir en busca del cura.

En la habitación había dos sillones, situados muy juntos, quizá para favorecer la intimidad de la confesión. Colgaba de una pared un pequeño crucifijo y, en la de enfrente, un cuadro de la Virgen de Cracovia. En una mesita baja había ejemplares de Famiglia Christiana y varios formularios de donativos por correo para posibles interesados en colaborar en Primavera Missionaria. Brunetti, ajeno a las revistas, las imágenes y los sillones, se quedó en el centro de la habitación, esperando la llegada del sacerdote con la mente clara.

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