Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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Él fue a acercarse a la cama, pero ella lo contuvo con un ademán.

– Quédese donde está. No quiero que ella sepa que hemos hablado.

– ¿Por qué? -preguntó él.

Esta vez fue Maria la que apretó los labios con gesto de irritación.

– Podría ser de los suyos. Me matarán si sospechan que me acuerdo de todo.

Él la miró y percibió casi físicamente el impacto de la energía que ella irradiaba.

– ¿Qué piensa hacer? -preguntó.

– Sobrevivir -espetó ella, y entonces se abrió la puerta y entró la monja con el orinal en la mano. Pasó por delante de Brunetti sin decir nada y fue hacia la cama.

Él tampoco habló, ni siquiera se atrevió a volverse para mirar a Maria por última vez, y salió de la habitación cerrando la puerta.

Mientras Brunetti avanzaba por el corredor hacia Psiquiatría, de pronto, sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. Una parte de él sabía que aquello no era más que efecto de la fatiga y el shock, pero no por ello dejó de mirar la cara de las personas que se cruzaban con él, para ver si también ellas habían sentido temblar la tierra. Asustado de sí mismo al notar que le hubiera tranquilizado descubrir que había un terremoto, entró en el bar de la planta baja y pidió un vaso de néctar de albaricoque y, después, un vaso de agua, con el que tomó otros dos comprimidos del calmante. Al mirar a los otros clientes del bar, con sus vendajes, tablillas y escayolas, Brunetti se sintió en su ambiente por primera vez aquel día.

Cuando se encaminó de nuevo a Psiquiatría, se sentía mejor, pero no bien. Cruzó el patio, acortó por Radiología y empujó las dobles vidrieras de Psiquiatría. Entonces vio venir hacia él desde el otro extremo del corredor una figura con hábito blanco y, nuevamente, Brunetti tuvo que preguntarse si sufría alucinaciones. Pero no, no era ni más ni menos que el padre Pio que venía hacia él, envuelta su alta figura en una capa oscura abrochada al cuello -Brunetti lo vio con una claridad diáfana- con un cierre hecho de un thaler austríaco de Maria Teresa del siglo XVIII.

Hubiera sido difícil decir cuál de los dos quedó más sorprendido, pero el primero en reaccionar fue el religioso, que dijo:

– Buenos días, comisario. ¿Me equivoco al suponer que los dos hemos venido a ver a la misma persona?

Brunetti tardó en poder hablar, y cuando lo hizo no dijo más que el nombre:

– ¿La signorina Lerini?

– Sí.

– No podrá usted verla -dijo Brunetti, sin disimular la hostilidad.

En la cara del padre Pio floreció aquella misma sonrisa dulce con que saludó a Brunetti en su primer encuentro en el convento de la orden de la Santa Cruz.

– Comisario, no tienen ustedes derecho a impedir que una persona enferma, necesitada de consuelo espiritual, vea a su confesor.

Su confesor. Naturalmente, Brunetti hubiera debido preverlo. Pero, antes de que pudiera decir algo, el monje prosiguió:

– De todos modos, sus órdenes llegarían tarde, comisario. Ya he hablado con ella y he oído su confesión.

– ¿Y le ha dado consuelo espiritual? -preguntó Brunetti.

– Tú lo has dicho -respondió el padre Pio con una sonrisa que no sabía lo que era la dulzura.

Brunetti sintió que le subía a la garganta un sabor agrio que nada tenía que ver con el néctar de albaricoque que acababa de tomar. Lo recorrió un espasmo de rabia y asco, que él fue tan incapaz de dominar como incapaces eran los comprimidos de calmarle el dolor del brazo. Olvidando todo lo que le había enseñado la experiencia durante muchos años, Brunetti agarró de la capa al clérigo, arrugando con gusto el fino paño entre los dedos y tiró con fuerza para obligar al otro a agacharse hasta que sus caras quedaron a pocos centímetros una de otra.

– Sabemos mucho de usted -le escupió Brunetti.

El monje, de un manotazo, se desasió con facilidad. Dio un paso atrás, giró sobre sí mismo y fue hacia la puerta. Pero allí se detuvo, y volvió sobre sus pasos haciendo oscilar la cabeza hacia uno y otro lado como las serpientes.

– También nosotros sabemos mucho de usted -susurró, y se fue.

Brunetti se estremeció.

22

Brunetti se quedó unos minutos en la puerta del hospital, en el campo SS. Giovanni e Paolo, sin saber si volver a la questura o irse a casa a dormir un poco. Miró el andamiaje que cubría la fachada de la basílica y vio que las sombras habían subido hasta media altura. Al consultar el reloj, le sorprendió ver que era media tarde. No sabía qué se había hecho de aquellas horas: quizá se había quedado dormido en el bar, sentado en la silla con la cabeza apoyada en la pared. Lo cierto era que habían pasado horas, que se habían volatilizado como todos aquellos años de la vida de Maria Testa.

Pensando que era preferible ir a la questura, si más no, porque estaba más cerca, cruzó el campo en aquella dirección. Martirizado por la sed y el dolor del brazo que se le recrudecía, entró en un bar, pidió un vaso de agua mineral y tomó otro comprimido. Al llegar a la questura, encontró el vestíbulo extrañamente silencioso y no fue sino al recordar que era miércoles, el día en que el Ufficio Stranieri estaba cerrado al público, cuando descubrió la razón de aquel insólito silencio.

Como no le apetecía subir los cuatro tramos de escalera hasta su despacho, decidió no demorar la inevitable visita a Patta y se dirigió hacia la escalera que llevaba al despacho de su superior. Mientras subía el primer tramo, lo sorprendió lo fácil que le resultaba la ascensión y se preguntó por qué se le habría antojado tan difícil llegar a su propio despacho, pero no consiguió recordarlo. Pensó en lo agradable que sería subir volando y el mucho tiempo que le ahorraría todos los días, pero ahora ya estaba en el despacho de la signorina Elettra y se olvidó de la idea del vuelo.

Ella levantó la mirada del ordenador y, al verle el brazo y el semblante, se levantó y dio la vuelta a la mesa para ir a su encuentro.

– ¿Qué le ha pasado, comisario?

La sinceridad de su preocupación era tan visible como audible y Brunetti se sintió vivamente conmovido. Qué suerte tenían las mujeres de poder permitirse mostrar abiertamente sus emociones, pensó, y qué gratas eran esas muestras de afecto y preocupación.

– Gracias, signorina -dijo, dominando el impulso de ponerle la mano en el hombro al darle las gracias por todo lo que ella manifestaba inconscientemente-. ¿Está el vice questore ?

– Sí. ¿Está seguro de querer verlo ahora?

– Oh, sí. Es el momento más oportuno.

– ¿Quiere un café, dottore ? -preguntó ella ayudándole a quitarse el impermeable.

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– No, signorina, muchas gracias. Sólo quiero hablar un momento con el vicequestore.

La costumbre y sólo la costumbre hizo a Brunetti golpear la puerta de Patta con los nudillos. Cuando entró, Patta lo recibió con no menor sorpresa que la mostrada por la signorina Elettra, pero mientras la de la joven estaba matizada de preocupación la de Patta exudaba sólo reproche.

– ¿Qué le ha pasado, Brunetti?

– Alguien ha tratado de matarme -respondió él con naturalidad.

– Pues no se habrá esforzado mucho, si eso es todo lo que ha conseguido.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó Brunetti.

Viendo en la petición poco más que una artimaña de Brunetti para llamar la atención a su herida, Patta asintió de mala gana señalando una silla.

– ¿Se puede saber qué ha pasado? -inquirió.

– Anoche, en el hospital… -empezó Brunetti, pero Patta lo interrumpió.

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