Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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– Buenos días, Pucetti. ¿Cómo están las cosas?

– Médicos y enfermeras que entran y salen toda la mañana, pero cuando pregunto ninguno contesta.

– ¿Hay alguien con ella ahora?

– Sí, señor. Una monja. Me parece que le ha entrado comida. Por lo menos, olía a comida.

– Bien -dijo Brunetti-. Necesita alimentarse. ¿Cuánto tiempo hacía? -preguntó. En aquel momento, no podía recordar cuántos días llevaba inconsciente Maria.

– Cuatro días, comisario.

– Sí, sí. Cuatro días -dijo Brunetti, sin recordarlo todavía, pero decidido a creer al agente-. ¿Pucetti?

– ¿Sí, señor? -dijo el joven, haciendo un esfuerzo para no cuadrarse militarmente.

– Baje al vestíbulo y llame a Vianello. Dígale que envíe a alguien para relevarlo y que lo ponga en la lista de servicios. Luego váyase a casa y coma algo. ¿Cuándo vuelve a entrar de servicio?

– Pasado mañana, comisario.

– ¿Hoy era su día de permiso?

Pucetti se miró las zapatillas de tenis.

– No, señor.

– ¿Entonces?

– Había pedido un par de días de permiso a cuenta de vacaciones. Pensé que… bueno, pensé que podría echar una mano a Vianello con esto. De todos modos, con esta lluvia, tampoco se puede ir a ningún sitio. -Brunetti miraba fijamente una mota de la pared, a la izquierda de la cabeza de Brunetti.

– Bien, cuando llame a Vianello pregúntele si puede volver a ponerle de servicio. Guárdese las vacaciones para el verano.

– Sí, señor. ¿Desea algo más?

– No, eso es todo.

– Buenos días, comisario. -El joven dio media vuelta y se alejó hacia la escalera.

– Y muchas gracias, Pucetti -dijo Brunetti. Por toda respuesta, Pucetti levantó una mano, pero no volvió la cabeza ni hizo otra señal de haberle oído.

Brunetti llamó a la puerta.

Avanti -dijo una voz desde el interior.

Él empujó la puerta y entró. Tuvo un sobresalto al ver a una monja con el hábito ya familiar de la orden de la Santa Cruz, de pie al lado de la cama, enjugando la cara a Maria Testa. La monja miró a Brunetti pero no dijo nada. En la mesita de noche había una bandeja con medio bol de lo que parecía sopa. La sangre -su sangre- había desaparecido del suelo.

– Buenos días -dijo Brunetti sin acertar a disimular el nerviosismo que le producía la vista de aquel hábito.

La monja movió la cabeza de arriba abajo sin decir nada. Dio medio paso adelante situándose, quizá accidentalmente, entre él y la cama.

Brunetti se movió hacia la izquierda, de modo que Maria pudiera verlo. Cuando ella lo distinguió, abrió mucho los ojos y juntó las cejas tratando de recordar quién era.

¿Signor Brunetti? -dijo al fin.

– Sí.

– ¿Qué hace aquí? ¿Le ha sucedido algo a su madre?

– No, no, nada. He venido a verla a usted.

– ¿Qué le ha pasado en el brazo?

– Nada, no es nada.

– Pero, ¿cómo ha sabido que yo estaba aquí? -Al percibir el pánico que había en su propia voz, la mujer calló y cerró los ojos. Cuando los abrió dijo con forzada calma-: No entiendo nada.

Brunetti se acercó a la cama. La monja lo miró y movió negativamente la cabeza; si era una advertencia, Brunetti hizo caso omiso.

– ¿Qué es lo que no entiende? -preguntó.

– No entiendo cómo he llegado aquí. Dicen que iba en bicicleta y un coche me atropello, pero yo no tengo bicicleta. En la residencia no hay bicicletas, y aunque las hubiera, no creo que pudiéramos usarlas nosotras. También dicen que estaba en el Lido. Yo nunca he estado en el Lido, signor Brunetti, nunca en mi vida. -Su voz se hacía más aguda a medida que hablaba.

– ¿Dónde recuerda haber estado? -preguntó él.

La pregunta pareció sorprenderla. Se llevó una mano a la frente, como él la había visto hacer aquel día en su despacho y nuevamente la sorprendió no encontrar la reconfortante protección de la toca. Con las yemas de dos dedos, se frotó la venda que le cubría la sien, tratando de recordar.

– Recuerdo estar en la residencia -dijo al fin.

– ¿La residencia en la que está mi madre? -preguntó Brunetti.

– Naturalmente. Donde trabajo.

La monja, movida quizá por la creciente agitación de la voz de Maria, se adelantó:

– Creo que será mejor que no haga más preguntas, signore.

– No, no, deje que se quede -rogó Maria.

Al observar la indecisión de la monja, Brunetti dijo:

– Quizá sea preferible que hable yo.

La monja miró de Brunetti a Maria Testa, que asintió susurrando:

– Por favor. Quiero saber lo que me ha pasado.

Mirando su reloj, la monja dijo en ese tono categórico que adoptan ciertas personas cuando tienen ocasión de ejercer su poco de autoridad:

– Está bien, pero sólo cinco minutos. -Dicho esto, en lugar de marcharse como esperaba Brunetti, la monja se situó a los pies de la cama, decidida a quedarse a escuchar la conversación.

– Usted circulaba en bicicleta cuando un coche la atropello. Ocurrió en el Lido, donde trabajaba en una clínica particular.

– Es imposible. Ya le he dicho que nunca he estado en el Lido. Nunca. -Entonces se interrumpió y cambiando de tono dijo-: Perdone, signor Brunetti. Dígame lo que usted sepa.

– Había trabajado allí varias semanas, después de dejar la residencia. Unas personas la ayudaron a encontrar empleo y alojamiento.

– ¿Empleo?

– En la clínica. Trabajaba en la lavandería.

Ella cerró los ojos un momento y, cuando los abrió, dijo:

– No me acuerdo del Lido. -De nuevo, se llevó la mano a la sien-. Pero, ¿por qué está usted aquí? -preguntó a Brunetti, y por su tono él comprendió que recordaba que era policía.

– Hace varias semanas, usted fue a mi despacho para pedirme que indagara en un asunto.

– ¿Qué asunto? -preguntó ella moviendo la cabeza con perplejidad.

– Algo que usted creía que ocurría en la residencia San Leonardo.

– ¿San Leonardo? Nunca he estado allí.

Brunetti vio que apretaba la sábana con los puños y comprendió que no tenía objeto continuar la conversación.

– Creo que vale más que lo dejemos por ahora. Quizá poco a poco vaya recordando lo ocurrido. Necesita descansar, comer y recuperar las fuerzas. -¿Cuántas veces había oído a esta mujer decir cosas parecidas a su madre?

La monja se adelantó.

– Ya es suficiente, signore.

Brunetti, mal que le pesara, reconoció que tenía razón.

Extendió su mano buena y golpeó suavemente el dorso de la de Maria.

– Pronto estará bien. Lo peor ya ha pasado. Procure descansar y comer. -Sonrió y dio media vuelta.

Antes de que él llegara a la puerta, Maria dijo a la monja:

– Por favor, hermana, siento molestarla, pero ¿podría traer un…? -aquí se interrumpió y bajó la cabeza por pudor o cohibición.

– ¿Un orinal? -preguntó la monja sin bajar la voz.

Manteniendo la cabeza baja, Maria asintió.

La monja resopló y apretó los labios. Dio media vuelta y fue hasta la puerta, la abrió y la sostuvo para que saliera Brunetti.

Detrás de ellos sonó la voz débil y atemorizada de Maria que decía:

– Por favor, hermana, deje que él se quede hasta que usted vuelva. No quiero estar sola.

La monja miró a Maria y a Brunetti, y salió cerrando la puerta.

Brunetti se volvió hacia la cama.

– Fue un coche verde -dijo Maria sin preámbulos-. No sé de qué marca porque no distingo las diferencias, pero me embistió adrede. No fue un accidente.

Atontado por la sorpresa, Brunetti preguntó:

– ¿Lo recuerda?

– Lo recuerdo todo -dijo ella, con una voz más firme de lo que él recordaba haberle oído usar nunca-. Me han dicho lo que le ha pasado a usted y he tenido todo el día para pensar.

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