Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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20

A la hora del almuerzo, Brunetti encontró el humor de toda la familia tan apagado como el que él mismo traía de la questura. Atribuyó el silencio de Raffi a algún contratiempo en su idilio con Sara Paganuzzi y Chiara quizá aún se dolía de la sombra que oscurecía su brillante expediente académico. La causa del mal humor de Paola era, como de costumbre, la más difícil de adivinar.

Hoy no se cruzaban las bromas con que ellos se manifestaban su afecto habitualmente. Incluso hubo un momento en el que Brunetti oyó que estaban comentando el tiempo y, por si esto no era ya lo bastante malo, después se pusieron a hablar de política. Todos parecían aliviados cuando acabó la comida. Los chicos, como animales cavernícolas asustados por un resplandor de relámpagos en el horizonte, buscaron el refugio de sus habitaciones. Brunetti, que ya había leído el diario, se fue a la sala y se contentó con mirar cómo ondeaban sobre los tejados las cortinas de la lluvia.

Cuando entró Paola, traía café, y Brunetti decidió considerar el gesto una ofrenda de paz, aunque no estaba seguro de la clase de tratado que la acompañaría. Aceptó la taza, le dio las gracias, tomó un sorbo de café y preguntó:

– ¿Y bien?

– He hablado con mi padre -dijo Paola sentándose en el sofá-. No se me ha ocurrido otra cosa.

– ¿Y qué le has dicho?

– Le he dicho lo que me contó la signora Stocco, y lo que dijeron los chicos.

– ¿Del padre Luciano?

– Sí.

– ¿Y?

– Dice que se informará.

– ¿Le has dicho algo sobre el padre Pio?

Ella levantó la cabeza, sorprendida por la pregunta.

– No; por supuesto que no. ¿Por qué?

– Simple curiosidad.

– Guido -dijo ella, dejando la taza vacía en la mesa-, tú sabes que yo no me meto en tu trabajo. Si quieres preguntar a mi padre por el padre Pio o por el Opus Dei, tendrás que hacerlo tú.

Brunetti no deseaba que su suegro interviniera en aquello. Pero no quería decir a Paola que su reserva obedecía a las dudas que abrigaba sobre para quién sería la lealtad del conde Orazio, si para el cuerpo que representaba Brunetti o para el Opus Dei. Brunetti ignoraba tanto la magnitud de la fortuna y del poder del conde como su procedencia y las relaciones o lealtades que le permitían conservarlos.

– ¿Te ha creído?

– Naturalmente que me ha creído. ¿Cómo se te ocurre siquiera preguntarlo?

Brunetti trató de zafarse de la respuesta encogiéndose de hombros, pero la mirada de Paola le negó tal posibilidad.

– No es como si contaras con el más fidedigno de los testigos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella con la voz áspera.

– Una chica que habla mal de un profesor que le ha puesto una mala nota… Palabras de otra chica, filtradas por la madre, que estaba histérica cuando habló contigo…

– ¿Qué pretendes, Guido, hacer de abogado del diablo? Tú me enseñaste el informe del Patriarcado. ¿Qué te parece que ha estado haciendo este canalla durante todos estos años, robando el cepillo de los pobres?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– No; no me cabe duda de lo que ha estado haciendo, pero eso no es tener pruebas.

Paola rechazó el argumento con un ademán que daba a entender que le parecía una tontería.

– Voy a pararle los pies -dijo con franca agresividad.

– ¿Con otro traslado? -preguntó Brunetti-. ¿Como se ha venido haciendo durante tantos años?

– He dicho pararle los pies, y de una vez por todas -repitió Paola recalcando las sílabas como quien habla a un sordo.

– Bien -dijo Brunetti-. Ojalá lo consigas.

Sorprendido, oyó a Paola contestarle con una cita de la Biblia:

– «Pero ay del que escandalizare a alguno de esos pequeños que creen en mí; más le valiera al tal que le atasen al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar…»

– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó Brunetti.

– Mateo, capítulo dieciséis, versículo seis.

Brunetti meneó la cabeza.

– Tiene gracia que precisamente tú me salgas con una cita bíblica.

– Hasta al diablo se le reconoce esa potestad -respondió ella, pero por primera vez sonreía y su sonrisa despejó el ambiente.

– Bien; confiemos en que tu padre pueda hacer algo. -Brunetti casi esperaba oírla replicar que no había nada que su padre no pudiera hacer, y entonces descubrió con sorpresa que, por lo menos él, ya empezaba a creerlo así.

Como si la mención del padre le hubiera hecho recordar algo, Paola dijo:

– Ha llamado mi madre y me ha dicho que te diga que es un banquero.

Brunetti, momentáneamente desconcertado, preguntó:

– ¿Quién es un banquero?

– El amante de la contessa Crivoni. -Al ver que Brunetti ya comprendía, prosiguió-: Fue a ver a una de sus compañeras de bridge, que le dijo que hace años que se entienden. Y que, al parecer, el marido lo sabía.

– ¿Que lo sabía? -preguntó Brunetti con franca sorpresa.

– Él prefería a los jovencitos.

– ¿Y tú lo crees?

– Al parecer, el marido les servía de tapadera. No tenían motivos para desear su muerte, supongo.

Brunetti movía la cabeza negativamente, pero lo creía. Entonces habló a su mujer del berrinche de Patta y de la orden de que se le retirara la protección a Maria Testa, y no disimuló su convicción de que la fuente de esta orden eran el padre Pio y los poderes que lo apoyaban.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Paola cuando él acabó su explicación.

– He hablado con Vianello. Tiene un amigo que trabaja de celador en el hospital y ha accedido a vigilarla durante el día.

– No es gran cosa, ¿verdad? -dijo ella-. ¿Y por la noche?

– Vianello se ha ofrecido, yo no se lo he pedido, Paola, se ha ofrecido él, a estar allí a partir de medianoche.

– ¿Lo que quiere decir que tú estarás de cuatro a ocho?

Brunetti asintió.

– ¿Cuánto tiempo va a durar esto?

Brunetti se encogió de hombros.

– Hasta que se decidan a actuar, imagino.

– ¿Y cuándo será?

– Depende de lo asustados que estén. O de cuánto crean que ella sabe.

– ¿Crees que es el padre Pio?

Brunetti siempre había tratado de evitar dar el nombre de la persona de quien sospechaba, y esta vez trató de ser fiel a la norma, pero su mujer leyó la respuesta en su silencio. Ella se levantó.

– Si vas a estar en pie toda la noche, ¿por qué no duermes ahora un poco?

– «Una esposa es el mayor tesoro del marido, su compañera, su puntal. Una viña sin cerca puede ser arrasada; un hombre sin esposa se convierte en un vagabundo indefenso», citó él, contento de haberle ganado, por una vez, en el juego del que era maestra.

Ella no pudo disimular la sorpresa ni tampoco el gozo.

– ¿Así que es verdad?

– ¿El qué?

– Que el diablo puede citar las Escrituras.

Aquella noche, Brunetti volvió a abandonar el cálido nido de su cama y se vistió con el sonido de la lluvia en los oídos, que seguía cayendo sobre la ciudad. Paola abrió los ojos, besó el aire en dirección a él y volvió a dormirse inmediatamente. Esta vez, él se acordó de las botas pero no llevó paraguas para Vianello.

En el hospital, una vez más, los dos hombres salieron al pasillo a hablar, pero era muy poco lo que tenían que decirse. Aquella tarde, el teniente Scarpa había hablado con Vianello y le había repetido las órdenes de Patta sobre el servicio. Al igual que Patta, nada había dicho acerca de lo que hicieran los hombres en su tiempo libre, lo que había animado a Vianello a hablar con Gravini, Pucetti y el contrito Alvise, y todos se habían ofrecido a repartirse la vigilancia diurna. Pucetti había quedado en relevar a Brunetti a las seis.

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