«Después de la restitución de las sumas entregadas por su madre a Pio Cavaletti, mi cliente ha decidido retirar su demanda por fraude.»
«A causa de la información llegada a nuestra sede, se ha decidido apartar al padre Pio Cavaletti de la orden del Opus Dei. Visto el contenido de la carta que se acompaña, se ha decidido no emprender contra él acción alguna, ni eclesiástica ni civil, pero su expulsión es irrevocable.»
Una vez leídas las tres hojas, Brunetti levantó la mirada:
– ¿Qué deduce de esto, signorina ?
– Deduzco lo que hay, dottore.
– ¿Y es…?
– Extorsión. -Hizo una pausa y agregó-: Reconozco que me sorprende que lo expulsaran.
Brunetti asintió y preguntó:
– ¿De dónde han salido estas cartas?
– La segunda y la tercera, de los archivos del Patriarca.
– ¿Y la primera?
– De fuente fidedigna -fue toda la explicación que ella le dio y -advirtió Brunetti- toda la que le pensaba dar.
– Acepto su palabra, signorina.
– Gracias -dijo ella, magnánima.
– He leído cosas acerca del Opus Dei -empezó Brunetti- ¿Sabe el amigo de su amiga, el que está en el Patriarcado, si son muy…? -Brunetti iba a decir «poderosos» pero algo parecido a la superstición se lo impidió-. Quiero decir si tienen mucha presencia en esta ciudad.
– Dice que es muy difícil estar seguro de quiénes son ni de qué hacen, especialmente, en Italia. Pero no duda de que su poder es muy real.
– Eso viene a ser lo que la gente solía decir de las brujas, signorina.
Ella arqueó las cejas con una mezcla de escepticismo y asentimiento y movió la cabeza afirmativamente.
– Y todo podría acabar en lo mismo, gente que se inclina a creer lo peor dondequiera que se insinúa un secreto.
Con evidente renuencia, ella dijo:
– Es posible.
– No creí que tuviera tanta prevención contra la religión -dijo él.
– Esto no tiene nada que ver con la religión -repuso ella secamente.
– ¿No? -hizo él, sorprendido.
– Esto tiene que ver con el poder.
Brunetti meditó un momento.
– Sí; imagino que sí.
Con voz más sosegada, la signorina Elettra dijo:
– El vicequestore me ha pedido que le diga que la visita del jefe de policía suizo ha sido aplazada.
Brunetti casi no la oía.
– Es lo que dice mi mujer. -Al ver que ella no le seguía, agregó, a modo de explicación-: Sobre el poder. -Y, cuando ella entendió, él preguntó-: Perdone, ¿qué decía del vicequestore ?
– Se ha aplazado la visita del jefe de policía suizo.
– Ah, lo había olvidado por completo. Gracias, signo rina. -Sin añadir palabra, él puso la carpeta encima de la mesa y volvió a su despacho en busca del abrigo. Mientras subía la escalera, Brunetti pensaba en lo fácil que es ceder a la tendencia nacional de ver intrigas y grandes confabulaciones por doquier y pasar por alto al malvado aislado que se te cruza en el camino. ¡Cuánto más fácil es culpar a un sistema que a un individuo!
Esta vez le abrió la puerta un hombre de mediana edad, vestido -supuso Brunetti- con hábito monacal pero que en realidad parecía disfrazado con unas faldas chapuceras. Cuando Brunetti le expuso su deseo de hablar con el padre Pio, el portero juntó las manos e inclinó la cabeza sin decir palabra y condujo al visitante por el patio, en el que hoy no se veía al jardinero y el perfume de las lilas era aún más penetrante. Dentro de la casa, el dulce aroma de las flores se mezclaba con los olores del incienso y la cera. Por el pasillo, adelantaron a un hombre joven que andaba en su misma dirección. Los dos religiosos se saludaron con un silencioso movimiento de cabeza que a Brunetti le pareció mera afectación piadosa.
El hombre, al que Brunetti consideraba ya el hipócrita mudo, se paró delante de la puerta del despacho del padre Pio y, con un movimiento de la cabeza, indicó a Brunetti que podía pasar. Cuando éste entró, sin molestarse en llamar, encontró las ventanas cerradas y observó que de la pared del fondo colgaba un Jesús crucificado, imagen que desagradaba a Brunetti de modo especial.
Minutos después, se abrió la puerta y entró en el despacho el padre Pio. Tal como Brunetti recordaba, aquel hombre llevaba el hábito con soltura, como si se sintiera cómodo con él. Una vez más, llamaron la atención de Brunetti los labios carnosos, pero, al igual que en su visita anterior, advirtió que la personalidad de aquel hombre residía en los ojos, entre verdes y grises, vivos e inteligentes.
– Celebro volver a verlo, comisario -dijo el sacerdote-. Gracias por su mensaje. La recuperación de suor Immacolata es sin duda la respuesta a nuestras plegarias.
Brunetti dominó la tentación de empezar la conversación pidiendo que se ahorrara la retórica de la hipocresía religiosa y se limitó a decir:
– Me gustaría que me respondiera a unas cuantas preguntas más.
– Con mucho gusto. Siempre y cuando, como ya le dije, ello no me obligue a divulgar información sagrada. -Brunetti notó que, aun sin dejar de sonreír, el sacerdote había advertido la diferente actitud de Brunetti.
– No; no creo que esta información sea en modo alguno privilegiada.
– Bien. Pero, ante todo, no hay razón para seguir de pie. Vamos por lo menos a buscar la comodidad. -El sacerdote condujo a Brunetti a los dos sillones de la otra vez y, ladeándose el hábito con soltura, se sentó, buscó con la mano derecha el rosario debajo de la escápula y se puso a pasar las cuentas entre los dedos-. ¿Qué desea saber, comisario?
– Me gustaría que me hablara de su trabajo en la residencia.
Cavaletti rió brevemente entre dientes y dijo:
– Yo no lo llamaría así, dottore. Yo actúo como capellán de los pacientes y de parte del personal. Acercar a la gente a su Creador es un gozo, no es trabajo. -Desvió la mirada hacia el otro lado de la habitación, pero no sin antes notar la falta de reacción de Brunetti a esta manifestación.
– ¿Usted los confiesa?
– No estoy seguro de si eso es una pregunta o una afirmación, comisario -dijo Cavaletti con una sonrisa, como si tratara de quitar de sus palabras todo asomo de sarcasmo.
– Es una pregunta.
– Entonces se la contestaré. -Su sonrisa era indulgente-. Sí; oigo las confesiones de los pacientes y también las de una parte del personal. Es una gran responsabilidad. Especialmente, por lo que a las confesiones de los ancianos se refiere.
– ¿Y eso, padre?
– Porque ellos están más próximos a su hora, al final de sus días en este mundo.
– Comprendo -dijo Brunetti y, sin solución de continuidad, como si la pregunta fuera consecuencia lógica de la anterior respuesta, dijo-: ¿Tiene usted una cuenta en la sucursal de Lugano de la Union de Banque Suisse?
Los labios seguían curvados en plácida sonrisa, pero Brunetti observaba los ojos, que se entornaron imperceptiblemente, sólo un instante.
– Qué extraña pregunta -dijo Cavaletti juntando las cejas con evidente confusión-. ¿Qué tiene eso que ver con las confesiones de los ancianos?
– Eso precisamente es lo que trato de descubrir, padre.
– Sigue siendo una pregunta extraña.
– ¿Tiene usted una cuenta en la sucursal en Lugano de la Union de Banque Suisse?
El padre pasó una cuenta del rosario y dijo:
– Sí, la tengo. Parte de mi familia vive en el Ticino, y yo los visito dos o tres veces al año. Me parece más práctico tener dinero allí que llevarlo encima en mis viajes.
– ¿Cuánto dinero tiene en esa cuenta, padre?
Cavaletti miró a lo lejos, sumando, y finalmente contestó:
– Aproximadamente, mil francos. -Y agregó, servicial-: Viene a ser un millón de liras.
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