Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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– Nosotros, por lo menos, no llegamos a tanto -dijo Brunetti, tratando de infundirle, con una sonrisa, este consuelo mínimo.

– Todavía no -dijo ella, volviéndose hacia uno de los lectores que se había acercado a su escritorio.

Fuera, en la Piazza, Brunetti se paró a mirar el bacino de San Marcos, luego se volvió y se quedó contemplando las ridículas cúpulas de la basílica. Había leído que en California hay un lugar al que las golondrinas regresan todos los años en la misma fecha. ¿El día de san José? Aquí venía a ocurrir lo mismo: la segunda semana de marzo, reaparecían los turistas, guiados por una brújula interior que los traía precisamente a estas orillas. Cada año venían en mayor número y cada año la ciudad se hacía más hospitalaria para ellos, en detrimento de sus habitantes. Las fruterías cerraban, las zapaterías cesaban en el negocio y eran sustituidas por tiendas que vendían máscaras, encaje hecho a máquina y góndolas de plástico.

Brunetti reconoció uno de sus accesos de mal humor, exacerbado éste por su tropezón con el Opus Dei, y como sabía que, para disiparlo, nada mejor que caminar, enfiló la Riva degli Schiavoni, con el agua a su derecha y los hoteles a su izquierda. Cuando llegó al primer puente, caminando a buen paso al sol de la media tarde, ya se sentía mejor. Y entonces, al ver las gaviotas aletear vigorosamente a ras de agua, sintió el corazón muy ligero, como si también él fuera a levantar el vuelo hacia San Giorgio, tras un vaporetto.

Un indicador de dirección del Ospedale San Giovanni e Paolo lo decidió y, a los veinte minutos, estaba allí. La enfermera encargada de la planta a la que había sido trasladada Maria Testa le dijo que no se había producido ningún cambio en su estado, y que se encontraba en una habitación particular, la número 317, al fondo del pasillo, a la derecha.

Junto a la puerta de la habitación 317, Brunetti encontró una silla y, en el asiento, el último número de To polino, abierto. Sin pararse a pensarlo ni a llamar, Brunetti abrió la puerta y entró. Una vez dentro, instintivamente se situó al lado de la puerta que aún estaba cerrándose, mientras sus ojos registraban la habitación.

En la cama, cubierta por la manta, había una figura de la que partían tubos que iban a recipientes de plástico, unos colgados de soportes altos y otros puestos en el suelo. El grueso vendaje del hombro seguía en su sitio, lo mismo que el de la cabeza. Pero la persona que Brunetti vio al acercarse a la cama parecía diferente: la nariz, afilada como el pico de un ave, los ojos hundidos y un cuerpo que casi no abultaba, de lo mucho que había adelgazado en sólo unos días.

Brunetti, lo mismo que la última vez, miraba fijamente aquella cara por si algo podía revelarle. La mujer respiraba lentamente, con unos intervalos tan largos que a cada exhalación Brunetti temía que fuera la última.

Miró la habitación y no vio flores, ni libros, ni vestigio de compañía humana. A Brunetti le chocó esto, y le pareció muy triste: una mujer tan joven, con toda una vida ante sí, atada a una cama de hospital, sin poder hacer más que respirar y sin que, al parecer, hubiera en el mundo alguien a quien importara que esta vida se truncara.

En la silla del pasillo estaba ahora Alvise, absorto de nuevo en la lectura, de la que no se molestó en levantar la mirada cuando salió Brunetti.

– Alvise.

El agente alzó la cara abstraído y, al reconocer al comisario, se puso en pie de un salto y saludó, sin soltar la revista de historietas.

– ¿Sí, señor?

– ¿Dónde estaba?

– He bajado a tomar un café porque se me cerraban los ojos, comisario. No quería dormir, no fuera a entrar alguien en la habitación.

– ¿Y no se le ha ocurrido, Alvise, que podía entrar alguien mientras usted no estaba?

Si Alvise hubiera sido el intrépido Cortés, mudo, en lo alto de un pico de Darien, no hubiera sido mayor su estupor.

– Pero antes hubieran tenido que saber que yo no estaba.

Brunetti no dijo nada a esto.

– ¿No le parece, comisario?

– ¿Quién le ha asignado este servicio, Alvise?

– En la oficina hay una lista, comisario, nos turnamos.

– ¿A qué hora lo relevan?

Alvise dejó caer la revista a la silla y miró el reloj.

– A las seis, comisario.

– ¿Quién lo sustituye?

– No lo sé, comisario. Yo sólo miro mis servicios.

– No quiero que se mueva de aquí hasta que lo releven.

– Sí, señor, quiero decir, no, señor.

– Alvise -dijo Brunetti acercando su cara a la del agente hasta oler el café y la grappa en el aliento de éste-, si vuelvo y lo encuentro sentado o leyendo o en algún sitio que no sea delante de esta puerta, será expulsado del cuerpo tan pronto que no tendrá tiempo ni de explicárselo a su enlace sindical. -Alvise fue a protestar, pero Brunetti lo cortó-: Una palabra, Alvise, una sola palabra y está acabado. -Brunetti dio media vuelta y se alejó sin ver el saludo del agente ni oírle susurrar, aterrado:

– Sí, señor.

Brunetti esperó hasta después de la cena para decir a Paola que en su investigación había surgido el Opus Dei. No lo demoró porque dudara de su discreción sino porque temía la inevitable pirotecnia de su reacción al oír este nombre. Ésta se produjo mucho después de la cena, cuando Raffi se había ido a su cuarto a terminar sus deberes de Griego y Chiara al suyo a leer, pero no por aplazada perdió ni un ápice de su fuerza explosiva.

– ¿El Opus Dei? ¿El Opus Dei? -La salva inicial cruzó la sala, desde donde ella estaba cosiendo un botón a una camisa de su marido, e impactó en Brunetti, retrepado en el sofá con los pies en la mesita de centro-. ¿El Opus Dei? -gritó otra vez, por si alguno de los chicos aún no lo había oído-. ¿El Opus Dei está metido en esas residencias? No es de extrañar que los viejos se mueran; probablemente, los matan para dedicar su dinero a convertir a salvajes paganos a la Santa Madre Iglesia. -Décadas de convivencia habían acostumbrado a Brunetti al radicalismo de la mayoría de las ideas de su mujer y también le habían enseñado que, en el tema de la Iglesia, se inflamaba de inmediato y pocas veces era lúcida. Pero nunca se equivocaba.

– No sé si está metido, Paola. Lo único que sé es lo que ha dicho el hermano de Miotti, de que se dice que el capellán es socio.

– ¿Y no te parece suficiente?

– ¿Suficiente para qué?

– Para arrestarlo.

– ¿Arrestarlo por qué, Paola? ¿Por discrepar de ti en materia de religión?

– No quieras dártelas de listo conmigo, Guido -amenazó ella, apuntándole con la aguja de coser, para demostrarle que hablaba completamente en serio.

– No pretendo dármelas de listo. Pero no puedo arrestar a un clérigo sólo porque hay rumores de que pertenece a una organización religiosa.

Por su silencio era evidente que Paola reconocía, aun a pesar suyo, que su marido llevaba razón, pero la energía con que clavó la aguja en el puño de la camisa indicaba lo mucho que ello le dolía.

– Ya sabes que son unos facinerosos que sólo buscan el poder -dijo.

– Puede que sí. Mucha gente lo cree así, pero no hay pruebas.

– Vamos, Guido, todo el mundo sabe lo que es el Opus Dei.

Él enderezó el tronco y puso una pierna encima de la otra.

– No estoy seguro.

– ¿Qué? -preguntó ella mirándolo airadamente.

– Creo que todo el mundo piensa que sabe lo que es el Opus Dei, pero, a fin de cuentas, es una sociedad secreta. Dudo que alguien ajeno a la organización sepa mucho de ella, ni de ellos. Por lo menos, algo seguro.

Brunetti observaba a Paola mientras ella reflexionaba, con la mano de la aguja quieta y los ojos fijos en la camisa. Aunque apasionada en el tema de la religión, también era una intelectual, y esto le hizo decirle levantando la cabeza para mirarlo:

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