Donna Leon - Aqua alta

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Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.

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Flavia, exasperada, saltó:

– Brett, ¿cuándo te dejarás de estupideces y te darás cuenta de lo que ocurrió? A mí no me importa lo tuyo con la japonesa, pero tú tienes que ver las cosas con claridad. Es tu vida lo que está en juego. -Acabó de hablar tan repentinamente como había empezado, se llevó la taza a los labios y, al encontrarla vacía, la dejó en la mesa con un golpe seco.

Se hizo un largo silencio hasta que, finalmente, Brunetti preguntó:

– ¿Cuándo pudo haberse hecho la sustitución?

– Después de la clausura de la exposición -dijo Brett con voz insegura.

Brunetti miró a Flavia que, en silencio, se contemplaba las manos cruzadas en el regazo.

Brett suspiró profundamente y dijo casi en un susurro:

– De acuerdo. De acuerdo. -Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se quedó mirando las gotas de lluvia que repicaban en el cristal de la claraboya. Al fin dijo-: Ella vino a supervisar la operación de embalado. Tenía que comprobar cada pieza antes de que la policía de aduanas italiana sellara cada caja y luego la jaula.

– ¿Ella hubiera reconocido una falsificación? -preguntó Brunetti.

La respuesta de Brett tardó en llegar.

– Sí; ella hubiera visto la diferencia. -Durante un momento, él pensó que iba a decir más, pero calló. Miraba la lluvia.

– ¿Cuánto tardarían en embalarlo todo?

Brett reflexionó un momento antes de contestar:

– Cuatro o cinco días.

– ¿Y entonces qué? ¿Adonde fueron las jaulas?

– Fueron a Roma con Alitalia, pero se quedaron allí más de una semana porque en el aeropuerto había huelga. De Roma fueron a Nueva York, donde la aduana americana las retuvo. Finalmente, fueron embarcadas en un avión de las líneas aéreas chinas y llevadas a Pekín. Cada vez que las jaulas se cargaban y descargaban de un avión, se inspeccionaban los sellos y en los aeropuertos extranjeros había guardias que las vigilaban.

– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que las piezas salieron de Venecia hasta que llegaron a Pekín?

– Más de un mes.

– ¿Y cuánto, hasta que usted las vio?

Ella se revolvió en el sofá antes de contestar, y sin mirarle dijo:

– Como ya le he dicho, no volví a verlas hasta este invierno.

– ¿Dónde estaba usted cuando fueron embaladas?

– Ya se lo dije, en Nueva York.

– Conmigo -intervino Flavia-. Yo debutaba en el Met. Estrenábamos dos días antes de que la exposición se clausurara aquí. Pedí a Brett que me acompañara y ella vino.

Al fin Brett apartó la mirada de la lluvia y se volvió hacia Flavia.

– Y dejé que Matsuko se encargara del embarque. -Volvió a apoyar la cabeza en el sofá y a mirar las claraboyas-. Me fui a Nueva York para una semana y me quedé tres. Luego me fui a Pekín a esperar el embarque. Como no llegaba, volví a Nueva York y gestioné el despacho por la aduana de Estados Unidos. Pero entonces -agregó- decidí quedarme en Nueva York. Llamé a Matsuko para decirle que me retrasaría y ella se ofreció a ir a Pekín para revisar la colección cuando por fin llegara a China.

– ¿Ella tenía que examinar las piezas que componían la expedición? -preguntó Brunetti.

Brett asintió.

– Si usted hubiera estado en China, ¿hubiera desembalado la colección personalmente?

– Es lo que acabo de decirle -respondió Brett secamente.

– ¿Y hubiera descubierto la sustitución en aquel momento?

– Naturalmente.

– ¿Vio alguna de las piezas antes de este invierno?

– No. Cuando llegaron a China, desaparecieron en una especie de limbo burocrático durante seis meses, luego fueron exhibidas en unos almacenes y finalmente fueron devueltas a los museos que las habían prestado.

– ¿Y fue entonces cuando se dio cuenta de que no eran las mismas?

– Sí, y escribí a Semenzato. Fue hace unos tres meses. -Bruscamente, levantó la mano y golpeó el brazo del sofá-. Cerdos -dijo con la voz ahogada por el furor-. Cerdos canallas.

Flavia le puso la mano en la rodilla para calmarla.

Brett se volvió hacía ella y sin cambiar la voz le dijo:

– Flavia, no es tu carrera la que está arruinada. El público seguirá acudiendo a oírte cantar hagas lo que hagas, pero esa gente ha destruido diez años de mi vida. -Se interrumpió un momento y agregó, suavizando la voz-: Y toda la de Matsuko.

Cuando Flavia fue a protestar, prosiguió:

– Se acabó. Cuando los chinos se enteren, no me dejarán volver. Yo era responsable de esas piezas. Matsuko me trajo los papeles de Pekín y yo los firmé cuando regresé a Xian. Daba fe de que estaban todas y de que se hallaban en el mismo estado que cuando salieron del país. Hubiera debido estar allí comprobándolo todo, pero la envié a ella en mi lugar porque yo estaba en Nueva York contigo, oyéndote cantar. Y eso me ha costado mi carrera.

Brunetti miró a Flavia, la vio enrojecer ante la cólera creciente de Brett, vio la elegante línea que formaban hombro y brazo mientras miraba a Brett ladeando el cuerpo, contempló la curva de su cuello y su mentón. Quizá valía el sacrificio de una carrera.

– Los chinos no tienen por qué enterarse -dijo él.

– ¿Qué? -preguntaron las dos a la vez.

– ¿Dijo a esos amigos que hicieron las pruebas de qué eran las muestras? -preguntó a Brett.

– No. ¿Por qué?

– Entonces, al parecer, nosotros somos los únicos que saben lo ocurrido. Eso, a no ser que usted lo dijera a alguien en China.

Ella denegó con la cabeza.

– No se lo dije a nadie. Sólo a Semenzato.

Aquí intervino Flavia para decir:

– Y no hay que temer que él se lo dijera a alguien, aparte de la persona a la que los vendió.

– Pero yo tengo que decirlo -insistió Brett.

Brunetti y Flavia se miraron. Los dos sabían lo que había que hacer en este caso, y a ambos les costó un gran esfuerzo no exclamar: «¡Americanos!»

Flavia decidió explicárselo:

– Mientras los chinos no se enteren, tu carrera estará a salvo.

Para Brett fue como si Flavia no hubiera dicho nada.

– Esas piezas no se pueden exhibir. Son falsas.

– Brett -dijo Flavia-, ¿cuánto tiempo hace que han vuelto a China?

– Casi tres años.

– ¿Y nadie se ha dado cuenta de que no son auténticas?

– No -concedió Brett.

Aquí intervino Brunetti:

– Entonces no es probable que llegue a descubrirse. Además, podrían haberse sustituido en cualquier momento de los cuatro últimos años.

– Pero nosotros sabemos que no es así.

– Eso es precisamente lo que yo digo, cara . -Flavia decidió volver a explicárselo-. Aparte de los que robaron los vasos, nosotros somos los únicos que lo sabemos.

– Eso no importa -dijo Brett, alzando de nuevo la voz con indignación-. Además, antes o después alguien lo descubrirá.

– Y, cuanto más tarde en llegar ese momento, mejor para ti, menos probable será que asocien contigo lo ocurrido. -Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran efecto y agregó-: A no ser que quieras echar por la borda diez años de trabajo.

Brett estuvo mucho rato sin hablar. Los otros la observaban mientras ella consideraba todo lo dicho. Brunetti estudiaba su expresión y le parecía estar viendo la pugna entre sentimiento y razón. Cuando vio que ella iba a hablar, dijo impulsivamente:

– Claro que, si descubrimos quién mató a Semenzato, es probable que recuperemos los vasos originales. -No podía saberlo, pero había visto la cara de Brett y sabía que iba a negarse a callar.

– Pero, aunque así fuera, tendrían que volver a China, y eso es imposible.

– Imposible no -replicó Flavia riendo. Al comprender que Brunetti sería más receptivo, se volvió hacia él y explicó-: Las lecciones magistrales.

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