Donna Leon - Aqua alta

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Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.

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– ¿Queda alguna? -preguntó él.

– No, papá, era la última. -Él se encogió de hombros, pero no sin que una expresión de disgusto le asomara a la cara-. Siento habérmelas comido todas, papá. Pero hay naranjas. ¿Te pelo una?

– No, tesoro, no importa. Esperaré hasta la hora de cenar. -Ladeó el cuerpo hacia la derecha, tratando de ver la cocina-. ¿Dónde está la mamma ?

– En su estudio -dijo Chiara volviendo al libro-. Y de muy mal humor. No sé cuándo cenaremos.

– ¿Cómo sabes que está de mal humor?

Ella lo miró y luego puso los ojos en blanco.

– Papá, no seas tonto. No hay que ser un lince para darse cuenta. Ha dicho a Raffi que no podía ayudarle con los deberes y a mí me ha gritado porque esta mañana no he bajado la basura. -Chiara apoyó la barbilla en los puños mirando al libro-. Me revienta cuando se pone así.

– Últimamente tiene muchos problemas en la universidad, Chiara.

Ella volvió una página.

– Claro, tú siempre la defiendes. Pues te aseguro que es una lata.

– Hablaré con ella. A ver si consigo algo. -Los dos sabían que esto era poco probable, pero, siendo como eran los optimistas de la familia, se miraron sonriendo ante la posibilidad.

Ella volvió a encorvarse sobre el libro. Brunetti se inclinó, le dio un beso en la coronilla y salió de la sala, no sin encender la luz del techo. Al extremo del pasillo, se paró frente a la puerta del estudio de Paola. Hablar con ella casi nunca servía de algo, pero a veces escucharla daba resultado. Llamó a la puerta.

Avanti -gritó ella, y él empujó la puerta. Lo primero que observó, incluso antes de ver a Paola de pie delante de la vidriera de la terraza, fue el caos de la mesa. Papeles, libros y revistas esparcidos, unos abiertos, otros cerrados, unos metidos en otros marcando páginas. Había que ser muy iluso o muy miope para considerar a Paola una persona pulcra y ordenada, pero este revoltijo colmaba su ya de ordinario tolerante medida. Ella se volvió de espaldas a la vidriera y, al observar la forma en que él miraba la mesa, explicó:

– Estaba buscando una cosa.

– ¿A quién mató a Edwin Drood? -preguntó él, aludiendo a un artículo que ella se había pasado tres meses escribiendo el año anterior-. Creí que ya lo habías encontrado.

– Déjate de bromas, Guido -dijo ella con aquella voz que le salía cuando el humor de Guido era tan bien recibido como en una boda el antiguo novio de la desposada-. Me he pasado casi toda la tarde tratando de localizar una cita.

– ¿Para qué la necesitas?

– Para una clase. Quiero empezar con esa cita, y necesito decirles de dónde la he sacado, de modo que tengo que encontrar la fuente.

– ¿De quién es?

– Del Maestro -respondió ella, y Brunetti observó que se le empañaban los ojos, como le ocurría cada vez que se refería a Henry James. ¿Tendría sentido estar celoso?, se preguntaba. Celoso de un hombre que, por lo que Paola le había contado, no sólo fue incapaz de decidir cuál era su nacionalidad sino también cuál era su sexo.

Hacía veinte años que duraba esto. El Maestro había ido con ellos en el viaje de novios, estaba en el hospital cuando nacieron sus dos hijos y los acompañaba en todas las vacaciones. Henry James, fornido, flemático, poseedor de una prosa que había resultado impenetrable para Brunetti tantas veces como había intentado leerlo, tanto en inglés como en italiano, parecía ser el otro hombre de la vida de Paola.

– ¿Qué cita es?

– Es una frase que dijo siendo ya viejo, en respuesta a alguien que le preguntaba qué le había enseñado la experiencia.

Brunetti sabía lo que se esperaba de él ahora. Y procuró no defraudar.

– ¿Qué dijo? -preguntó.

– « Be kind and then be kind and then be kind .» *

La tentación resultó irresistible para Brunetti.

– ¿Con o sin comas?

Ella le lanzó una mirada torva. Evidentemente, no era momento para bromas y menos a costa del Maestro. En un intento por rehabilitarse a los ojos de su esposa, él dijo:

– Parece una cita un poco extraña para empezar una clase de literatura.

Ella vaciló entre hacer prevalecer la observación sobre las comas o pasar directamente a la siguiente. Afortunadamente para él, ya que aquella noche no quería quedarse sin cenar, su esposa respondió a la segunda.

– Mañana empezamos con Whitman y Dickinson, y yo esperaba que la cita sirviera para apaciguar a algunos de los más temibles de la clase.

Il piccolo marchesino ?-preguntó él, menospreciando con el diminutivo a Vittorio, vástago y heredero del marchese Francesco Bruscoli. Al parecer, Vittorio había sido persuadido de dar por concluida su asistencia a las universidades de Boloña, Padua y Ferrara y, hacía seis meses, había acabado en Cà Foscari, tratando de licenciarse en Filología Inglesa, no porque sintiera interés o entusiasmo por la literatura ni por algo que estuviera relacionado con la palabra escrita sino, simplemente, porque las nannies inglesas que lo cuidaban le habían enseñado el idioma.

– Es un pedazo de cerdo con una mente abyecta -dijo Paola con vehemencia-. Un vil degenerado.

– ¿Qué es lo que ha hecho ahora?

– Oh, Guido, no es lo que hace, sino lo que dice y cómo lo dice. Los comunistas, el aborto, los gays. No hay más que mencionar una de estas palabras para que se dispare como un torrente de lodo, diciendo que es una suerte que el comunismo haya sido derrotado en Europa, que el aborto es pecado mortal, que los gays… -Agitó la mano hacia la ventana, como si pidiera a los tejados que comprendieran-. Que habría que llevarlos a todos a campos de concentración y a los enfermos de sida, aislarlos. Hay momentos en los que de buena gana le daría una bofetada -agregó, volviendo a agitar la mano, pero terminando el movimiento, según advirtió ella misma, sin energía.

– ¿Cómo es que se habla de esas cosas en una clase de literatura, Paola?

– Ocurre pocas veces -admitió ella-, pero oigo lo que dicen de él otros profesores. Tú no lo conoces, ¿verdad?

– Conozco al padre.

– ¿Cómo es?

– Por lo visto, poco más o menos, lo mismo. Simpático, rico, guapo. Y nefasto.

– Eso es lo malo. Que es guapo y rico, y muchos de sus compañeros se mueren por andar por ahí con un marchese , aunque sea un mierdecita. Y lo imitan y repiten sus opiniones.

– Pero, ¿por qué te preocupa ahora?

– Porque mañana empezamos a estudiar a Whitman y a Dickinson, ya te lo he dicho.

Brunetti sabía que eran poetas; lo que había leído del primero no le había gustado y a Dickinson la encontraba difícil pero lo que había podido comprender le parecía magnífico. Movió la cabeza a derecha e izquierda, pidiendo explicación.

– Whitman era gay y Dickinson, probablemente, lesbiana.

– ¿Y eso no se ajusta a los cánones de conducta que il marchesino considera aceptables?

– Para decirlo con la mayor suavidad -respondió Paola-. Por eso quería empezar con esa cita.

– ¿Crees que pueda servir de algo?

– Probablemente, no -reconoció ella, sentándose a la mesa y empezando a ordenar el desbarajuste.

Brunetti se instaló en un sillón arrimado a la pared y extendió las piernas. Paola cerraba libros y apilaba revistas.

– Hoy he tenido una muestra de eso.

Ella interrumpió la tarea y lo miró.

– ¿A qué te refieres?

– A una persona a la que no le gustan los homosexuales. -Hizo una pausa y agregó-: Patta.

Paola cerró los ojos un segundo y preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

– ¿Te acuerdas de la dottoressa Lynch?

– ¿La norteamericana? ¿La que está en China?

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