Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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– Perdona que no haya ido a almorzar, pero he tenido que hacer varias llamadas.

– No importa. He almorzado con William Faulkner. Es un hombre muy interesante. -Con los años, habían llegado a considerar a sus visitantes de la hora del almuerzo auténticos invitados, y bromeaban acerca de los modales en la mesa del doctor Johnson (horripilantes), la conversación de Melville (picante) y lo que bebía Jane Austen (algo asombroso).

– Pero a cenar iré. Sólo tengo que hablar con un par de personas y esperar una llamada de Vicenza. -Como ella no decía nada, él especificó-: De la base militar norteamericana.

– Ah, ¿ésas tenemos? -dijo ella, dando a entender con su pregunta que ya estaba enterada del crimen y de la probable identidad de la víctima. El camarero se lo decía al cartero, que lo comentaba con la señora del segundo, que llamaba a su hermana y así toda la ciudad se enteraba de lo ocurrido mucho antes de que los periódicos publicaran ni una palabra o el telediario diera la noticia.

– Sí -dijo él.

– ¿A qué hora piensas llegar?

– Antes de las siete.

– Está bien. Ahora cuelgo, no sea que llegue esa llamada que esperas. -Él quería a Paola por muchas razones, y una de ellas era que ahora podía estar seguro de que éste era el verdadero motivo por el que ella cortaba la conversación. No había mensajes secretos ni agenda oculta en lo que decía.

– Gracias, Paola. Hasta las siete.

Ciao , Guido -y ella colgó, para volver a William Faulkner, dejándole libre para trabajar y libre también de todo remordimiento por las exigencias de su trabajo.

Eran casi las cinco, y los norteamericanos no llamaban. Brunetti se sintió tentado de llamarles, pero resistió el impulso. Si había desaparecido un soldado, tendrían que acudir a él. A fin de cuentas, hablando lisa y llanamente, él tenía al muerto.

Entre los informes de personal que aún le quedaban encima de la mesa buscó los de Luciani y Rossi. En ambos agregó de su puño y letra sendas anotaciones de que habían ido mucho más allá de lo que el deber les exigía al meterse en el canal para sacar el cadáver. En lugar de esperar un bote o utilizar pértigas, habían hecho algo que él no sabía si tendría el valor, o la voluntad, de hacer.

Sonó el teléfono.

– Brunetti.

– Aquí el capitán Duncan. Hemos indagado en todos los departamentos. Hoy ha faltado al trabajo una persona que se ajusta a su descripción. Hemos ido a investigar en su apartamento, pero no hay rastro de él. De modo que me gustaría enviar a alguien a ver a ese hombre.

– ¿Cuándo, capitán?

– Esta misma tarde, si es posible.

– Desde luego. ¿Cómo vendrá?

– ¿Cómo dice?

– Me gustaría saber si vendrá en tren o en coche, para que pueda enviar a alguien a recogerle.

– Ah -exclamó Duncan-. En coche.

– Pues le esperaremos en Piazzale Roma. Entrando, a mano derecha, hay un puesto de carabinieri .

– Bien. El coche estará aquí dentro de un cuarto de hora, de modo que habrán llegado antes de una hora, a eso de las seis y cuarto.

– Habrá una lancha esperando. Tendrá que ir al cementerio a identificar el cadáver. ¿Será alguien que conocía al hombre, capitán? -Brunetti sabía por experiencia lo difícil que era reconocer un cadáver por una fotografía.

– Sí; es su oficial superior en el hospital.

– ¿El hospital?

– El desaparecido es nuestro inspector del departamento de Higiene, el sargento Foster.

– ¿Podría darme el nombre del oficial que vendrá?

– Capitán Peters. Terry Peters. Pero, comisario -agregó Duncan-, es una mujer. -Había en su voz una audible autocomplacencia al puntualizar-: Y la capitán Peters es, además, médico.

Brunetti se preguntó si el otro esperaría que se desmayara porque los norteamericanos admitían a las mujeres en el ejército y, por si fuera poco, además les dejaban ser médicos. Optó por asumir el papel del clásico italiano que no puede resistirse al atractivo de todo lo que lleve faldas, aunque sean de un uniforme militar.

– Está bien, capitán. En tal caso, iré personalmente a recibir a la capitán Peters.

También quería hablar con el superior de Foster.

Duncan tardó unos segundos en contestar, pero no dijo más que:

– Muy amable, comisario. Diré a la capitán que pregunte por usted.

– Sí, conforme -dijo Brunetti, y colgó sin esperar a que el otro se despidiera. Ahora se daba cuenta, sin pesar, de que su tono había sido muy seco. Como solía ocurrirle, se había dejado dominar por el resentimiento que le producía algo que creía percibir de modo subliminal. En el pasado, tanto durante los seminarios de la Interpol a los que asistían norteamericanos como durante los tres meses de un cursillo que había seguido en Washington, frecuentemente se había tropezado con este «sentido nacional» de superioridad moral, esta creencia, tan generalizada entre los norteamericanos, de que habían sido elegidos para servir de faro de moralidad en un mundo sumido en las tinieblas del error. Quizá no era así en este caso, quizá había interpretado mal el tono de Duncan, y lo único que pretendía el capitán era evitarle un momento de desconcierto. En tal caso, su reacción habría servido para alimentar los prejuicios que pudiera tener el capitán acerca de los italianos impulsivos y quisquillosos.

Sacudiendo la cabeza con un gesto de contrariedad, pulsó la línea exterior y a continuación el número de su casa.

Pronto -respondió Paola a la tercera señal.

– Esta vez te llamo para avisar -dijo él sin preámbulos.

– Es decir, que llegarás tarde.

– Tengo que ir a Piazzale Roma a recibir a un capitán estadounidense que viene de Vicenza a identificar el cadáver. No creo que me retrase demasiado, no serán mucho más de las nueve. Ella llegará a eso de las siete.

– ¿Ella?

– Sí, «ella» -dijo Brunetti-. Ésa fue también mi reacción. Y, además, es médico.

– El mundo está lleno de prodigios -dijo Paola-. Capitán y médico. Pues más le valdrá ser buena en lo uno y lo otro, porque por su culpa te perderás hígado con polenta. -Era uno de sus platos favoritos, y seguramente su mujer lo había hecho porque él se había saltado el almuerzo.

– Lo tomaré cuando llegue.

– Está bien. Daré la cena a los niños y te esperaré.

– Gracias, Paola. No tardaré.

– Te espero -dijo ella, y colgó.

Cuando la línea quedó libre, él llamó al segundo piso y preguntó si había vuelto Bonsuan. El piloto acababa de llegar, y Brunetti pidió que le enviaran a su despacho.

A los pocos minutos, Danilo Bonsuan entraba en el despacho de Brunetti. Era un hombre robusto, de facciones toscas, con aspecto del que vive sobre el agua pero nunca pensaría en beberla. Brunetti señaló la silla que estaba delante de su escritorio. Bonsuan se sentó con la rigidez que imprimía en sus movimientos el reuma acumulado durante las décadas pasadas en los barcos.

Brunetti le conocía lo suficiente como para no esperar que hablase sin ser preguntado, no porque fuera reacio a colaborar sino, simplemente, porque no tenía costumbre de hablar si no lo exigía alguna finalidad práctica.

– Danilo, la mujer vio el cadáver a las cinco y media, es decir, con la marea baja. El doctor Rizzardi dice que había estado en el agua cinco o seis horas, que es el tiempo que llevaba muerto. -Brunetti hizo una pausa, para dar al hombre tiempo de visualizar mentalmente los canales contiguos al hospital-. En el canal en el que ha aparecido el hombre no hemos encontrado arma alguna.

Bonsuan no se molestó en comentar esto. Nadie se desprendería de un buen cuchillo.

Brunetti lo dio por dicho y agregó:

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