Donna Leon - El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos…
Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia.
El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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Brunetti comprendió. No habría más; de nada serviría insistir.

– Gracias -dijo.

– ¿Qué crees que significa?

– No sé. Tendré que pensarlo. -Entonces decidió pedir al conde otro favor-. Además, tengo que encontrar a una persona.

– ¿A quién?

– Un tal Palmieri, un asesino a sueldo, o algo que se le parece mucho.

– ¿Qué tiene que ver con Paola? -preguntó el conde.

– Podría tener que ver con el asesinato de Mitri.

– ¿Palmieri?

– Sí. Ruggiero. Creo que es de Portogruaro. Pero lo último que sé de él lo sitúa en Padua. ¿Por qué?

– Yo conozco a mucha gente, Guido. Veré lo que puedo averiguar.

Durante un momento, Brunetti se sintió tentado de pedir al conde que tuviera cuidado, pero nadie llega a donde había llegado él sin hacer de la prudencia un hábito.

– Ayer hablé con Paola -dijo Falier-. Parece estar bien.

– Sí. -Brunetti, consciente de pronto de lo mezquinas que parecían sus palabras, dijo-: Si lo que empiezo a sospechar es verdad, ella no habrá tenido nada que ver con la muerte de Mitri.

– Claro que no ha tenido nada que ver -fue la respuesta inmediata-. Aquella noche estaba contigo.

Brunetti reprimió su primera reacción y respondió serenamente.

– Me refiero en el sentido que le daría ella, no como lo entenderíamos nosotros: el de que su acto indujo a alguien a cometer el asesinato.

– Aunque así fuera… -empezó el conde, pero entonces, bruscamente, desistió de argumentar sobre el caso hipotético y dijo en su tono de voz normal-: Yo en tu lugar trataría de averiguar qué asuntos tenía él con todos esos países.

– Así lo haré. -Y Brunetti, con una cortés despedida, colgó el teléfono.

Kenia, Egipto y Sri Lanka sufrían estallidos de violencia, pero nada que hubiera leído Brunetti hacía pensar que existiera una causa común, ya que cada grupo parecía tener objetivos totalmente distintos. ¿Materias primas? Brunetti no sabía sobre aquellos países lo suficiente como para adivinar qué podían poseer que necesitara el voraz Occidente.

Miró el reloj y vio que eran más de las seis, hora en que todo un comisario, en especial un comisario que estaba todavía en situación de baja administrativa, podía irse a su casa.

Por el camino seguía dando vueltas al caso y hubo un momento en que hasta se paró y sacó del bolsillo la lista de países para volver a leerla. Entró en Antico Dolo y pidió una copa de vino y una ración de sepia que, absorto como estaba, apenas saboreó.

Antes de las siete, llegaba a un hogar vacío. Entró en el estudio de Paola, sacó el atlas y se sentó en el raído sofá con el libro abierto en las rodillas, contemplando los mapas multicolores de las distintas regiones. Se hundió un poco más en el sofá y apoyó la cabeza en el respaldo.

Así lo encontró Paola media hora después, profundamente dormido. Lo llamó una vez, y luego otra, pero no se despertó hasta que ella se sentó a su lado.

Dormir de día siempre lo atontaba y le dejaba un extraño sabor de boca.

– ¿Qué haces con eso? -preguntó ella dándole un beso en la oreja y señalando el libro.

– Sri Lanka. Y aquí Bangladesh, Egipto, Kenia, Costa de Marfil y Nigeria -dijo él volviendo las páginas lentamente.

– A ver si lo adivino: ¿el itinerario de nuestro segundo viaje de luna de miel por las grandes capitales de la pobreza? -sonrió ella. Y, al verle sonreír a su vez, prosiguió-: ¿Y yo seré la dama espléndida que arrojará puñados de monedas a la población local mientras visitamos los monumentos?

– Es interesante -dijo Brunetti cerrando el libro pero conservándolo sobre las rodillas-. Que también tú, de entrada, hayas pensado en la pobreza.

– En la mayoría de esos países es la característica principal, además de los disturbios. -Hizo una pausa y añadió-: Y el Imodium barato.

– ¿Cómo?

– ¿Recuerdas cuando estábamos en Egipto y tuvimos que comprar Imodium?

Brunetti recordó el viaje que habían hecho a Egipto diez años atrás, durante el cual los dos habían sufrido fuerte diarrea y subsistido durante días a base de yogur, arroz e Imodium.

– Sí -contestó él, aunque no recordaba este detalle.

– Sin receta, sin preguntas y barato, barato, barato. De haber llevado una lista de todas las cosas que toman mis amistades neuróticas, hubiera podido hacer mis compras de Navidad para cinco años. -Al observar que él no seguía la broma, ella miró otra vez el atlas-. Pero, ¿por qué te interesan esos países?

– Mitri recibía dinero de ellos, fuertes sumas. O sus empresas. No sé quién era el beneficiario, porque todo iba a Suiza.

– ¿No es donde acaba siempre el dinero? -preguntó ella con un suspiro de cansancio.

Él ahuyentó el pensamiento de aquellos países y puso el atlas a su lado en el sofá.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó.

– Hoy cenan con mis padres.

– ¿Quieres que salgamos?

– ¿Estás dispuesto a sacarme otra vez, a dejar que te vean conmigo? -preguntó ella con ligereza.

Brunetti, que no estaba seguro de hasta dónde bromeaba, respondió escuetamente:

– Sí.

– ¿Adónde?

– Donde tú quieras.

Ella se recostó a su lado, estirando las piernas junto a las de él.

– Lejos no. ¿Una pizza en el Due Colonne?

– ¿A qué hora vuelven los niños? -preguntó él poniendo su mano sobre la de ella.

– No será antes de las diez -respondió ella mirando su reloj.

– Bien -dijo Brunetti llevándose a los labios la mano de su mujer.

22

Ni aquel día ni al siguiente averiguó Brunetti algo acerca de Palmieri. En Il Gazzettino apareció un artículo en el que se señalaba que no se había adelantado nada en el caso Mitri, pero no se mencionaba a Paola, de lo que Brunetti dedujo que su suegro, efectivamente, habría hablado con sus conocidos. La prensa nacional también callaba. Al poco, once personas morían abrasadas en la cámara de oxígeno de un hospital de Milán, y el asesinato de Mitri cayó de las páginas de la prensa, desplazado por las denuncias contra todo el sistema sanitario italiano.

La signorina Elettra cumplió su palabra y entregó a Brunetti tres páginas de información sobre Sandro Bonaventura. Él y su esposa tenían dos hijos, ambos, en la universidad, una casa en Padua y un apartamento en Castelfranco Veneto. La fábrica, Interfar, como había dicho Bonaventura, estaba a nombre de su hermana. El importe de la compra, realizada hacía año y medio, había sido pagado un día después de que se retirara una fuerte suma de la cuenta de Mitri en un banco veneciano.

Bonaventura había sido gerente de una de las fábricas de su cuñado hasta que se hizo cargo de la dirección de la que poseía su hermana. Y esto era todo. Un caso típico de éxito profesional, clase media.

Al tercer día, un hombre fue detenido al atracar la oficina de Correos de campo San Polo. Tras cinco horas de interrogatorio, confesó ser el atracador del banco de campo San Luca. Era el hombre cuya foto había identificado Iacovantuono y al que, después de la muerte de su esposa, no había querido reconocer. Brunetti bajó a ver al atracador a través del cristal de la sala de interrogatorios. Era un individuo bajo y grueso, de pelo castaño y escaso; el hombre al que Iacovantuono describió la segunda vez era pelirrojo y pesaba veinte kilos menos.

Brunetti volvió a su despacho, llamó a Negri, de Treviso, el que llevaba el caso de la signora Iacovantuono -el caso que no era tal caso- y le dijo que habían arrestado al atracador del banco, que en nada se parecía al hombre que Iacovantuono había identificado la segunda vez.

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