Donna Leon - Malas artes

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Una estudiante acude al comisario Brunetti para pedirle consejo: ¿hay alguna forma legal de limpiar el buen nombre de su familia, mancillado por un crimen que cometió muchos años atrás su ya fallecido abuelo? Impresionado por su belleza e inteligencia, pero incapaz de ayudarla, Brunetti casi olvida el asunto hasta que la joven aparece asesinada en su apartamento. La investigación de este crimen transporta al infatigable comisario a la Segunda Guerra Mundial, cuando los judíos italianos fueron sistemáticamente despojados de sus obras de arte por parte de los nazis y sus colaboradores. A medida que Brunetti va desenterrando secretos de colaboracionismo, crimen organizado y explotación, se da cuenta de que se está adentrando en una época que los italianos, empezando por su propio padre y su suegro, el conde Orazio, tienen especial interés en ocultar. Los fantasmas del pasado son enemigos más peligrosos de lo que cabe imaginar.

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Pasó aquel día y luego otro. La tía de Claudia asediaba la questura a preguntas y peticiones de entrega del cadáver para su traslado y sepultura en Inglaterra, pero no había forma de hacer que la burocracia cursara el permiso necesario, y el cadáver seguía en Venecia. Al tercer día, Brunetti descubrió que ya pensaba en «el cadáver» en lugar de «la muchacha» y, a partir de aquel momento, dejó de leer los faxes de la tía. La signorina Elettra fue enviada a Milán, a un cursillo de nuevos malabarismos informáticos, y su ausencia intensificó la apatía que se había abatido sobre la questura. La signora Jacobs fue enterrada en la sección protestante del cementerio, pero Brunetti no asistió al entierro. Sí ordenó que un equipo fuera al apartamento a fotografiar y hacer el inventario de las obras de arte.

Así seguían las cosas cuando, una mañana, al ponerse una americana que no llevaba desde hacía una semana, Brunetti metió la mano en el bolsillo y sus dedos tropezaron con la llave de la casa de la signora Jacobs. No tenía etiqueta ni llavero, pero la reconoció al momento y, como hacía una hermosa mañana y recordaba que cerca de San Boldo había una pasticceria muy buena, decidió llegarse hasta allí, desayunarse con un café y un brioche, devolver la llave, hablar un momento con el tabaccaio y tomar el vaporetto hasta la questura.

El brioche justificaba plenamente el paseo: estaba crujiente y blandito a la vez, y relleno de más mermelada de la que desearía una persona corriente, es decir, lo justo para satisfacer a Brunetti. Sintiéndose virtuoso por haber resistido la tentación de pedir otro brioche, salió a la calle, pasó por delante de la casa de la signora Jacobs y entró en el estanco.

El hombre que estaba detrás del mostrador pareció alarmarse al verlo y, antes de que Brunetti pudiera hablar, dijo:

– Ya lo sé, ya lo sé, debí llamarlo. Pero no quería crearle problemas a esa mujer. Es muy buena persona.

Brunetti, aunque no menos sorprendido que el estanquero, supo disimular y respondió con calma:

– No lo dudo. Pero aun así debió usted llamarnos. Podría haber sido importante. -Mantenía la voz serena, como si ya supiera todo lo que el hombre pudiera decirle, pero deseara oírlo de sus propios labios. Sacó la llave y la sostuvo en alto, como si fuera la pista que lo había llevado hasta allí, para oír su declaración completa.

El estanquero dejó caer los brazos a los costados del cuerpo y apretó los puños, para indicar que por nada del mundo aceptaría aquella llave.

– No; no la quiero. -Movió la cabeza de derecha a izquierda para dar más énfasis a la negativa-. Guárdela usted. Al fin y al cabo, ha sido la causa de todo el lío, ¿no?

Brunetti asintió y guardó la llave en el bolsillo de la americana. No sabía qué actitud tomar, aunque percibía que lo que sentía aquel hombre no era más que turbación por no haber hecho lo que fuera que hubiera debido hacer en relación con aquella mujer, quienquiera que fuera.

– ¿Por qué no nos llamó? Al fin y al cabo, ¿qué problemas podía ocasionarle a ella? -preguntó, confiando en que sus palabras fueran lo bastante tranquilizadoras como para inducir al hombre a hablar.

– Es una ilegal. Trabaja sin papeles. Tenía miedo de que, si ustedes lo descubrían, la expulsaran del país.

Brunetti se permitió una sonrisa.

– No creo que haya peligro de eso, a no ser que haga algo… -Iba a decir que no había peligro a menos que la mujer, quienquiera que fuese, hiciera algo delictivo, pero prefirió no ofrecer al hombre ni siquiera esta escapatoria, y terminó-: Algo estúpido.

– Ya lo sé, ya lo sé -dijo el hombre alzando las manos y empezando a gesticular-. No hay más que ver a todos esos albaneses, que hacen lo que les da la gana, que roban y matan a todo el que se les pone por delante, y a nadie se le ocurre expulsarlos, hijos de puta.

Brunetti se relajó y asintió, como si estuviera de acuerdo con la opinión del estanquero sobre los albaneses.

– Ya sé que toda esa pobre gente vive en un infierno, pero por lo menos que vengan a trabajar, como trabajamos los demás. Como Salima. Ni siquiera es cristiana, pero trabaja como la que más. Y la signora, que en paz descanse, siempre decía que era de toda confianza, que podías darle a guardar diez millones de liras durante una semana y que no tenías necesidad de contarlas cuando te las devolvía. -El hombre se quedó pensativo un momento-. Me gustaría que viniera a trabajar para mí, pero tiene miedo de las autoridades. No quiere hacer nada para conseguir papeles. No he podido convencerla de que lo intente. Sabe Dios lo que le habrá pasado en África.

– Quizá tenga miedo de que la arresten -apuntó Brunetti, hablando como si él fuera totalmente ajeno al cuerpo de policía.

– Justo. Y por eso me da la impresión de que habrá tenido problemas, o en su país o al llegar aquí.

Brunetti meneó la cabeza con gesto de conmiseración; seguía sin tener ni idea de dónde desembocaría todo este caudal de información.

– Imagino que tendrá usted que hablar con ella, ¿no? -dijo el hombre-. Por lo de las llaves.

– Me temo que sí -admitió Brunetti, como si le pesara.

– Por eso debí llamarlos -dijo el hombre-. Sabía que antes o después tendrían que hablar con ella. Pero no podía hacerle eso, no podía llamarlos sin avisarla. Pero, si la avisaba, se hubiera asustado.

– Comprendo -dijo Brunetti y, por lo menos en parte, así era. En su trabajo, no trataba con inmigrantes ilegales, pero conocía sus problemas; sus compañeros le contaban lo que muchas de aquellas personas habían sufrido a manos no ya de la policía de su propio país sino de la de éste, al que habían escapado en busca de mejor vida. La extorsión, la violencia y la violación no cesaban en la frontera, por lo que, si esta mujer recelaba de la policía, es decir, de Brunetti, sus razones debía de tener. A pesar de todo, él debía hablar con ella. De las llaves y de la signora Jacobs.

– Quizá, si usted me acompaña, resulte más fácil -sugirió Brunetti-. ¿Vive cerca?

– Por aquí he de tener la dirección -dijo el hombre, inclinándose para abrir un cajón bajo. Sacó una delgada carpeta y, después de humedecerse un dedo con la lengua, empezó a pasar hojas. En la séptima encontró lo que buscaba-: Aquí está. San Polo, 2365. Cae por campo San Stin. -Miró a Brunetti ladeando la cabeza en muda interrogación.

Sin saber si con el gesto el hombre le preguntaba si conocía las señas, si aún deseaba que lo acompañara o si quería ir ahora mismo, Brunetti asintió a todo. Sin la menor resistencia, y quizá incluso con curiosidad por ver en qué paraba todo aquello, el hombre sacó un manojo de llaves del bolsillo, salió de detrás del mostrador, cerró la tienda y se reunió con Brunetti, que lo esperaba en la calle.

Durante los pocos minutos que tardaron en llegar a campo San Stin, el tabaccaio, que se llamaba Mario Mingardo, contó que su esposa había encontrado a Salima cuando la mujer que hacía la limpieza en casa de su madre y en la de la signora Jacobs se fue a vivir a Treviso y tuvo que buscarle sustituta. No encontraba a nadie hasta que una vecina le habló de la mujer que limpiaba en su casa, que era negra, africana, pero muy limpia y trabajadora. De aquello hacía dos años y, desde entonces, Salima había entrado a formar parte de sus vidas.

– No sé mucho de ella -dijo Mingardo-, aparte de lo que dice mi suegra, y la signora.

– ¿Tiene familia?

– Creo que sí, en su país. Pero nunca habla de ellos.

Cruzaron el Rio di Sant'Agostin y enseguida salieron al campo.

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