Sara Paretsky - Marcas de Fuego

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Varios hoteles se incendian en el Chicago de las muchas razas e infinitas tramas. Nadie sabe por qué. ¿Algo huele a corrupción? Victoria Warshawski, la elegante, dura y original detective protagonista de las novelas de Sara Paretsky, jamás rehúye una causa noble, sobre todo si se trata de evitar la explotación de cualquier minoría étnica y de esa gran mayoría marginada que constituyen las mujeres.

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Pasé mis esquemas a máquina en la vieja Olivetti de mi madre. Si no podía pagarme una ayudante, tal vez debería al menos gastarme unos cuantos miles en un sistema de publicación de despacho. Por otra parte, la energía que necesitaba para usar el teclado de la Olivetti me fortalecía las muñecas.

Eran un poco más de las seis cuando terminé de escribir a máquina. Rebusqué en mis cajones una carpeta de papel manila para mis gráficos. Como no encontré una nueva, vacié el contenido del archivo de seguros sobre la mesa y embutí dentro mis documentos. Ahora la mesa parecía el vertedero municipal cuando los camiones acaban de descargar. Podía imaginarme a Peter mirándola, arrugando la cara con una mueca prepotente. Tal vez el estar comprometida con la verdad, la justicia y el "American Way of Life" no implicaba necesariamente el trabajar en condiciones miserables.

Volví a meter los papeles de seguros en su archivo y lo llevé al archivador, donde encontré una sección sobre gastos de empresa que parecía lo suficientemente afín. Con una grata sensación de virtud, inserté "seguros" entre "reclamaciones" y "siniestros". Llegada a ese punto, ojeé la correspondencia de dos semanas acumulada sobre la mesa, firmé unos cuantos cheques, rellené algunos documentos y rompí algunas circulares. Casi debajo de toda la pila encontré un grueso sobre blanco del tamaño de una invitación de boda con la divisa "Mujeres del Condado de Cook por un Gobierno Abierto" grabada en cursiva en el borde superior izquierdo.

Estaba a punto de tirarlo cuando de repente me di cuenta de lo que era: en un arranque de locura había aceptado apoyar una campaña política de recaudación de fondos. Marissa Duncan y yo habíamos trabajado juntas en el bufete de un abogado de oficio hacía una eternidad o dos. Era una de esas personas que viven y mueren por la política, tanto en el despacho como en la calle, y ella elegía cuidadosamente sus temas. Había sido activa en nuestra campaña para sindicarnos en la oficina del abogado, por ejemplo, pero se había cuidado de no involucrarse en los temas tocantes al aborto: no quería que nada le fuera un lastre si decidía presentarse a algún puesto público.

Había dejado al abogado de oficio hacía unos años para trabajar en la desastrosa campaña de Jane Byrne por la alcaldía; ahora tenía un agradable empleo en una importante firma de relaciones públicas especializada en vender candidatos. Sólo me telefonea cuando está planeando alguna gran campaña. Cuando me llamó cuatro semanas atrás, acababa de terminar un espinoso trabajo para un fabricante de rodamientos de Kankakee. Me había pillado flotando en esa agradable sensación provocada por la combinación de una buena demostración de competencia y un abultado cheque.

– Una gran noticia -dijo entusiasta, haciendo caso omiso de mi tibio "hola"-: Boots Meagher va a patrocinar una colecta de fondos para Rosalyn Fuentes.

– Gracias por decírmelo -dije educadamente-. No tendré que comprar el Star por la mañana.

– Desde luego, siempre has tenido un gran sentido del humor, Vic. Los políticos no pueden darse el lujo de decirte que para ellos eres como un grano en el culo. Pero esto es de verdad emocionante. Es la primera vez que Boots respalda a una mujer con un acto público. Va a dar una fiesta en su casa de Streamwood. Será una magnífica ocasión para ver al candidato, y para conocer a algunos de los miembros de la Junta del condado. Todo el mundo estará allí. Puede que hasta se pasen por ahí Rostenkowski y Dixon.

– Me da un vuelco el corazón sólo de pensarlo. ¿A cuánto vendes las participaciones?

– A quinientos las de miembro patrocinador.

– Eso me viene grande. Además, creí que habías dicho que Meagher la estaba patrocinando -objeté, sólo por incordiar.

Un matiz de impaciencia terminó por filtrarse en su voz.

– Vic, ya sabes cómo funciona: quinientos para salir en la lista de patrocinadores del programa, doscientos cincuenta para ser colaborador, y cien para entrar.

– Lo siento, Marissa. No van por ahí mis tiros. Y además, no soy tan entusiasta de Boots -su verdadero nombre era Donnel. Le pusieron ese apodo cuando los reformistas del 72 creyeron poder sacar a los hombres de Daley de las listas del condado. Habían propuesto a algún pobre don nadie muy formal cuyo nombre ni siquiera recuerdo, con el eslogan de "Que le den la patada [1]a Meagher". Cuando las influencias de Daley consiguieron que el pez gordo fuese reelegido con una victoria arrolladora, sus partidarios gritaron en la fiesta de celebración en el Bismarck: "Boots, Boots", cuando él apareció, y desde entonces ya nunca se le llamó de otro modo.

Marissa dijo muy seria:

– Vic, necesitamos más mujeres aquí. Si no, parecerá que Roz se ha vendido a Boots y perderemos gran parte de nuestro apoyo de base. Y, aunque ya no estés con el abogado, tu nombre sigue inspirando mucho respeto en las mujeres de por aquí.

En pocas palabras, para abreviar la historia, utilizó la adulación, el activo de Fuentes en favor del libre albedrío, y mi culpabilidad por haberme apartado desde hacía tiempo de la acción política, para convencerme de ser patrocinadora. Y además tenía un cheque de dos mil dólares que me sonreía desde mi mesa.

El grueso sobre blanco contenía la invitación, un programa y un sobre respuesta para mis doscientos cincuenta dólares. Marissa había garabateado en el programa con su enorme letra infantil: "Tengo muchísimas ganas de volver a verte".

Hojeé el folleto para ver la lista de los patrocinadores y colaboradores. Una vez que aceptó encargarse de la colecta de fondos, Boots había ido por todos lados echando mano de los demócratas de siempre. O tal vez se trataba del trabajo de Marissa. En las páginas resplandecían los nombres de jueces, de diputados, de senadores y de directores de grandes firmas. Hacia el final de la lista de patrocinadores estaba mi nombre. De alguna antigua agenda o partida de nacimiento Marissa había sacado mi segundo nombre de pila. Cuando vi el "Ifigenia" saltándome a los ojos, estuve a punto de llamarla y de retirar mi apoyo: procuro que la locura que le dio a mi madre de llamarme así siga siendo un secreto sólo conocido por la familia.

La función era el siguiente domingo. Consulté mi reloj: las siete y cuarto. Podía llamar a Marissa y aún tenía tiempo de llegar a Tesoros Visibles.

Aunque era tarde, aún estaba en su oficina. Intentó parecer encantada de oírme, pero no lo consiguió del todo: Marissa me prefiere cuando le hago algún favor.

– ¿Lista para el domingo, Vic?

– ¡Ya lo creo! -dije con entusiasmo-. ¿Qué hay que ponerse? ¿Vaqueros o traje de noche?

Se relajó.

– Oh, es informal, una barbacoa, ¿sabes? Yo llevaré un vestido seguramente, pero los vaqueros irán muy bien.

– ¿Viene Rosty? Dijiste que tal vez.

– No. Pero estará la jefa de su oficina de Chicago, Cindy Mathiessen.

– Estupendo -adopté el tono de una jefa de animadoras-. Quiero hablar con ella de las Torres Presidenciales.

El recelo volvió a oírse en la voz de Marissa al instante, al preguntarme por qué quería discutir sobre el complejo.

– Las viviendas de ocupación individual -dije muy seriamente-. Sabes, unas ocho mil viviendas se perdieron cuando despejaron la zona para construir las Torres. Tengo una tía, sabes -le expliqué lo de Elena y el incendio-. Así que no me siento muy entusiasta respecto a Boots, ni a Rosty, ni a ninguno de los demás demócratas locales, desde que ando con el problema de encontrarle alojamiento. Pero estoy segura de que si saco la conversación con… ¿cómo has dicho que se llamaba?… ¿Cindy? Si lo comento con Cindy, es posible que ella pueda ayudarme.

Me pareció que el teléfono vibraba con el sonido de los engranajes que giraban en la cabeza de Marissa. Finalmente dijo:

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