– ¡Bobby! -la voz se me quebró-. Tienes que venir. Tengo a una mujer mayor con una herida de bala y a Louisa Djiak con alguna droga horrible metida en el cuerpo, y tres matones al acecho en el exterior. Te necesito -al fin captó la angustia de mi voz. Apuntó las direcciones para llegar a la fábrica y colgó antes de que pudiera añadir nada más.
Quedé unos momentos con la cabeza entre las manos, sin otro deseo que tumbarme en el suelo y llorar. En vez de eso hice el esfuerzo de ponerme en pie, sacar el cargador medio lleno, y meter otro entero.
Chigwell había llevado a su hermana a la salita de reconocimiento para vendarle el brazo. Fui hacia allí para observar a Louisa. Mientras me encontraba a su lado, sus ojos parpadearon y se abrieron.
– ¿Gabriella? -dijo con voz cascada-. Gabriella, ya sabía que no me olvidarías en mis desgracias.
Louisa volvió a dormirse mientras yo sostenía su mano en la mía. Cuando sus débiles dedos se aflojaron me volví hacia Chigwell y le pregunté iracunda qué le había dado.
– Sólo… sólo un sedante -dijo, chupándose los labios nerviosamente-. Es sólo morfina. Pasará el próximo día durmiendo, nada más.
Desde su asiento de la mesa la Srta. Chigwell le dirigió una mirada abrasadora de desdén, pero parecía estar en exceso agotada para expresar con palabras sus sentimientos. Le preparé un camastro en la salita de reconocimiento pero pertenecía a una generación demasiado púdica para tumbarse en público. Por el contrario, permaneció erguida en la vieja silla de oficina, cerrándosele los párpados, con la tez empalidecida.
La fatiga se mezclaba con la tensión de la espera produciéndome un frenesí de nerviosa irritación. No hacía más que verificar mis barricadas, pasar a la salita para escuchar la respiración corta y resollante de Louisa, otra vez a la oficina para ver cómo iba la Srta. Chigwell.
Por último me dirigí al médico, concentrando toda mi febril energía en arrancarle la información que tenía. Era una historia breve y nada edificante. Había trabajado tantos años en los análisis de sangre de Xerxes que había logrado olvidar un detalle insignificante: no estaba comunicando a los interesados que en su opinión podían estar enfermando. Cuando aparecí yo haciendo preguntas sobre Pankowski y Ferraro, se había asustado. Y cuando aparecieron los reporteros enviados por Murray se había aterrado del todo. ¿Y si se descubría la verdad? No sólo significaría demandas por haber actuado contra la ética profesional, sino horribles humillaciones a manos de Clio: jamás le permitiría olvidar que nunca había estado a la altura de su padre. Aquel comentario le mereció la única, y fugaz, simpatía que sentí por él; tenía que ser un infierno convivir con la feroz ética de su hermana.
Cuando fracasó su intento de suicidio, el médico no supo qué hacer. Entonces había llamado a Jurshak: Chigwell le conocía de su período de trabajo en Chicago Sur. Si Chigwell les prestara un sencillo servicio, conseguirían que las pruebas contra él fueran suprimidas.
No tenía elección, murmuró, dirigiéndose a mí, no a su hermana. Cuando supo que lo único que querían de él es que le suministrara a Louisa Djiak un sedante fuerte y se ocupara de ella en la fábrica durante unas pocas horas, no tuvo inconveniente en acceder. No le pregunté qué había pensado sobre tener que dar el paso siguiente y ponerle una inyección mortal.
– ¿Pero por qué? -inquirí-. ¿Por qué montar semejante charada para empezar, si no iban a informar de los resultados a los empleados?
– Humboldt me dio instrucciones de que lo hiciera -balbució, mirándose las manos.
– ¡Eso ya me lo imaginaba sin que me lo dijera! -respondí con brusquedad-. ¿Pero por qué demonios le pidió que lo hiciera?
– Tenía… esto… tenía que ver con el seguro -farfulló casi sin abrir la boca.
– Desembucha, Curtís. No te vas a ir de aquí hasta que me entere, de modo que cuanto antes mejor.
Miró a su hermana de soslayo, pero ella seguía pálida y quieta, absorta en su propia nube de agotamiento.
– El seguro -insistí.
– Veíamos… Humboldt sabía… que teníamos demasiadas bajas por enfermedad, que eran muchas las personas que estaban perdiendo horas de trabajo. Primero nuestro seguro médico empezó a subir, a subir mucho, y después Seguros Ajax nos rechazó y tuvimos que buscar otra compañía. Cuando hicieron su estudio, nos dijeron que nuestros riesgos eran excesivos.
Me quedé boquiabierta.
– Entonces pidieron a Jurshak que actuara como agencia garante y manipulara los datos para poder demostrar a otra compañía que eran asegurables.
– Era sólo para ganar tiempo mientras averiguábamos dónde estaba el problema y lo enmendábamos. Fue entonces cuando empezamos a hacer los análisis de sangre.
– ¿Y qué pasaba en cuanto a la indemnización al trabajador?
– Nada. Ninguna de las enfermedades era indemnizable.
– ¿Porque no tenían origen laboral? -las sienes me dolían con el esfuerzo de seguir aquella abstrusa historia-. Pero sí lo tenían. Estaba demostrando que lo tenían por los análisis de sangre.
– De ningún modo, joven -durante unos instantes se impuso su lado pomposo- Los datos no establecieron la causalidad. Simplemente nos permitieron hacer proyecciones de los gastos médicos y el rendimiento probable de la mano de obra.
Yo estaba demasiado estupefacta para hablar. Las palabras le salían tan fácilmente que tenía que haberlas pronunciado mil veces en reuniones de comisiones o ante la junta directiva. Veamos simplemente qué costes va a suponer la fuerza de trabajo si sabemos que el X por ciento de los trabajadores estarán enfermos una fracción Y de tiempo. Elaboremos diferentes proyecciones de costes, a mano, una pesadez antes de los ordenadores. Y entonces a alguien se le ocurre una idea brillante: vamos a reunir datos directos y lo sabremos con seguridad.
La enormidad de todo el plan me despertó una rabia homicida. El áspero jadeo de Louisa al fondo añadía ardor a mi furia. Hubiera querido matar a Chigwell de un tiro allí mismo, y después marchar a la Costa de Oro y despachar a Humboldt. Ese canalla. Ese asesino cínico, inhumano. La cólera me invadió como una ola, haciéndome llorar.
– De modo que nadie recibía la debida cobertura médica o de vida simplemente para ahorraros unos cuantos dólares miserables.
– Algunos sí la recibieron -susurró Chigwell-. Suficiente para evitar que determinadas personas hicieran preguntas. Esa mujer de ahí, por ejemplo. Jurshak dijo que conocía a su familia y por eso se sentía obligado a ocuparse de ella.
Ante aquello estaba realmente dispuesta a asesinar, pero un movimiento de la Srta. Chigwell captó mi atención. Su rostro macilento no se había alterado, pero al parecer había estado escuchando, no obstante su aparente lejanía. Intentó levantar una mano para detenerme, pero le fallaron las fuerzas. Sin embargo, dijo, con un hilo de voz:
– Lo que estás contando es demasiado infame para hablar de ello, Curtís. Mañana trataremos sobre qué medidas vamos a tomar. No podemos seguir viviendo juntos después de esto.
El médico volvió a desinflarse, hundiéndose en sí mismo sin decir palabra. Probablemente no era capaz de pensar más allá de esta noche, con su amenaza de arresto y encarcelamiento. Tal vez otros horrores estuvieran intensificando la palidez grisácea que le rodeaba la boca, pero no creía que fuera así: no creía que tuviera imaginación suficiente para representarse lo que realmente había estado haciendo en Xerxes en su función de médico. Quizá el hecho de que le pusiera en la calle de una patada la hermana que siempre le había protegido fuera castigo bastante; tal vez aquello le haría más daño que ninguna otra cosa.
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