Ellery Queen - El Cadáver Fugitivo

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`Heredera que huye, padre implacable, madre angustiada, novio en un aprieto. ¿Qué más se puede pedir para empezar?`. Pues aún hay más: una escritora empeñada en contar una buena historia, un hombre dedicado a la adoración del cuerpo, a quien le diagnotican un cáncer, quizás, un impostor, un cadáver fugitivo y un detective kantiano de los que piensan que la razón pura es el bien esencial para descubrir las trampas de este caótico mundo.

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Excepto por la omisión de que había descubierto a Nikki encerrada con el muerto, el relato de Ellery Queen fue exacto. Estaba exasperado por la forma en que ella le había engañado. Quería decirle ciertas cosas. Había subido las escaleras. La chica esa, Porter, no estaba en la oficina del doctor Rogers, así que había mirado ahí dentro y se había encontrado a Braun con la garganta degollada. Sabía que su padre se dirigía hacia acá y había pensado que era mejor no decir nada hasta la llegada del inspector. Había estado de guardia -o, mejor, había hecho guardia sentado- en el escritorio. [4]

– Mal asunto -dijo el inspector Queen. Se fue a la puerta del vestíbulo y bramó-: ¡Velie! ¡Sube aquí, vago!

Los detectives, los hombres encargados de tomar las huellas dactilares, los fotógrafos, habían venido, habían hecho su trabajo y se habían ido antes de que el doctor Samuel Prouty, médico forense auxiliar, hubiese llegado a la Casa de Salud. Amigo del inspector Queen desde hacía muchos años, Prouty era un individuo sombrío, sarcástico y cadavérico que se quejaba continuamente de tener mucho trabajo, no sin razón. Tenía manía personal a todas las víctimas de asesinato.

A las cinco entró en el dormitorio de Braun, saludó agriamente con la cabeza al inspector y al sargento Velie, ignoró a Ellery y echó una mirada fulminante al cuerpo de John Braun. Se sacó la colilla de un cigarro fría y mal fumada de entre los dientes y la sostuvo a dos pulgadas de su boca.

– Bueno, ahora ¿qué quieren de mí, Simon Legree? -le soltó el doctor Prouty al inspector-. ¿Para qué me arrastraron hasta aquí arriba?

– Deja de gruñir y ponte a trabajar, Saín -dijo el inspector Queen.

– Pensé que por una vez en mi vida podría irme a casa a ver a mi esposa y a mis chicos. Pero, ¡ah, no! ¡Otro idiota que se hace quitar de en medio! -se colocó la punta del cigarro en un extremo de la boca y miró otra vez al cadáver-. Degollado. Arteria cortada. Adiós.

– ¡Espera un minuto! -exclamó el inspector-. ¡No puedes dejarlo así, buitre!

– ¡Un ciego podría ver que se desangró hasta la muerte, y tú me haces venir hasta Spuyten Duyvil!

– ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

Prouty palpó las manos, las piernas, los brazos y examinó la sangre coagulada.

– Unas dos horas -miro su reloj-. Murió alrededor de las tres.

El inspector se volvió a Ellery.

– ¿Qué hora era cuando llegaste aquí, Ellery?

– Después de las tres, alrededor de las tres y cuarto.

Prouty miró a Ellery como si no se hubiese dado cuenta antes de su presencia. Gruñó.

– Tendrás que hacer una autopsia, Sam -dijo el inspector Queen.

– ¿Para qué quieres una autopsia? -gruñó Prouty-. Un ciego podría ver…

– Que fue asesinado.

– ¡Oh, madre de todos los hombres! -gritó Prouty piadosamente-. ¡Madre de todos los hombres! ¿Qué te crees que soy, un caballo de tiro?

– Quiero que busques veneno -dijo el inspector-. A lo mejor alguien le dio arsénico y le cortó el cuello por deporte.

– Bien, yo no trabajo esta noche. Eso seguro. Me dedicaré a ello mañana por la mañana.

– Tenemos prisa esta vez, Sam.

– ¡Esta vez! Siempre estáis corriendo. Date prisa tú si quieres. Yo tengo una partida de póquer esta noche. Bill y Jerry me sacaron dieciséis dólares la última semana. Hoy me voy a tomar la revancha. ¡Trata de impedirlo!

– Primera cosa por la mañana, Doc -dijo el inspector Queen.

Prouty gruñó.

– Aquí está la orden de levantamiento.

– Lo pueden trasladar a una camilla y cubrirlo con una sábana. Pero dejen el cuerpo aquí por ahora, por el efecto moral que tendrá sobre la gente mientras los interrogo.

– Como quieras. Yo me voy ahora -dijo Prouty, y se dirigió a la puerta. Mientras salía respiró-. ¡Caray, por poco si no salgo de ésta!

A las seis en punto, Cornelia Mullins, Rocky Taylor y Zachary estaban sentados en el dormitorio de Braun. Dando la espalda a la habitación, Ellery Queen miraba por la ventana. El sargento Velie estaba apoyado en la puerta que daba al estudio. Sentado a la mesa en forma de riñón, el inspector Queen miro el cuerpo cubierto de John Braun situado sobre la camilla al pie de la cama, y luego observó inquisitivamente a las tres personas que estaban ante él, de las que creía que cualquiera había tenido tanto el motivo para matar a Braun como la oportunidad de llevarlo a efecto.

Por el momento parecían ansiosos y aturdidos, mostrando claramente la prueba que había constituido para ellos el interrogatorio continuo del inspector. Zachary retorcía nerviosamente un montón de papeles que había enrollado en un apretado cilindro. Cornelia miraba a Rocky Taylor, mientras éste jugueteaba con su brillante anillo de diamantes al tiempo que parecía evitar sus ojos.

– La señora Braun me ha dicho -decía el inspector- que era intención de su marido acabar con este negocio, y que había hecho un nuevo testamento esta tarde.

– No estamos negando eso -dijo Zachary rápidamente.

– ¿Y tampoco están negando que son ustedes los únicos que se beneficiarían de la desaparición del nuevo testamento, dejando en todo su valor el viejo? En resumen, todos ustedes se beneficiaban con el viejo testamento, que el señor Zachary encontró sano y salvo en la oficina; pero eran excluidos del último testamento, que ha desaparecido junto con el arma asesina.

Continuaron en silencio.

– Ahora consideremos sus coartadas. Señor Zachary, ¿usted dice que estaba abajo, en su oficina, haciendo las cuentas?

Zachary sacudió la cabeza.

– Eso es. Eso es exactamente.

– Pero no hay nadie que apoye su declaración -dijo el inspector-. Y ustedes, señor Taylor y señorita Mullins, aseguran que cuando ustedes abandonaron esta habitación esta tarde se fueron a pasear por los alrededores.

– Caminamos hacia el río -dijo Rocky Taylor.

– Y no vieron a nadie y nadie les vio a ustedes.

– Estamos diciendo la verdad -protestó Cornelia Mullins, echándose hacia atrás con nerviosismo un mechón de pelo rubio.

– Seguro -dijo el inspector-. ¿Cuánto tiempo llevan prometidos?

– ¿Prometidos? ¡Oh, sí!, varios años -dijo Rocky Taylor.

– Eso es todo por ahora. Ninguno puede dejar el establecimiento sin mi permiso.

Mientras desfilaban fuera de la habitación, el inspector hizo un gesto a Jim Rogers para que entrase en el dormitorio desde el estudio, donde había estado esperando.

– Doctor Rogers -dijo después de que Velie hubo cerrado la puerta-, la recepcionista me ha dicho que una tal señorita Porter, señorita Nikki Porter, vino a verle esta tarde antes del asesinato. ¿Por qué no mencionó haberla visto?

– No la vi -dijo Rogers-. Ni tan siquiera sabía que había estado aquí cuando usted me interrogó por primera vez. No lo supe hasta que me encontré con la señorita Braun en el centro, en la alcaldía, y me dijo lo que había sucedido en el apartamento de Nikki.

– Ya veo -dijo el inspector Queen-. Eso es todo -se volvió hacia el sargento-: Velie, diga a la señorita Norris que quiero verla.

La recepcionista, al entrar en la habitación, miró el cadáver de John Braun cubierto por la sábana. Luego miró rápidamente hacia otro lado.

– Señorita Norris, ¿a qué hora se fue la chica que vino a ver al doctor Rogers? -preguntó el inspector.

– No sé, señor. No la vi marcharse.

– ¿No le parece extraño que se fuese sin que usted la viese?

– No, señor. Frecuentemente debo abandonar mi escritorio. Por entonces la señora Braun me llamó.

Ellery Queen estaba en tensión. Continuó mirando por la ventana. Se preguntaba cuánto tiempo seguiría el viejo esa pista.

– ¿Qué quería la señora Braun?

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