Sophie Hannah - Matar de Amor

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Desde hace tres años, Naomi Jenkins conserva un secreto que no piensa desvelar a nadie. Ni siquiera a Robert, su amante, un transportista casado con el que todos los días se encuentra a la misma hora en el mismo motel de siempre. Pero un día Robert no acude a la cita y Naomi decide buscarlo en su casa. A pesar de que el camión está allí, aparcado, ella sospecha que ha ocurrido algo terrible. Sobre todo cuando la esposa de su amante la descubre merodeando por el jardín y le asegura que a partir de ahora las dos estarán mejor sin él. Desesperada, Naomi recurre a la policía para denunciar su desaparición y decide convencerles de que Robert es un psicópata sexual y de que ella podrá ayudarles en la pesquisa, al fin y al cabo, solo necesita indagar en la intimidad de su secreto…
En su nueva novela, Sophie Hannah ofrece un caleidoscopio inquietante de las complejas relaciones entre hombres y mujeres. Una trama en la que, bajo su aparente arquitectura policial, la autora de No es mi hija despliega el mapa de los vínculos marcados por la locura, la obsesión y el miedo.

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Tú lo entenderías. En el Traveltel, antes de meterte en la cama, dejas tu ropa cuidadosamente colgada en la parte de atrás del sofá. Nunca he visto un calcetín tuyo tirado en el suelo. Cuando se lo conté a Yvon, arrugó la nariz y dijo que le parecías un obseso. Le dije que no se trataba de eso; si pensaba así, estaba en un error. Es algo que haces con calma, aunque también con rapidez. Debes haber practicado mucho, porque siempre haces que parezca algo casual que tu ropa quede exactamente paralela al sofá.

¿Recuerdas que una vez te dije que, en el caso de que Yvon desapareciera, la policía podría hacer una lista de todo lo que había comido recientemente sin ningún problema? Ahora que tú has desaparecido, pensar en eso me pone los pelos de punta. Pero es verdad. Las escamas rosadas y secas pegadas en el fondo de la sartén apuntarían claramente a que había cenado salmón la noche antes. Y una sartén con grasa pegada y restos chamuscados sería la prueba de que había tomado salchichas para almorzar.

Me dijiste que debería insistir en que limpiara. Cuando lo hago, me acusa de ser una tirana: «Te estás convirtiendo en un monstruo», me dice, sacando a regañadientes un envase de leche que lleva tres semanas en la nevera.

Ahora ya estoy muy acostumbrada a ello, habituada a mi actitud de nadie-va-a-librarse-de-nada; no creo que pueda cambiarla. Me he convertido -al principio deliberadamente, aunque muy pronto dejó de suponer un esfuerzo-en alguien que transforma cualquier nadería en un problema. «Déjate llevar», me dice siempre Yvon. Pero, para mí, dejarse llevar significa dirigirme obedientemente, a punta de cuchillo, hacia el coche de un desconocido.

Si no me hubiera convertido en un monstruo es posible que aquel día, en la gasolinera, no hubieras reparado en mí. No sé hasta qué punto oíste o presenciaste la discusión. Nunca he conseguido sacarte ninguna información significativa, como si aquel día también habías ido a comer allí. Quizás estabas en la tienda, al otro lado del pasillo, y sólo apareciste al oírme gritar. Me gustaría saberlo, porque me encanta la historia de cómo nos conocimos y quiero saberla al detalle.

Yo iba a visitar a una posible clienta, una anciana que buscaba a alguien que le restaurara un reloj de sol en forma de cubo que tenía en su jardín; me dijo que era del siglo XVIII y que estaba en muy mal estado. Le dije que lo que yo solía hacer básicamente eran encargos originales y que me dedicaba muy poco a la restauración, pero la noté tan abatida que transigí y acepté ir a echarle un vistazo. En cuanto salí me di cuenta de que estaba hambrienta y me detuve en el área de servicio de Rawndesley East.

Nadie en su sano juicio espera comer bien en un área de servicio, y estaba preparada para que el pollo, las patatas y los guisantes estuvieran fríos, grasientos e insípidos. Yo no soy como tú; de vez en cuando no me importa comer algo mediocre. La comida basura puede resultar reconfortante. Pero, en aquella ocasión, lo que me sirvieron en una bandeja era ofensivo. ¿Lo viste? ¿Estabas lo bastante cerca como para echarle un vistazo?

El pollo era de color gris y apestaba como un cubo de basura que nunca hubieran lavado. Su olor me provocó arcadas. Le dije al camarero que aquella comida estaba pasada. El puso los ojos en blanco, como si yo fuera una clienta conflictiva, y me dijo que ni siquiera lo había probado. Si sabía mal, añadió, podía devolverlo y él me serviría otro plato, pero no estaba dispuesto a llevárselo cuando ni siquiera lo había probado. Le dije que quería hablar con el encargado; de mala gana, me dijo que él estaba a cargo de todo, porque su jefe aún no había llegado.

– ¿Y cuándo llegará? -le pregunté.

– No volverá antes de dos horas.

– Estupendo. Entonces esperaré. Y cuando llegue su jefe, le diré que le despida.

– Haga lo que quiera.

Aquel hombre se encogió de hombros. Se llamaba Bruce Doherty: lo decía su placa.

– ¡Sólo tiene que echar un vistazo a este pollo para saber que está malo! ¡Está podrido! Si no me cree, pruébelo.

– No, gracias -dijo, con una sonrisa de suficiencia.

Me tomé aquello como si admitiera que el pollo estaba pasado y que él lo sabía; se estaba regodeando en ello, demostrándome que le daba igual.

– ¡Voy a asegurarme de que le despidan, gilipollas! -le grité a la cara-. ¿Y qué va a hacer entonces? ¿Va a trabajar como neurocirujano? ¿O como científico espacial? No, puede que trabaje en algo que encaja más con su talento: ¿limpiar la mierda de los servicios u ofrecer su culo a los hombres de negocios que pasan por aquí?

Él me ignoró. Detrás de mí había gente haciendo cola; se volvió hacia la primera persona que estaba esperando y dijo:

– Siento todo esto. ¿Qué le pongo?

– Mire, estoy muy ocupada -le dije-. Lo único que quiero es un plato que no sea puro veneno.

Una mujer de mediana edad vestida de forma desaliñada que estaba esperando a que la sirvieran me tocó el brazo.

– Allí hay niños -me dijo, señalando una mesa que estaba al otro lado del comedor. Me deshice de su mano.

– Estupendo -dije-. Niños que, si dependiera de usted, de él y de toda la gente que hay aquí, ¡comerían pollo podrido y morirían de disentería!

Después de eso, todos me dejaron en paz. Llamé a la mujer a la que iba a visitar por lo del reloj de sol y le dije que me había entretenido. Entonces me senté a la mesa más próxima a la barra, con mi bandeja de comida nauseabunda frente a mí, esperando a que llegara el encargado. Sentía la rabia hirviendo en mi interior, pero creo que conseguí parecer tranquila. No puedo controlarlo todo, pero sí lograr que ningún desconocido adivine cómo me siento con sólo mirarme.

De vez en cuando observaba a Bruce Doherty. No transcurrió mucho tiempo hasta que empezó a sentirse incómodo. No se me pasó por la cabeza la posibilidad de darme por vencida. Estaba decidida a conseguir que se hiciera un poco de justicia. Se me ocurrió que podría destrozar el local. Me pasearía por el comedor arrojando las bandejas de comida de la gente al suelo. Cogería mi plato de bazofia envenenada y se la tiraría a la cara al encargado.

Después de esperar durante casi una hora y media vi que te dirigías hacia mí. Mi rabia había ido en aumento hasta bloquear cualquier idea o sentimiento. Ése fue el motivo por el que de entrada no reparara en tu extraño aspecto. Llevabas tu camisa gris de cuello Mao y unos vaqueros; me sonreías, mientras en una mano se balanceaba una bandeja, como si fueras un camarero. Lo primero que vi fue tu sonrisa. Estaba muerta de hambre y mareada; sólo me sostenían mis vengativas fantasías. Me sentía fría y vacía por dentro y tenía un sabor metálico en la boca.

Te acercaste directamente hacia mí, con el brazo que tenías libre en la espalda. Sólo te vi bien cuando te sentaste frente a mí. Me di cuenta de que la bandeja que llevabas en la mano no era igual que las que había en la barra, abandonadas en las mesas y en una pila que había delante de la barra donde Doherty seguía sirviendo aquella bazofia letal. Tu bandeja no era de ese plástico que imita a la madera; era de madera de verdad.

En la bandeja había un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de tela blanca, una copa vacía y una botella de vino blanco: Pinot Grigio, tu favorito. Eso, al igual que nuestro encuentro en el área de servicio, sentó las bases para una tradición. Nunca hemos compartido una botella de vino que no fuera Pinot Grigio, y quedamos en el Traveltel -aunque tú digas que no es lo bastante romántico y que podríamos encontrar algo mucho más acogedor por el mismo precio-porque el área de servicio de Rawndesley East fue donde nos conocimos. Tienes la mentalidad de un coleccionista compulsivo, ávido por conservarlo todo y no perder nada de lo que tuvo. Tu amor por las tradiciones y los rituales es una de las muchas cosas que me atrajeron de ti: la forma en que aprovechas cualquier cosa buena y agradable que ocurre por casualidad, tratando de convertirla en una costumbre.

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