Sophie Hannah - Matar de Amor

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Desde hace tres años, Naomi Jenkins conserva un secreto que no piensa desvelar a nadie. Ni siquiera a Robert, su amante, un transportista casado con el que todos los días se encuentra a la misma hora en el mismo motel de siempre. Pero un día Robert no acude a la cita y Naomi decide buscarlo en su casa. A pesar de que el camión está allí, aparcado, ella sospecha que ha ocurrido algo terrible. Sobre todo cuando la esposa de su amante la descubre merodeando por el jardín y le asegura que a partir de ahora las dos estarán mejor sin él. Desesperada, Naomi recurre a la policía para denunciar su desaparición y decide convencerles de que Robert es un psicópata sexual y de que ella podrá ayudarles en la pesquisa, al fin y al cabo, solo necesita indagar en la intimidad de su secreto…
En su nueva novela, Sophie Hannah ofrece un caleidoscopio inquietante de las complejas relaciones entre hombres y mujeres. Una trama en la que, bajo su aparente arquitectura policial, la autora de No es mi hija despliega el mapa de los vínculos marcados por la locura, la obsesión y el miedo.

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– No lo entiendo -dice Waterhouse-. Sabía su nombre y sabía e vivía. Dijo que estaba pensando en tomarse la justicia por su cuenta. ¿Por qué no lo hizo?

– Porque habría acabado teniendo antecedentes, y eso sería otra victoria para él, ¿no? Se lo dije: quería que la policía se presentara en su casa y que se asustara. No quería… verme cara a cara con él.

– ¿Así que se inventó toda la historia sobre su aventura, lo de que se encontraban todos los jueves en la habitación once y lo de que su amiga llamó y habló con la mujer del señor Haworth?

– Sí.

Él consulta sus notas.

– ¿Tiene una amiga llamada Yvon con la que comparte casa?

Dudo.

– Sí. Yvon Cotchin.

– De modo que no todo lo que nos dijo ayer era mentira. Y eso significa que hoy ha mentido al menos en un punto. ¿Qué me dice del ataque de pánico que sufrió cuando fue a su casa? ¿Conoció a la señora Haworth?

– Todo eso es cierto. Estuve allí. Eso fue lo que me hizo pensar que no podría manejar el asunto sola. Por eso vine a verlos.

– Ayer nos dio una fotografía a mí y a la inspectora Zailer en la que usted aparece junto al señor Haworth. ¿Cómo explica eso?

Trato de evitar en mi rostro cualquier expresión de sorpresa o enfado. Debería haber pensado en eso, pero no lo he hecho. Me había olvidado por completo de la foto. Con mucha calma, digo:

– Era un montaje.

– ¿De verdad? ¿Cómo lo hizo exactamente?

– No lo hice yo. Le saqué una foto a Robert Haworth y me saqué una a mí; una amiga hizo el resto.

– ¿Dónde le sacó la foto al señor Haworth?

Lanzo un suspiro, como si eso fuera obvio.

– Se la saqué en el aparcamiento del área de servicio. El 24 de marzo del año pasado.

– No la creo -dice Waterhouse-. ¿No la vio sacándole una foto justo delante de él? ¿Y por qué llevaba una cámara encima?

– No estaba justo delante de él. Le saqué la foto desde lejos, con mi cámara digital. Mi amiga la amplió con el ordenador e hizo un zoom sobre su cabeza y sus hombros para que pareciera un primer plano…

– ¿Quién lo hizo? ¿Fue de nuevo la señorita Cotchin?

– No. Y no voy a darle su nombre, lo siento. Y, contestando a su otra pregunta, siempre llevo encima una cámara cuando voy a ver a un cliente, como ese día. Saco fotografías de sus jardines o de sus paredes; es lo que suelo hacer cuando quieren un reloj de sol; me resultan útiles en mi trabajo, son un punto de referencia.

Waterhouse parece incómodo. Veo una sombra de duda en su mirada.

– Si la historia que me está contando ahora es cierta, entonces es que su mente funciona de forma muy extraña -dice-. Y si no lo es, demostraré que está mintiendo.

– Tal vez debería dejar que le cuente lo que he venido a contarle. En cuanto haya escuchado lo que me ocurrió se dará cuenta de que cualquiera estaría hecho un lío. Y si aun después de contarle lo que me pasó sigue sin creerme, ¡puedo asegurarle que no volveré a contarle nada si cree que mentiría acerca de algo así!

Sé que el hecho de estar furiosa en vez de compungida no me ayuda a granjearme su simpatía, pero estoy muy acostumbrada a enfadarme. Soy muy buena en eso.

– En cuanto le tome declaración, esto tendrá carácter oficial. ¿Lo entiende? -dice Waterhouse.

Noto un breve espasmo de pánico en el pecho. ¿Cómo empezar? Erase una vez… Sin embargo, no estoy confesando ni revelando nada. Estoy mintiendo descaradamente…, así es como hay que enfocarlo. La verdad sólo aparecerá para servir como mentira, lo cual significa que no tengo que experimentar ninguna emoción.

– Lo entiendo -digo-. Hagámoslo oficial.

CAPÍTULO 06

4/4/06

DECLARACIÓN DE NAOMI JENKINS, con domicilio en Argyll Square, 14, Rawndesley.

Profesión: autónoma, diseñadora de relojes de sol freelance. Edad: 35 años.

Esta declaración es la verdad a mi leal saber y entender, y la hago consciente de ello y, de ser utilizada como prueba, me veré sujeta a enjuiciamiento en caso de que en ella haya declarado algo que sepa que es falso o que no se corresponda con la verdad.

Firma: Naomi Jenkins Fecha: 4 de abril de 2006

La mañana del lunes 30 de marzo de 2003, salí de mi casa a las 09.40 y fui a recoger unos bloques de piedra que me hacían falta para mi trabajo al taller de un picapedrero, James Flowton, en Crossfield Farm House, Hamblesford. El señor Flowton me dijo que aún no había recibido los bloques de la cantera, de modo que me fui enseguida y me dirigí andando de nuevo hasta la calle principal, Thornton Road, donde había dejado el coche.

Un hombre al que no había visto nunca estaba de pie junto a mi coche. Era alto; su pelo, corto, era de color castaño oscuro. Llevaba una chaqueta de pana de color marrón cuyo forro parecía de piel de oveja, pantalones vaqueros negros y botas Timberland. Al acercarme, me gritó: «¡Naomi!», y me saludó con la mano; la otra mano la tenía metida en el bolsillo. Aunque no lo reconocí, di por sentado que él me conocía y que me estaba esperando (ahora sé que ese hombre es Robert Haworth, con domicilio en el número 3 de Chapel Lane, Spilling, aunque en ese momento no lo sabía).

Fui directamente hacia él. Me agarró de la mano y sacó un cuchillo del bolsillo de su chaqueta. Me puse a gritar. El cuchillo tenía un mango duro de color negro, de unos siete centímetros de longitud, y un filo de unos trece centímetros. El hombre me atrajo hacia él, de modo que nos quedamos frente a frente, y apretó la punta del cuchillo contra mi estómago. Mientras ocurría todo esto, él seguía sonriéndome. En voz baja, me ordenó que dejara de gritar. «Cállate o te sacaré las tripas. Sabes que hablo en serio», me dijo. Dejé de gritar. «Haz exactamente lo que te diga si no quieres que te clave el cuchillo, ¿de acuerdo?». Asentí con la cabeza. Parecía enfadado porque no le había contestado. «¿De acuerdo?», repitió.

Esta vez le contesté y le dije: «De acuerdo.»

Volvió a meterse el cuchillo en el bolsillo, pasó su brazo en torno al mío y me dijo que me dirigiera hacia su coche, que estaba aparcado aproximadamente a doscientos metros de Thornton Road en dirección a Spilling, delante de una tienda llamada Snowy Joe's, donde venden artículos deportivos. Su coche era de color negro. Creo que tenía cinco puertas, aunque estaba demasiado asustada para fijarme en la marca, el modelo o la matrícula.

Mientras nos dirigíamos hacia el coche lo abrió con un llavero electrónico que se sacó del mismo bolsillo donde había escondido el cuchillo. Cuando llegamos al coche, abrió la puerta de atrás y me dijo que entrara. Me metí en el asiento trasero. Cerró la puerta, rodeó el coche hasta situarse al otro lado y se sentó junto a mí. Cogió mi bolso, del que sacó mi móvil, y lo arrojó por la ventanilla. Luego tiró el móvil en el asiento delantero del acompañante. En el coche había una bandeja que ocupaba toda la parte de atrás. Miró detrás de mí y cogió algo de la bandeja. Era un antifaz negro con una goma elástica. Me lo puso, tapándome los ojos, y me dijo que si me lo quitaba me clavaría el cuchillo. «Si no quieres morir desangrada muy lentamente, harás todo lo que te diga», dijo.

Oí que se cerraba la puerta del coche. Por lo que pude escuchar a continuación, diría que se sentó en el asiento del conductor. «Estoy ajustando el retrovisor para no perderte de vista. No intentes nada», me dijo. El coche empezó a moverse. No sé cuánto tiempo estuvimos en él. Me pareció que habían sido horas, pero estaba tan asustada que no fui capaz de calcularlo con precisión. Diría que fuimos en coche al menos dos horas, aunque posiblemente fuera mucho más tiempo. Al principio intenté convencer al señor Haworth de que me dejara ir. Le ofrecí dinero a cambio de que me soltara. Le pregunté cómo sabía mi nombre y qué pretendía hacer conmigo. Cada vez que le preguntaba algo se echaba a reír y no me contestaba. Al final parecía irritado y me ordenó que me callara. Después de eso permanecí en silencio, porque me amenazó de nuevo con el cuchillo. Me dijo que había cerrado todas las puertas del coche y que si trataba de huir lo lamentaría. «Todo cuanto debes hacer es lo que yo diga y no te pasará nada», dijo.

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