Toni Hill - Los Buenos Suicidas

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Hace poco terminó Navidad. Sumida en plena crisis económica, Barcelona es ahora una ciudad más fría y lluviosa. La desaparición de Ruth, su ex mujer, obsesiona a Héctor Salgado y quizá el caso que le acaban de asignar puede hacerle olvidar por momentos su caída en desgracia.
El director financiero de una compañía de cosméticos mata a su esposa y luego se suicida. Lo que paree un caso de violencia doméstica llevado al extremo se revela como algo mucho más complejo al hallarse indicios que lo relacionan con otra muerte. En el mundo de la empresa, las mentiras son sólo la fachada de un mal mayor.
Mientras, encerrada en casa por una prematura baja médica, Leire Castro, la pareja de investigación de Héctor, sigue la pista perdida de Ruth y no sospecha que puede destapar peligros que nadie había imaginado.

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– No vimos nada -saltó el más joven, mirando a su hermano con cierto rencor-. Estuvimos de joda por ahí y regresábamos a casa desde el Port Olímpic. Hicimos el transbordo de la línea amarilla a la roja, pero el metro se nos escapó. Por los pelos.

– ¿Nombre? -repitió el inspector.

– Jorge Ribera. Y él es mi hermano Nelson.

– Nelson, ¿tú tampoco te fijaste en la mujer?

El chico de más edad tenía unos ojos muy negros y su cara reflejaba una expresión dura, desconfiada. Imperturbable.

– No, señor. -Miraba al frente sin fijar la vista en nadie. El tono de su respuesta sonó marcial.

– ¿Pero la visteis?

El pequeño sonrió.

– Nelson sólo tiene ojos para su chica. Aunque ella le salió brava…

Salgado identificó entonces al que incordiaba a la chica del anorak blanco. Nelson fulminó a su hermano con la mirada. No obstante, Jorge debía de estar habituado porque ni siquiera se inmutó.

– Muy bien. ¿Había alguien más en la estación? -Héctor sabía que no, aunque siempre quedaba la posibilidad de que alguien hubiera entrado en el último momento. Sin embargo, ambos chicos se encogieron de hombros. Estaba claro que habían estado bastante entretenidos con la discusión entre Nelson y la chica-. De acuerdo. ¿Qué hicisteis luego?

– Nos echaron del metro, así que salimos corriendo para pillar el bus nocturno. Y cuando ya estábamos en la parada, Nelson me hizo volver.

Su hermano le apremió a seguir con un codazo y Jorge bajó la cabeza. Su desparpajo parecía haberse diluido de repente.

– Cuéntaselo -ordenó Nelson, pero Jorge se limitó a mirar hacia otro lado-. ¿O quieres que se lo diga yo?

El hermano pequeño soltó un bufido.

– Joder, lo vi en el andén. Antes de que se abrieran las puertas. El metro frenó de golpe, sin llegar a entrar del todo en la estación, y entonces me fijé en que había algo en el suelo. Lo agarré sin que nadie me viera.

– ¿Qué era?

– Era un teléfono móvil, inspector -respondió Roger Fort, que se había acercado a ellos tras cumplir con las órdenes-. Un iPhone nuevecito. Éste.

Jorge miró la bolsa que sostenía Fort con una mezcla de frustración y deseo.

– ¿Obligaste a tu hermano a venir para devolverlo? -Era obvio que así había sido, pero soltó la pregunta sin pensar.

– Los Ribera no robamos -repuso Nelson, muy serio-. Además, hay cosas que es mejor no ver.

El pequeño puso los ojos en blanco, como quien está harto de oír sandeces. Héctor lo notó y, tras guiñarle un ojo al hermano mayor, se dirigió a Jorge en tono muy severo.

– Muy bien, chaval. Tú y yo nos vamos a comisaría. Agente Fort, lléveselo.

– ¡Eh, yo no he hecho nada! No puede…

– Hurto, alteración del escenario de una investigación. Resistencia a la autoridad, que es algo que añado yo por mi cuenta porque seguro que te vas a resistir. Y… ¿cuántos años tienes? ¿Trece? Estoy seguro de que al juez de menores no le gustará nada que un crío de esa edad ande «de joda», como tú dices, a las tantas de la madrugada.

El chaval parecía tan asustado que Héctor se contuvo.

– A no ser… A no ser que tu hermano, que parece un tipo sensato, me asegure que se va a ocupar de ti. Y tú me prometas que le harás caso.

Jorge asintió con la cabeza, con el mismo fervor que un pastorcillo al que se le aparece la Virgen. Nelson le rodeó los hombros con el brazo y, sin que su hermano lo viera, devolvió el guiño al inspector.

– Yo me ocupo de él, señor.

La estación casi estaba desierta, sólo quedaban allí Salgado, Fort, y dos empleadas del servicio de limpieza que, tras santiguarse, se pusieron a trabajar y se olvidaron rápidamente de que aquella estación había sido el escenario de una muerte violenta. El mundo debe seguir girando, pensó Héctor, cayendo sin querer en un lugar común. Sin embargo, resultaba casi escalofriante que todo continuara de una forma tan normal. En unas horas, la línea volvería a abrirse al tráfico, el andén se llenaría de gente. Y de aquella mujer sólo quedarían pedazos dispersos, guardados en bolsas de plástico negro.

– Hemos encontrado el bolso, inspector -dijo Fort-. La mujer se llamaba Sara Mahler.

– ¿Era extranjera?

– Nacida en Austria, según su pasaporte. Pero vivía aquí, no era una turista. En su cartera hay también una tarjeta de esas de fichar. Trabajaba en unos laboratorios. «Laboratorios Alemany» -leyó.

– Habrá que ponerse en contacto con la familia, aunque eso puede esperar a mañana. Vuelve a comisaría, rellena el informe y empieza a localizar a los familiares. Y no los llames antes de que sea de día. Dejémosles una noche más de sueño.

Héctor estaba agotado. Le pesaban los párpados de puro cansancio y no tenía ni ánimos para echarle la bronca a Fort por haberle hecho ir hasta allí. Quería irse a casa, acostarse y dormir sin pesadillas. Probaría esos dichosos somníferos, pese a que la palabra, mezclada con lo que acababa de ver allí, le hacía pensar en una muerte indolora, aunque muerte al fin y al cabo.

– Hay algo más que quisiera enseñarle, señor.

– Hazlo. Te doy cinco minutos. -Recordó entonces que en apenas unas horas salía de viaje con su hijo, y pensó que los somníferos quedarían ya para otra ocasión-. Ni uno más.

Héctor se dejó caer en el banco y sacó un cigarrillo.

– No le digas a nadie que he fumado aquí o te empapelo.

El agente ni siquiera respondió. Le tendió el móvil a su superior mientras decía:

– Éste es el único mensaje que hay. Es extraño, la agenda está vacía y no consta ninguna llamada. Por lo tanto esto es lo que estaba leyendo en el andén, antes de…

– Ya.

Héctor miró la pantalla. Era un mensaje con sólo tres palabras, escritas en mayúscula, y con una foto adjunta.

NO TE OLVIDES

Cuando descargó la foto, Salgado comprendió por qué le había llamado Fort y por qué aquel chaval dominicano había arrastrado a su hermano de la oreja para que devolviera el dichoso móvil.

Primero creyó que eran unas cometas atrapadas en un árbol. Luego, tras ampliar la foto y ver bien los detalles, se percató de que no. Había un árbol, sí, de ramas gruesas y sólidas. Pero lo que colgaba de él, los tres bultos que estaban suspendidos mediante cuerdas, eran animales. Los cuerpos rígidos de tres perros ahorcados.

Leire

Capítulo 3

Año nuevo, vida nueva… Aunque de momento bastante parecida a la anterior, se dijo Leire mientras se miraba de perfil en el espejo. Ése era otro de los componentes engañosamente inéditos de su actual existencia. Lo habían subido de la tienda y desde el primer instante ella había querido que decorara el recibidor del piso al que acababa de mudarse y que aún no podía calificar de hogar. En él, sin embargo, seguía viéndose como un globo.

Pero había tenido mucha suerte. Todo el mundo lo decía, así que ella había acabado por callar y asentir. Aquel piso de techos altos, casi sin pasillo, con dos habitaciones amplias y sol por la mañana era sin duda el mejor de los que había visitado, y el precio, que en teoría había bajado mucho en los últimos tiempos, era de hecho el máximo que le permitía su sueldo. «Vistas a la Sagrada Familia», rezaba el anuncio, y en sentido estricto no mentía. Verse, se veía desde la ventana con marco de madera que daba paso a un balcón diminuto. Sin embargo, una no podía pasarse el día mirando esas agujas, que asomaban entre los edificios que tenía enfrente, por bonitas que fueran. Lo que el anuncio no decía, ni tampoco le comentó la señora de la inmobiliaria que le enseñó el piso, era que las tuberías tenían cien años y se atascaban; que los azulejos del cuarto de baño, de un estridente color naranja que la mujer definió como «de los alegres años setenta», tendían al salto al vacío por culpa de la humedad, y que los radiadores de la calefacción eran más bien un adorno futurista y daban el mismo calor que un jarrón chino. Al parecer, había que consolarse de la humedad, el frío y el charco del lavabo, que a ratos burbujeaba como si un alien fuera a salir del desagüe, saliendo al balcón y admirando la Sagrada Familia. Todo un lujo si eras japonesa.

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