Toni Hill - Los Buenos Suicidas

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Hace poco terminó Navidad. Sumida en plena crisis económica, Barcelona es ahora una ciudad más fría y lluviosa. La desaparición de Ruth, su ex mujer, obsesiona a Héctor Salgado y quizá el caso que le acaban de asignar puede hacerle olvidar por momentos su caída en desgracia.
El director financiero de una compañía de cosméticos mata a su esposa y luego se suicida. Lo que paree un caso de violencia doméstica llevado al extremo se revela como algo mucho más complejo al hallarse indicios que lo relacionan con otra muerte. En el mundo de la empresa, las mentiras son sólo la fachada de un mal mayor.
Mientras, encerrada en casa por una prematura baja médica, Leire Castro, la pareja de investigación de Héctor, sigue la pista perdida de Ruth y no sospecha que puede destapar peligros que nadie había imaginado.

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Fort asintió y el rojo de sus mejillas se hizo más intenso.

– Perdón. Sí, es una mujer. De entre treinta y cuarenta años. Se está buscando el bolso.

– ¿Saltó a las vías con él?

El agente no contestó a la pregunta y se ciñó a su guión.

– Quiero que vea las imágenes. Las cámaras del metro grabaron parte de lo ocurrido.

El ruido de voces procedente del andén dejó claro que algo pasaba.

– ¿Quién más hay abajo?

– Dos chicos. Los de la patrulla están con ellos.

– ¿Chicos? -Salgado se armó de paciencia, pero el tono evidenciaba su descontento-. ¿No me dijiste por teléfono que el suicidio se produjo poco antes de las dos? Creo que habéis tenido tiempo de sobra para tomarles declaración y mandarles a casa.

– Eso se hizo. Pero los chicos volvieron.

Antes de que Roger Fort tuviera oportunidad de dar más explicaciones, el vigilante de seguridad se acercó a ellos. Era un hombre de mediana edad, ojeroso y con semblante fatigado.

– Agente, ¿van a ver la cinta ahora o prefieren llevársela?

Hablando en plata, tradujo Héctor: «¿Me van a dejar terminar mi turno de una maldita vez?». El agente Fort abrió la boca para decir algo, pero el inspector se le adelantó.

– Vamos -decidió Héctor, sin mirar a su subordinado-. Luego me explicas lo de los chicos, Fort.

La cabina donde se registraban las imágenes de lo que sucedía en los andenes era pequeña y flotaba en ella un olor espeso, mezcla de sudor y encierro.

– Aquí tiene -se limitó a decir el vigilante-. Aunque tampoco espere gran cosa.

Héctor le observó de nuevo. O bien había gente que nacía para desempeñar un trabajo en concreto o bien el empleo iba moldeando a quienes lo realizaban hasta lograr la simbiosis entre persona y tarea. Aquel individuo de tez macilenta y aliento agrio, de movimientos lentos y voz sin inflexión alguna parecía el candidato perfecto para estar allí sentado ocho horas, si no más, observando aquel pedazo de vida subterránea a través de una pantalla de escasa resolución.

La cámara enfocaba el andén desde el extremo por donde entraba el convoy, y Salgado, Fort y el vigilante contemplaron en silencio la llegada del metro a la 01.49 exactamente. Héctor recordó al instante su sueño: tal vez por la tonalidad difusa y grisácea de la pantalla, los individuos que esperaban en el andén parecían cuerpos de rostro desdibujado y movimientos sincopados, como zombis urbanos. Justo cuando el pitido anunciaba la salida, un grupo de chavales, vestidos con tejanos anchos, sudaderas y gorras, entraron corriendo en el andén y, enfadados al ver que perdían ese tren, se liaron a golpes contra las puertas ya cerradas; una reacción tan absurda como inútil. Uno de ellos hizo un descriptivo gesto con el dedo ante la cámara cuando el metro arrancó dejándolos en la estación.

– Tuvieron que esperar seis minutos porque… -dijo el vigilante; su voz por fin expresaba algo parecido a la satisfacción.

– Ahí está, inspector -le interrumpió el agente Fort.

Cierto, una mujer entró por el extremo opuesto. No había forma de saber si era alta o baja. Morena, con abrigo negro y algo en la mano. Estaba tan alejada de la cámara que su rostro apenas resultaba visible. Por la distancia y porque, una y otra vez, volvía la cabeza hacia el lugar por donde había accedido al andén.

– ¿Lo ve, inspector? No deja de mirar hacia atrás. Como si alguien la siguiera.

Héctor no respondió. Tenía la vista fija en la pantalla. En aquella mujer a la que, según el reloj que anunciaba la cuenta atrás para el siguiente metro, le quedaban poco más de tres minutos de vida.

Ella se mantenía apartada de las vías, de perfil a la cámara. En primer plano, dos de los cuatro chavales se habían sentado, o más bien tumbado, en los bancos. Héctor distinguió entonces a una chica entre ellos. Antes no la había visto. Shorts negros muy cortos y tacones altísimos, un anorak blanco. A su lado, uno de los chicos intentó agarrarla de la cintura, y ella, malhumorada, se desasió y le dijo algo que hizo que los otros dos prorrumpieran en carcajadas. El chaval se volvió hacia ellos, amenazante, pero ambos continuaron burlándose.

Héctor no perdía de vista a la mujer. Estaba incómoda, eso era obvio. Al principio había hecho ademán de ir hacia los chicos; sin embargo, al oír las risas se detuvo y apretó con fuerza el bolso. Nadie más había bajado al andén, pero ella seguía mirando obstinadamente hacia atrás. Quizá en un esfuerzo por ignorar a los adolescentes, a todas luces de origen latinoamericano. Dirigió por fin la mirada hacia lo que tenía en la mano y, pensativa, avanzó un par de pasos hasta colocarse en la línea amarilla que delimitaba la zona de seguridad, como si quisiera ganar unos segundos colocándose al borde del andén.

– Estaba mirando su teléfono móvil -apuntó Fort.

Y entonces todo pareció suceder a la vez. Los chicos se levantaron pegando brincos, ocupando toda la imagen al tiempo que el tren entraba en la estación.

– Ella tuvo que saltar justo en ese momento -dijo el vigilante, mientras en la pantalla el convoy se detenía, se abrían las puertas y el andén se llenaba de curiosos-. Pero no se ve por culpa de esos latinos. De hecho, fue el conductor del convoy quien dio la voz de alarma. Pobre tipo.

Es curioso, pensó Héctor, inspira más pena la figura del conductor que la de la suicida. Como si ésta se hubiera mostrado desconsiderada en su último acto.

– ¿Y no hay más cámaras que capten la imagen desde otro ángulo? -preguntó Salgado.

El vigilante negó con la cabeza y añadió:

– Están las que controlan los tornos de entrada, para que la gente no se cuele sin pagar, pero durante ese rato nadie entró por ahí.

– Muy bien. Esto ya está visto -sentenció Salgado. Y si Fort le hubiera conocido mejor habría sabido que aquel tono seco presagiaba tormenta-. Nos llevamos la cinta y así este señor puede cerrar e irse a casa.

El vigilante no se opuso.

– Por Dios, Fort, dime que no me has hecho venir a estas horas sólo para enseñarme una grabación donde no se distingue nada. -Hacía apenas un par de semanas que estaba bajo sus órdenes, así que el inspector expresó su disgusto de la manera más educada posible en el corto trayecto que les separaba del andén, aunque hablar en voz baja no conseguía disimular el malhumor. Tomó aire; no quería pasarse de duro, y a esas horas de la madrugada era fácil dejarse llevar. Para colmo, el agente tenía una expresión tan compungida que Salgado se apiadó de él-. Da lo mismo, ya hablaremos de esto con calma. Ahora ya estoy aquí, así que vamos a zanjar el tema con esos chicos.

Y apresuró el paso escaleras abajo, dejando a Fort con la palabra en la boca.

Los chicos, sólo dos de ellos, estaban sentados en uno de los bancos, el mismo que habían ocupado antes. Ya no se reían, pensó Héctor al verlos totalmente rígidos. La juerga se había acabado de golpe. Mientras iba hacia ellos, intentó no ver las bolsas de plástico negro que había diseminadas por la vía. Se volvió hacia el agente.

– Asegúrate de que han terminado, y retirad el cuerpo ya.

La luz mortecina de la estación daba a los chicos un aspecto sucio. Dos agentes uniformados estaban de pie frente a ellos. Charlaban, en apariencia ajenos a los chavales, aunque sin dejar de vigilarlos. Cuando Salgado se acercó, ambos le saludaron y dieron un paso atrás. El inspector se quedó en pie y clavó la mirada en los adolescentes. Dominicanos, casi sin duda. Uno de ellos rondaba los dieciocho o diecinueve años; el otro, que a juzgar por el parecido debía de ser su hermano menor, era más joven que Guillermo. Trece, catorce a lo sumo, decidió Héctor.

– Bueno, chicos, es muy tarde y todos queremos terminar cuanto antes. Soy el inspector Salgado. Me decís vuestros nombres, me contáis lo que visteis y me explicáis por qué os dio por regresar -añadió al recordar lo que le había comentado Fort-. Después nos vamos todos a dormir, ¿de acuerdo?

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