Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Lo mejor sería ser famoso por algo que hicieras que a la gente le gustara o por lo cual te admiraran, como era su caso con Nerissa Nash. Sin embargo, la fama que provenía de un gran crimen era, en cierto modo, envidiable. ¿Qué se sentiría al ser el hombre al que la policía sacaba a escondidas del juzgado con la cabeza tapada con una chaqueta porque si la multitud lo veía lo haría pedazos? El asesinato te garantizaba la fama eterna. No hay más que fijarse en el asesino de John Lennon, y en el del presidente Kennedy, o en Princip, quien disparó contra el archiduque de Austria y desencadenó la Primera Guerra Mundial. No obstante, sería mucho mejor y más seguro ser el guardaespaldas de Nerissa Nash. Esta posición no tardaría en elevarlo a la categoría de famoso, lo invitarían a los programas de entrevistas de televisión y solicitarían su presencia en las fiestas que celebraran los Beckham y Madonna.

La propia Colette había sido modelo, aunque de segunda fila, y el matrimonio con un agente de Bolsa puso fin a su carrera. Pero Nerissa y ella seguían manteniendo una firme amistad. Mix se encontraba en el gimnasio/vestidor colocando una cinta nueva en la máquina de correr, en aquella ocasión se trataba de una tarea legítima. No podía haber nada de lo otro porque en la casa había un cocinero contratado para prepararles la comida a Colette y Nerissa. Las dos mujeres entraron en el dormitorio porque Colette quería enseñar a su amiga una nueva creación que había adquirido por una suma astronómica en una boutique de Notting Hill. Sus susurros y risitas llegaron a oídos de Mix. No estaba seguro, pero le pareció oír que Nerissa advertía a Colette que tuviera cuidado al desnudarse porque «el hombre» estaba en el cuarto de al lado, en el gimnasio.

Mix ya estaba bastante familiarizado con los gustos y costumbres de Colette para saber que a ella no le importaría que en el gimnasio hubiera cincuenta hombres mirándola boquiabiertos a través de la puerta de cristal, le gustaría, pero la actitud recatada de Nerissa le resultó admirable. Últimamente no te topabas con algo así con mucha frecuencia. Hasta entonces sólo la había visto en las fotografías que miraba en la prensa del corazón. Su voz era tan bonita y su risa tan argentina que resolvió verla. Utilizó una técnica que empleaba siempre que necesitaba hablar con la señora de la casa y, después de carraspear con fuerza, la llamó:

– ¿Está ahí, señora Gilbert-Bamber?

Le respondió una risita de Colette, de modo que no perdió más tiempo y se dirigió al dormitorio. Colette sólo llevaba un sujetador y un tanga de color rojo escarlata, pero él ya la había visto con menos ropa aún. Tal como diría él mismo, le resbalaba. Además, la amiga de Colette acaparaba toda su atención. Decir que era la mujer más hermosa que había visto en su vida era quedarse corto. Inmediatamente tuvo la sensación de que, para resultar atractivas, todas las mujeres debían tener el cabello largo y negro, los ojos grandes y dorados y la piel del mismo color que un capuchino. Aparte de todo esto, de su altura y de su porte elegante, Mix vio un cariñoso encanto en su rostro, en lugar de la altivez que habría esperado encontrar y entonces, cuando ella sonrió y le dijo «Hola», estuvo perdido.

Después de aquello empezó a reunir en su álbum de recortes todas las fotografías suyas que veía. Incluso encontró postales con su retrato en una tienda para turistas de Shepherd’s Bush. Cuando tenía lugar el estreno de una película, él aguardaba a las puertas del cine en la acera, en ocasiones durante horas, para poder verla fugazmente apeándose de un automóvil. Una vez consiguió situarse en primera fila de los admiradores y se vio ampliamente recompensado. La ayudaron a salir del vehículo, ella se echó la estola blanca de piel en torno al vestido suelto y diáfano de color amarillo que llevaba y al verlo (¿al reconocerlo?) lo obsequió con una sonrisa radiante.

En una de las fantasías de Mix, se encontraban los dos sentados en un club, solos en su mesa, mirándose a los ojos. Se les acercaba un cámara, luego otro. Nerissa sonreía a los fotógrafos y luego a él. Le susurraba: «Bésame», y él lo hacía. Era el achuchón más maravilloso que había tenido nunca y los flashes que destellaban a su alrededor y los ánimos de los cámaras lo hacían aún mejor si cabe. Al día siguiente su beso estaba en todos los periódicos y los titulares que imaginaba lo emocionaban. «Nerissa y su nueva pareja» y «Nerissa sella su nuevo amor con un beso». A él lo llamarían «Michael Cellini, el distinguido criminólogo».

Sin embargo, nunca la veía en carne y hueso, esa carne dorada que tan delicadamente cubría unos huesos largos, aunque había esperado varias veces frente a su casa de Campdem Hill Square por si alcanzaba a verla en una ventana. Colette le había dicho dónde vivía, pero lo había hecho a regañadientes y él le había preguntado si Nerissa tenía máquinas para hacer ejercicio en su casa.

– Ella va al gimnasio.

– ¿A qué gimnasio va? -le preguntó mientras le mordía suavemente el cuello tal como a ella le gustaba.

– Me imagino que al más cercano. ¿Por qué quieres saberlo?

– Sólo tenía curiosidad -respondió.

Tenía que seguirla, lo sabía, aunque eso podía parecer acoso, algo que Mix no quería relacionar con Nerissa. En cuanto la hubiera seguido y averiguara de qué gimnasio se trataba, se haría socio. No estaba tan en forma como debería estar en su trabajo, así pues, ¿por qué no podía ir al gimnasio de Nerissa como a cualquier otro?

Llevaba nueve años trabajando para Fiterama, los primeros ocho y poco más en su sucursal de Birmingham. Cuando llegó a Londres y empezó a buscar un lugar donde vivir, alquiló una habitación en Tufnell Park durante un tiempo. Hilldrop Crescent, que se encontraba allí mismo al doblar la esquina, era otro lugar que le fascinaba. A éste no le habían cambiado el nombre aun cuando allí vivió el doctor Crippen, que mató a su esposa y ocultó sus pedazos debajo del suelo. Mix nunca había leído nada sobre Crippen, su crimen había ocurrido mucho tiempo atrás, antes de la Primera Guerra Mundial, y prácticamente ya había pasado a la historia. Pero entonces vio un programa de televisión sobre la captura de delincuentes gracias al telégrafo y se enteró de que Crippen fue el primero al que atraparon de esta forma. También se enteró de dónde había vivido. Esto que para otra persona podría resultar desagradable, o sencillamente carecer de interés, entusiasmaba a Mix, que fue a echar un vistazo. La decepción que sintió al encontrarse con que la casa ya no estaba y en su lugar habían construido edificios nuevos fue precursora de la amargura mucho más intensa que le provocó la destrucción de Rillington Place.

Fue al ver la película cuando empezó todo. En aquel entonces Mix todavía vivía en casa y la vio en el viejo televisor en blanco y negro de su madre. Aunque no era muy dado a la lectura, había encontrado el libro de la película, o así lo creyó entonces, en un puesto de libros viejos. Se quedó sorprendido cuando miró las fotografías y vio que John Reginald Halliday Christie se parecía mucho más a él que a Attenborough. Claro que él era mucho más joven y no llevaba gafas. Se obligó a mirarse en el espejo el tiempo suficiente para estar seguro del parecido. De un modo curioso, eso parecía unirlo más al asesino en serie y fue a partir de entonces que mentalmente empezó a referirse a él como a Reggie, en lugar de Christie. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho que fuera tan terrible? Librar al mundo de una panda de mujeres inútiles, furcias y putas callejeras en su mayoría.

Reggie. El nombre sonaba bien. Tenía algo afectuoso y cordial. A Mix no le sorprendió descubrir en su lectura que Reggie caía bien a la gente y que eran muchos los que lo admiraban y respetaban. Habían reconocido en él a un hombre poderoso. Ésa era una de las cosas que a Mix le gustaban de él, que era un hombre fuerte. Habría sido un buen padre, no habría tolerado tonterías de sus hijos, pero tampoco les hubiera pegado. No era la manera de hacer de Reggie. Fugazmente, tal como ocurría cada día, Mix pensó en Javy. En su opinión, no debería permitirse que las mujeres dieran padrastros a sus hijos.

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