Ruth Rendell - Carretera De Odios
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Se dirigieron al mismo coche, pero sin mirarse a la cara ni cruzar palabra. Como era de esperar, Burden se ofreció para acompañar a Wexford a casa y quedarse a pasar la noche; Wexford declinó de nuevo la invitación, aunque no sin agradecérselo sinceramente.
Nicola Weaver lo alcanzó cuando llegaba al aparcamiento. Wexford pensó que parecía fatigada. Alguien le había dicho que tenía dos hijos de menos de siete años y un marido que no cooperaba demasiado. Los ojos de la inspectora eran de un extraño matiz turquesa oscuro, idéntico al de la malaquita engastada en su anillo.
– Hay algo que debería usted saber -empezó-. Probablemente ya lo sabe, pero por si acaso… En este país, la inmensa mayoría de los secuestrados sale ilesa del trance. En el caso de los niños es distinto, pero en los adultos, el porcentaje casi alcanza el cien por cien.
– Ya lo sabía, pero gracias de todos modos, Nicola.
No iba a decirle que era la quinta persona en un día que le proporcionaba aquella información.
– Llámeme Nicky -pidió ella-. En cualquier caso, ¿de qué les serviría matar a los rehenes? Es una amenaza vacua.
– Estoy seguro de que tiene razón -aseveró Wexford-. Buenas noches.
Ambos subieron a sus respectivos coches. Era una noche oscura, sin luna. Wexford vislumbró algunas estrellas diminutas, como alfilerazos infinitamente lejanos sobre un manto de terciopelo negro. Se le ocurrieron unos versos que fue recitando durante el trayecto.
Setebos, Setebos y Setebos,
Creía morar en el frío de la luna,
Creía haberla creado, con el sol por compañía,
Pero no así las estrellas,
que llegaron de otro confín.
En el sendero de entrada de su casa vio aparcado un coche deportivo blanco; pertenecía a Paul Curzon, el padre de Amulet, y al subir a la primera planta comprobó que la puerta del dormitorio de Sheila estaba cerrada. Dentro estaban ellos dos con su hijita. En lugar de experimentar dolor, Wexford se sintió complacido, como si aquella idea le proporcionara un pequeño rayo de paz, si no consuelo.
Si quería dormir, lo mejor sería acostarse más tarde, no inmediatamente. Si se dormía ahora, despertaría al cabo de una hora y permanecería en vela, vulnerable a toda clase de angustias, durante toda la noche. Pero el sueño llegó por fin; Wexford sucumbió a él tras una breve lucha y soñó con Dora, con él y Dora cuando eran jóvenes.
¿Por qué siempre soñamos con nosotros mismos de jóvenes y sobre todo, con nuestros seres queridos de jóvenes? Ningún libro le había dado jamás la respuesta a esa pregunta, ningún experto en interpretación de sueños se lo había aclarado nunca. Los sueños no expresan nuestros deseos, ya que de lo contrario, todos ellos serían alegres y optimistas. En sus sueños, sus hijas eran pequeñas, su mujer era joven y él, aunque no se veía, se sentía joven. En esta ocasión subía a una torre, una suerte de castillo que surgía de una inmensa llanura desierta, y Dora estaba asomada a una de las ventanas más altas, extendiendo los brazos hacia él.
Tenía el cabello muy largo, como en los primeros años de su matrimonio. La melena se volcaba sobre la repisa de la ventana y pendía a lo largo de la pared como el de Rapunzel en el cuento, aunque el de Dora era oscuro, negro azabache en realidad. Wexford se acercaba a la torre y se aferraba al cabello con ambas manos, no para escalar la torre, por supuesto, ya que incluso en sueños sabía que la gente no hacía esas cosas y, en cualquier caso, pesaba demasiado para intentarlo siquiera. Dora seguía sonriéndole, pero de repente sucedía algo terrible. El peso de su cabello se le hacía intolerable, o tal vez se debía al peso de Wexford, y con un grito caía al vacío. Wexford despertó de repente, profiriendo la continuación de ese grito, chillando como si ambos protestaran juntos.
Nadie acudió a su habitación, que estaba demasiado lejos de la de Sheila para que su hija oyera nada. Además, al igual que casi todos los gritos que se lanzan en sueños, brotó de su garganta apagado, casi ahogado. Permaneció tendido a oscuras durante un rato antes de levantarse para dar una vuelta. Todos enloquecemos de noche, había dicho alguien, Mark Twain, quizás. Era cierto… también en su caso, ¿verdad? ¿Acaso no tenía él motivos para enloquecer?
A la mañana siguiente se harían públicas las condiciones de los secuestradores, probablemente en radio y televisión, y más tarde en los periódicos. Pero ¿y si no era así? ¿Y si la promesa de Montague Ryder quedaba en agua de borrajas porque alguien del ministerio de Interior o del departamento de Medio Ambiente consideraba que equivaldría a ceder a las exigencias de los terroristas?
Nicky Weaver le había dicho algo que ya sabía, que era muy improbable que los rehenes sufrieran daño alguno. Por otro lado, su suposición se basaba en estadísticas relativas a secuestros perpetrados por motivos puramente económicos. Los de Planeta Sagrado eran unos fanáticos, y el dinero nada les importaba. Si mataban, ¿por quién empezarían?
Basta, se dijo. Basta. No matarán a nadie. En cualquier caso, no sería Dora si escogían al mayor o al menor de los rehenes. Miró la hora y de inmediato deseó no haberlo hecho. No eran ni las dos. Si no le quedaba más remedio que cavilar, más le valía pensar en posibles conexiones entre este y aquel sospechoso, entre un sospechoso y un lugar… Pero no había sospechosos, y en cuanto al lugar, tal vez le habían prestado demasiada poca atención hasta entonces y ya era hora de subsanar la situación.
Wexford estaba perplejo. ¿Por dónde empezar? Siempre con las personas. Si encuentras un sospechoso, tienes muchas probabilidades de encontrar un lugar. Si no se hacían públicas las condiciones de los secuestradores… El jefe de policía lo había garantizado. Encendió la luz e intentó leer. Era una historia de la Guerra Civil americana que le había prestado Jenny, un libro bien escrito y mejor documentado que contenía numerosas descripciones de las carnicerías que se habían producido en aquella terrible contienda, así como de heridas y muertes lentas.
No cesaba de visualizar imágenes de una Dora asustada. Su mujer era fuerte, pero sin duda estaría asustada. Por un momento desvió la atención de ella para pensar en aquella muchacha, Roxane Masood, cuya madre había explicado que padecía claustrofobia. Permanecer encerrada en una habitación pequeña no molestaría a Dora más que el confinamiento en una sala de banquetes, pero una persona con claustrofobia…
Hacia las cuatro de la mañana se sumió en un sueño inquieto. Poco antes de las seis despertó y, al reflexionar sobre los acontecimientos de la noche anterior, recordó dónde había visto antes a Damon Slesar. Había sido su forma de dar las buenas noches lo que se lo recordó, la palabra «entonces» insertada como una disculpa en la despedida.
Fue en un congreso al que había asistido más que nada por curiosidad, pues giraba en torno a las diferencias entre la práctica policial británica y la del resto de Europa. Participaban ponentes franceses, alemanes y suecos. Por supuesto, la presencia de Slesar en el acto no causaba extrañeza, salvo por el detalle de que casi todos los demás asistentes eran de mayor graduación que él. En muchos sentidos era admirable que un hombre de su edad y graduación se dejara ver en público. El sábado por la noche, Wexford volvió a verlo en el pub donde estaba cenando con un commissaire al que conocía de una investigación que en cierta ocasión lo había llevado hasta el sur de Francia. Slesar bebía whisky con unos amigos en la mesa contigua.
Más tarde, después de haberse ceñido escrupulosamente al agua con gas, Wexford se dirigía hacia el coche con el commissaire Laroche cuando vio a Slesar caminar hacia el suyo. No se le había ocurrido que Slesar intentara conducir tras haber bebido, pero lo vio abrir la portezuela del conductor seguido de los dos amigos que lo habían acompañado en la mesa.
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