Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– La tengo en la punta de la lengua desde que supe que la habían asesinado.

– Y yo.

– Vale -dijo Burden-, la haré yo. ¿Hay alguna relación entre esta muerte y el hecho de que al parecer fuera la última persona que vio a Melanie Akande viva?

Edwina Harris volvió a casa mientras ellos todavía estaban allí. Abrió la puerta, entró en el vestíbulo, vio el apartamento uno sellado con cinta amarilla y miraba asombrada cuando la detective Karen Malahyde fue a su encuentro.

– ¿Dejé la puerta con el pestillo? Siempre lo hago cuando salgo de casa y nunca ha pasado nada. -La mujer comprendió lo que acababa de decir-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Podemos subir, señora Harris?

Karen le dio la noticia con mucho cuidado. Fue una sorpresa pero nada más. Ella y Annette Bystock habían sido vecinas, no amigas, nunca íntimas. En cuanto se repuso le explicó a Karen que los padres de Annette estaban muertos, que no tenía hermanos. Creía que Annette había estado casada pero no sabía nada más.

No, no había visto ni oído nada anormal en los últimos días. Vivía en el piso de arriba con su marido y él tampoco había oído nada, porque si no se lo habría comentado. En realidad, ni siquiera sabía que Annette estaba enferma. Ella no era la amiga que le había traído la compra.

– Como le dije, no era su amiga.

– ¿Quién lo era?

– Que yo sepa no tenía amigos.

– ¿Alguna amiga?

Edwina Harris no lo sabía. Sólo había entrado una vez en el apartamento uno y no recordaba si Annette tenía o no un televisor.

– Pero todo el mundo tiene tele, ¿no es así? Tenía una radio, una pequeña blanca. Lo sé porque ella me la enseñó. La había manchado con esmalte de uñas rojo y no podía quitarlo, me preguntó con qué podía limpiarla. Le recomendé acetona, pero ya lo había probado.

– Hay alguien que vive enfrente -intervino Burden. Se sintió un poco molesto al no poder decir si era un hombre o una mujer-. Una persona muy anciana -añadió y después con el mismo tacto-: Tengo la impresión de que desde ahí se ve todo. ¿Conocía a Annette?

– ¿El señor Hammond? Nunca ha estado aquí. No ha salido de aquella habitación desde…, no sé, unos tres años.

Edwina Harris no estaba preparada para identificar el cuerpo. Nunca había visto un cadáver y no pensaba comenzar ahora. Annette tenía una prima, la había oído mencionar a una prima, Jane Nosécuantos. La tal Jane había enviado una felicitación de cumpleaños y el cartero la había metido en su buzón por error. Edwina Harris se enteró de la existencia de la prima cuando le llevó la tarjeta a Annette.

Fue Wexford quien le preguntó sobre la puerta principal.

– Nunca estaba abierta por la noche.

– ¿Está segura?

– Bueno, estoy segura de que yo nunca la dejaba abierta.

– Es extraño, ¿no? -comentó Burden, después de despedirse de la vecina-. Se supone que las mujeres que viven en las plantas bajas no duermen por miedo a los intrusos. Tienen alarmas, barrotes en las ventanas, al menos es lo que he leído.

– Apariencia y realidad -dijo Wexford.

Aquel mismo día encontraron a la prima de Annette, una mujer casada con tres hijos que vivía en Pomfret. Jane Winster aceptó venir a Kingsmarkham para identificar el cadáver.

Cyril Leyton en un primer momento se negó a creer la noticia cuando se la comunicaron. «Es una broma», dijo con voz áspera e incrédula cuando le llamaron por teléfono, después añadió: «¿Qué se proponen?». Por fin, convencido, repitió una y otra vez: «Dios mío, Dios mío…».

Mañana es sábado, pero sólo de nombre, le comentó Wexford a Burden. Nadie tendría el día libre y cancelarían todos los permisos. Las manifestaciones de Burden sobre las mujeres que vivían en las plantas bajas le recordaron el acto anunciado para el sábado por la noche en el instituto de Kingsmarkham. Se preguntó si podría asistir. La conferencia que iba a dar era la misma que había dado en dos actos anteriores sobre ¡Mujeres, alerta! y disfrutaba con su papel de orador. No se lo perdería a menos que fuese por fuerza mayor; a menos, pongamos por caso, que arrestaran a alguien por el asesinato.

Los jóvenes -a Wexford le disgustaba la palabra «juventud» y se negaba a emplearla- seguían sentados en la balaustrada de piedra de la escalera de la oficina de la Seguridad Social. Quizá no eran los mismos pero a él se lo parecían. Esta vez se fijó en ellos para poder reconocerles: un chico con la cabeza rapada y camiseta gris; un chico con cazadora de cuero negro y pantalones de chándal con el pelo recogido en una coleta; otro muy bajo con el pelo rubio rizado y un chico negro con trenzas y una de esas gorras grandes tejidas. Al catalogarles de esta manera, comprendió lo que había hecho, lo que le había dicho a Burden que hacían los racistas, así que cambió la descripción a: un chico con trenzas y una gorra tejida.

Le miraron indiferentes, o al menos tres lo hicieron. El de la coleta ni siquiera le miró. Esperó algún comentario al pasar junto a ellos, un insulto o una gracia, pero no hubo nada de eso. Subió las escaleras y se encontró con la puerta cerrada, pero una joven venía dispuesta a abrirle.

No la había visto antes. Era pequeña, con las facciones afiladas y pelo rojizo; la placa prendida en su camiseta negra ponía Sra. A. Selby, auxiliar administrativa. Wexford le dio las buenas tardes y murmuró algo referente a que lamentaba haberles hecho quedar fuera de hora, pero ella era demasiado tímida para contestar. La siguió entre los mostradores hasta la parte de atrás donde ella abrió una puerta señalada no sólo con «Privado», sino también con «No entrar».

Wexford no había pretendido que fuera así. Cyril Leyton -no cabía ninguna duda de que era obra suya- era evidentemente un director de escuela manqué. Las sillas, las mismas que usaban los clientes que esperaban para firmar, estaban dispuestas en cinco filas con las mesas metálicas grises delante de cada una. El personal ocupaba las sillas. Wexford no imaginaba que fueran tantos. Casi se echó a reír al ver que Leyton les había sentado por orden jerárquico: los dos supervisores, el consejero de nuevas solicitudes restante y todos los administrativos superiores, en la primera fila: los administrativos detrás; después los auxiliares, los que atendían la centralita, se ocupaban de la correspondencia y hacían las fotocopias; en la última fila, en la silla del extremo izquierdo, el asiento reservado para el cargo más bajo de todos, estaba el guardia de seguridad.

En cada mesa, delante de cada miembro del personal, había un bloc de notas. Lo único que faltaba, pensó Wexford, era una pizarra y quizás una férula para que Leyton les pegara en los nudillos a los revoltosos. El director se daba aires de importancia, feliz consigo mismo después del susto inicial. Le brillaba el rostro. Desde la última vez que Wexford le había visto se había cortado el pelo casi al rape y la maquinilla le había dejado un sarpullido rojo brillante en el cuello.

– Todos presentes -anunció Leyton.

Wexford se limitó a asentir. Por ridículos que fueran éstos preparativos, los blocs de notas podían ser útiles. Siempre y cuando entendieran que no debían anotar lo que él dijera sino lo que ellos sabían.

– Intentaré no demorarles más de la cuenta. Todos ustedes ya están enterados de la muerte violenta de la señorita Annette Bystock. Saldrá en el informativo de las seis y media de la televisión local y en los periódicos de mañana así que no hay razón para ocultarles que fue un asesinato.

Oyó el suspiro ahogado de alguno de los presentes. Quizás había sido Ingrid Pamber, que le miraba fijamente con sus ojos azules, o la rubia delgaducha sentada junto a ella, que debía tener veinticinco años pero que aparentaba quince. No alcanzaba a leer su placa. En la primera fila estaba el otro consejero de nuevas solicitudes, sentado como un joven ejecutivo importante en un seminario, con las piernas cruzadas, el tobillo sobre la rodilla, los codos apoyados en los brazos de la silla, la cabeza echada hacia atrás. Era muy bien parecido, con un estilo sombrío y parecía disfrutar de lo lindo.

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