Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Es verdad. No diré que no me alegro porque mentiría. ¿Cómo creéis que me siento después de soportar durante años que mi marido me dijera primero que no era capaz de ganarme un sueldo, y, cuando lo ganaba, dijera que no valía la pena porque se lo llevaban los impuestos?

– Nunca dije tal cosa.

– Me siento en la gloria -afirmó Sylvia, sin hacerle caso-. Ahora todos ellos dependen de mí. Todo ese dinero, y es mucho, me lo pagarán a mí. Para que después hablen de sexismo y de machismo…

– No pagarán la hipoteca -le interrumpió Neil-. Casi todo lo que dices no es exacto. Pagarán los intereses de la hipoteca y pondrán un límite en la cantidad que pagarán. Tendremos que poner la casa en venta.

– De ninguna manera.

– Claro que sí. No tenemos otra opción. La venderemos y compraremos una adosada en Mansfield Road, si tenemos suerte. Dora, eso parece budín de Navidad, uno de mis preferidos. No tiene mucho sentido, Sylvia, que cuentes una sarta de mentiras como reivindicación de los derechos femeninos.

– ¿Sabéis por qué los hombres tienen la nuez de Adán? -preguntó Ben.

Wexford le respondió que no mientras bendecía a su nieto en silencio por la interrupción.

– Es porque cuando la serpiente le dio a Eva la manzana ella se la comió tranquilamente, pero en cambio a Adán se le atragantó un trozo y por eso los hombres tienen ese trozo que les sobresale.

– Si ese cuento no es machismo puro, ya me diréis qué es. A ver si acabas de una vez con las patatas, Robin.

No pasa nada.

– No sé qué significa -dijo Sylvia, malhumorada.

Wexford rechazó el budín y el café, y fue al vestíbulo para llamar al sargento detective Vine.

A Barry Vine le costó dar con Euan Sinclair. Acababa de regresar de Londres. Pensaba escribir su informe después de cenar. Wexford lo tendría sobre su escritorio a las nueve de la mañana.

– Hágame un resumen -le pidió Wexford.

– No encontré a la chica.

Vine había ido primero a la dirección dada por el doctor Akande. Era una casa victoriana bastante grande en el East End, ocupada por tres generaciones de las familias Sinclair y Lafay. Una abuela anciana, que vivía allí desde hacía treinta años, sólo hablaba una versión del patois. Tres de las hijas también vivían en la casa y cuatro de sus hijos, pero no Euan. Se había mudado hacía cosa de tres meses.

Las mujeres, que sentían una profunda desconfianza por la policía, hablaron con él con recelo. La madre de Euan, Claudine, ocupaba la planta baja con su compañero y padre de sus dos hijos pequeños, un hombre llamado Samuel Lafay, hermano del ex marido de la hermana mayor…

– Por favor, abrevie -dijo Wexford.

Era obvio que Vine disfrutaba con el relato de las complejidades de esta intrincada familia. Al parecer se lo había pasado en grande. Después de preguntarse retóricamente por qué ella tenía que decirle nada sobre su hijo que era un hombre decente, honesto y honorable, un intelectual, Claudine Sinclair o Lafay le dio la dirección de un piso municipal en Whitechapel. Este resultó ser el hogar de una muchacha llamada Joan-Anne, madre de la hija de Euan Sinclair. Joan-Anne no quería saber nada de Euan, aunque ganase un millón de libras ella no aceptaría ni un penique para el sustento de su hija, Tasga, le rechazaría aunque le suplicara de rodillas; ahora tenía a un hombre bueno que nunca había estado sin trabajo. La joven le dio a Vine una dirección en Shadwell, la casa de Sheena («una pobre burra que se deja pisotear») que era la madre del hijo de Euan.

Euan había ido a firmar, le informó Sheena. Le tocaba los jueves. Después de firmar acostumbraba a ir a tomar unas copas con los amigos, pero regresaría a casa a alguna hora, no sabía cuándo. No, Vine no podía esperarle, no lo consentiría. Vine comprendió que la idea le inquietaba, quizá por lo que pudieran decir los vecinos. Sin duda los vecinos le habían identificado, por aquella misteriosa manera que tienen algunas personas de descubrir a los policías, y tomarían buena nota de cuántas horas pasaba Vine en el piso de Sheena. Mientras conversaban, el hijo de Euan se desgañitaba. Sheena fue a buscarle y regresó con un niño guapo y furioso que ya parecía demasiado grande como para que pudiera cargarlo su diminuta madre.

«Para ya de chillar, Scott, para ya de chillar», le ordenó la mujer, una y otra vez, sin conseguir ningún resultado. Scott continuó chillándole a ella y al visitante. Vine se marchó y regresó a las cuatro.

Sheena y su hijo seguían solos. Scott berreaba de vez en cuando. No, Euan no había vuelto. ¿Llamarla por teléfono? ¿Qué quería decir con llamarla por teléfono? ¿Por qué iba a llamarla? Vine renunció. Sheena le dio al niño un paquete de patatas fritas y le sentó delante del televisor para que viera una serie: Corrupción en Miami. Cuando Scott se calló. Vine le preguntó a la madre sobre Melanie Akande, pero era evidente que nunca la había oído mencionar. Mientras Vine insistía en preguntar, apareció Euan Sinclair.

Alto, guapo, muy delgado, Euan tenía un aire que a Vine le recordó a Linford Christie. Llevaba el pelo al rape, una semana de crecimiento, calculó Vine, después de afeitarse la cabeza. Caminaba con la gracia particular de los jóvenes negros, todos los movimientos a partir de las caderas, el torso erguido e inmóvil. Pero fue su voz la que sorprendió a Vine. No era inglés criollo, del que le separaba una generación, ni cockney del East End, tampoco del estuario sino algo cercano a la escuela pública.

– Así que además de ser un esnob, también es un racista, Barry -comentó Wexford medio en serio, medio en broma.

Vine no lo negó. Dijo que tenía la impresión de que Euan Sinclair había aprendido a hablar de esa manera por alguna desconocida razón política. De pronto se le ocurrió -por primera vez- que Euan quizá negaría conocer a Melanie en presencia de Sheena.

– Es lo primero que hubiera pensado -señaló Wexford.

– Sin embargo, no fue así. Eso fue lo más curioso. Vi que era una novedad para ella y que no le hacía ninguna gracia. En cambio, él no le dio ninguna importancia.

Había estado con Melanie la semana pasada. En el acto de graduación en Myringham. Habían tenido una charla y ella aceptó verle el martes siguiente en Myringham. Sheena le miraba horrorizada. A Melanie la habían invitado a la fiesta de Laurel Tucker, dijo Euan, y él pensaba asistir.

Vine le preguntó dónde se habían citado y Euan mencionó un pub en Myringham. Sobre las cuatro. El Wig y Ribbon en la calle Mayor, abría de las once de la mañana a las once de la noche. Ella no se había presentado, aunque Euan esperó hasta las cinco y media. Entonces, vio a un conocido, otro alumno de la universidad de Myringham. Los dos tomaron unas copas, fueron a otro bar, después a otro, y Euan acabó durmiendo en el suelo de la habitación del amigo. Sheena no pudo contenerse más.

– Me dijiste que habías pasado la noche en casa de tu abuela.

Él le respondió, con el mismo tono en que alguien dice que llueve:

– Te mentí.

Sheena se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla detrás de ella Euan le advirtió:

– Será mejor que no me dejes solo con él. No soy una niñera. Eso es trabajo de mujer.

– Hablaré con el tipo que se fue de copas con él -dijo Vine-, pero creo que me dijo la verdad. Me dio el nombre y la dirección del amiguete tan tranquilo.

– Por lo que parece, Melanie nunca llegó a Myringham -señaló Wexford-. Algo le pasó en la calle Mayor de Kingsmarkham. En un tramo de ciento ochenta metros. Tenemos que averiguar qué fue.

4

La familia Tucker, Laurel y Glenda Tucker, su padre y la madrastra, tenían pocas novedades que aportar. No tenían el menor interés en «vemos mezclados en nada». Era cierto que Laurel había esperado a Melanie a última hora de la tarde del seis de julio y que se había disgustado cuando no apareció. Pero no le sorprendió. Después de todo, habían tenido una discusión.

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