El rostro de Nash se deslizó junto al suyo sobre el cristal oscuro. Se acercó tanto a Bond que sus codos quedaron en contacto.
– Creo que he localizado a uno de nuestros colegas, viejo -dijo en voz baja.
Bond no se sorprendió. Había supuesto que, si sucedía algo, sería esta noche.
– ¿Quién está aquí? -preguntó, casi con indiferencia.
– No sé su nombre real, pero ha pasado por Trieste una o dos veces. Tiene algo que ver con Albania. Puede que sea el director residente de allí. Ahora viaja con pasaporte estadounidense. «Wilbur Frank.» Dice ser banquero. Está en el número nueve, al lado de su compartimento. No creo que me equivoque con respecto a él, viejo.
Bond miró brevemente los ojos del bronceado rostro. La puerta del horno había vuelto a abrirse. El resplandor rojo brilló y se extinguió de inmediato.
– Me alegro de que lo haya encontrado. Esta podría ser una noche ajetreada. Será mejor que permanezca a nuestro lado a partir de ahora. No debemos dejar sola a la muchacha.
– Lo mismo pensé yo, viejo.
Cenaron juntos. Fue una comida silenciosa. Nash se sentó junto a la joven y no apartó los ojos de su propio plato. Sujetaba el cuchillo como si fuera una estilográfica y con frecuencia lo limpiaba contra el tenedor. Sus movimientos eran torpes. A media comida extendió un brazo para coger el salero, y volcó la copa de Chianti de Tatiana. Se disculpó profusamente. De forma muy ostentosa, pidió otra copa y la llenó.
Llegó el café. Entonces fue Tatiana quien se comportó con torpeza. Volcó su taza. Se había puesto muy pálida y su respiración era agitada.
– ¡Tatiana! -Bond se levantó a medias del asiento. Pero fue el capitán Nash quien se puso en pie de un salto y se hizo cargo de la situación.
– La señora ha tenido un vahído -dijo escuetamente-. Permítame. -Se inclinó, rodeó a la joven con un brazo y la puso de pie-. La llevaré de vuelta al compartimento. Será mejor que se haga cargo del estuche. Hay que pagar la cuenta. Yo puedo cuidarla hasta que usted llegue.
– Estoy bien -protestó Tatiana con labios flojos de creciente inconsciencia-. No te preocupes, James. Me echaré un rato.
Su cabeza se recostó contra el hombro de Nash. Este la rodeó por la cintura con un grueso brazo, se abrió camino rápida y eficientemente por el atestado corredor del coche restaurante y salió.
Bond chasqueó los dedos, impaciente, para llamar al camarero. «Pobre querida mía. Debe de estar muerta de agotamiento.» ¿Por qué no había pensado en la tensión por la que estaba pasando la muchacha? Se maldijo por egoísta. Gracias al cielo que estaba Nash. Era un tipo eficiente, a pesar de toda su tosquedad.
Bond pagó la cuenta. Cogió el pesado estuche y avanzó con toda la rapidez posible por el abarrotado tren.
Golpeó con suavidad la puerta número siete. Nash la abrió. Salió con un dedo sobre los labios y cerró la puerta tras de sí.
– Sufrió un pequeño mareo -dijo-. Ahora se encuentra bien. Las camas ya estaban hechas. Se ha acostado en la de arriba. Supongo que todo esto ha sido un poco excesivo para la muchacha, viejo.
Bond asintió con la cabeza. Entró en el compartimento. Una mano pálida pendía por debajo del abrigo de cebellina. Bond se puso de pie sobre la cama inferior y, con suavidad, metió la mano debajo del extremo del abrigo. La mano estaba muy fría. La muchacha no emitió ningún sonido.
Bond bajó al suelo. Sería mejor dejarla dormir. Salió al corredor.
Nash lo miró con ojos vacuos.
– Bueno, será mejor que nos instalemos para pasar la noche. Yo tengo un libro. -Lo alzó para que se viera-. Guerra y paz. Hace años que estoy intentando leerlo. Usted duerme durante el primer turno, viejo. También parece bastante destrozado. Lo despertaré cuando ya no pueda mantener los ojos abiertos. -Hizo un gesto con la cabeza hacia el número nueve-. Aún no ha aparecido. No creo que lo haga si está planeando alguna jugarreta. -Hizo una pausa-. Por cierto, ¿tiene un arma, viejo?
– Sí, ¿por qué? ¿Usted no?
La expresión de Nash era de disculpa.
– Me temo que no. En casa tengo una Luger, pero es demasiado grande para este tipo de trabajo.
– Bueno… -replicó Bond, reacio-. Será mejor que coja la mía. Venga conmigo.
Entraron en el compartimiento y Bond cerró la puerta. Sacó la Beretta y se la entregó.
– Ocho disparos -informó en voz baja-. Semiautomáti- ca. Tiene puesto el seguro.
Nash cogió el arma y la sopesó con aire profesional. Quitó el seguro y volvió a ponerlo.
Bond detestaba el hecho de que alguien tocase su pistola. Se sentía desnudo sin ella.
– Es algo ligera -comentó con malhumor-, pero mata si se disparan las balas en los sitios correctos.
Nash asintió con la cabeza. Se sentó cerca de la ventanilla, al final de la cama inferior.
– Yo me quedaré en este extremo -susurró-. Hay una buena línea de tiro. -Dejó el libro sobre su regazo y se acomodó.
Bond se quitó la chaqueta y la corbata, y las dejó sobre la cama, a su lado. Se reclinó contra las almohadas y descansó los pies sobre la Spektor que se encontraba en el piso junto a su maletín. Cogió su novela de Eric Ambler, encontró el punto donde la había dejado e intentó leer. Después de unas pocas páginas, se dio cuenta de que su concentración se desvanecía. Estaba tan cansado… Dejó el libro sobre su regazo y cerró los ojos. ¿Podía permitirse el lujo de dormir? ¿Había alguna otra precaución que pudiera tomar?
¡Las cuñas! Bond las buscó en el bolsillo de su chaqueta. Se levantó de la cama, se arrodilló y las encajó con fuerza debajo de ambas puertas. Luego volvió a acomodarse y apagó la luz de lectura que estaba situada detrás de su cabeza.
El ojo violeta de la luz de noche brillaba suavemente en lo alto.
– Gracias, viejo -dijo el capitán Nash en voz baja.
El tren profirió un gemido y entró con estrépito en un túnel.
La botella mortal
El ligero toque en el tobillo despertó a Bond. No se movió. Sus sentidos cobraron vida como los de un animal.
Nada había cambiado. Oyó los ruidos del tren: el suave avance de hierro que dejaba atrás kilómetros y más kilómetros, el leve crujir de la madera, un tintineo procedente del armario que había sobre el lavamanos, donde un vaso para enjuagues bucales se había soltado de la sujeción.
¿Qué lo había despertado? El espectral ojo de la luz de noche proyectaba su aterciopelado resplandor sobre la pequeña habitación. De la litera de arriba no llegaba ni un solo sonido. Junto a la ventanilla, el capitán Nash se encontraba sentado en su sitio, con el libro abierto sobre el regazo; en la doble página brillaba, blanco, un parpadeo de luz lunar que se filtraba por el borde de la cortinilla.
Tenía la mirada fija sobre Bond. El agente británico reparó en la intensidad de los ojos color violeta. Los negros labios se separaron. Se vio el destello de unos dientes.
– Lamento molestarlo, viejo. Tengo ganas de hablar.
¿Qué había de nuevo en aquella voz? Bond posó los pies con suavidad sobre el piso. Se sentó muy erguido. El peligro, como un tercer hombre, se encontraba dentro de la habitación.
– De acuerdo -replicó Bond con tranquilidad.
¿Qué había en esas pocas palabras que acababa de pronunciar el hombre, que le había provocado escalofríos en la columna? ¿Era la nota de autoridad en la voz de Nash? A Bond le pasó por la cabeza la idea de que el capitán podría haberse vuelto loco. Tal vez era la presencia de la locura, y no del peligro, lo que Bond podía oler en la habitación. Su instinto había acertado en relación con este hombre. Sería cuestión de ver cómo librarse de él en la próxima estación. ¿Hasta dónde habían llegado? ¿Cuánto faltaría para la frontera?
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