Volvió a aparecer la breve mirada feroz, candente.
– Unos tres años.
– ¿Es interesante el trabajo?
– A veces. Ya sabe usted cómo es esto, viejo.
Bond se preguntó cómo podría lograr que Nash dejara de llamarlo «viejo». Se hizo un silencio.
Obviamente, Nash pensó que era su turno otra vez. Metió la mano en el bolsillo y sacó un recorte de periódico. Era la primera página del Corriere delta Sera. Se lo entregó a Bond.
– ¿Ha visto esto, viejo? -Los ojos ardieron y se apagaron.
Era la noticia principal de la primera plana. Las gruesas letras negras de la impresión, de baja calidad, aún estaban húmedas. El titular decía:
TERRIBLE ESPLOSIONE IN ISTAMBUL UFFICIO SOVIETICO DISTRUTTO TUTTII PRESENTI UCCISI
Bond no podía entender el resto. Dobló el recorte y se lo devolvió a Nash. ¿Cuánto sabía este hombre? Sería mejor tratarlo como a un guardaespaldas a su servicio, y nada más.
– Mala cosa -comentó Bond-. Una tubería de gas, supongo.
Bond volvió a ver la obscena barriga de la bomba que colgaba del techo del nicho excavado dentro del túnel, los cables que salían de ella y recorrían la húmeda pared hasta llegar al detonador instalado en el cajón del escritorio de Kerim. ¿Quién habría pulsado el detonador ayer por la tarde, cuando Tempo llamó por teléfono? ¿El «jefe de secretarios»? ¿O lo habrían echado a suertes y luego se habían reunido en torno al elegido para observar cómo la mano descendía, y el profundo rugido había ascendido por la calle de los Libros situada en la colina cercana? Todos habrían estado allí, en la fresca sala. Con ojos que brillaban de odio. Las lágrimas serían reservadas para la noche. La venganza se habría ejecutado primero. ¿Y las ratas?
¿Cuántos miles de ellas habrían estallado en el túnel de abajo? ¿A qué hora habría sucedido? En torno a las cuatro de la tarde. ¿Se estaría celebrando la reunión diaria? Tres muertos en esa sala. ¿Cuántos más en el resto del edificio? Amigos de Tatiana, quizá. Tendría que ocultarle el suceso. ¿Darko habría estado observando? ¿Desde una ventana del Valhalla? [24] Bond podía oír la gran carcajada de triunfo resonando por las paredes. En cualquier caso, Kerim se había llevado a muchos consigo.
Nash estaba mirándolo.
– Sí, es posible que se tratara de una tubería de gas -replicó sin interés.
Una campanilla resonó por el pasillo, aproximándose.
– Deuxiéme Service. Deuxiéme Service. Preñez vos places, s'il vous plait.
Bond miró a Tatiana. Tenía el semblante pálido. En sus ojos había el ruego de que la salvara de las torpezas de aquel hombre nada kulturny.
– ¿Te apetece ir a almorzar? -preguntó Bond. Ella se levantó de inmediato-. ¿Y a usted, Nash?
El capitán Nash ya estaba de pie.
– Ya he almorzado, gracias, viejo. Me gustaría echar una mirada por el tren. ¿Al revisor se le puede…? Ya me entiende… -Hizo el gesto de contar dinero.
– Oh, sí, ya lo creo que cooperará -respondió Bond. Extendió el brazo y cogió el pequeño estuche pesado. Abrió la puerta para que pasara Nash-. Nos veremos luego.
El capitán Nash salió al pasillo.
– Sí, espero que así sea, viejo -comentó. Se volvió hacia la izquierda y se alejó por el pasillo, moviéndose con soltura a pesar de los balanceos del tren, con las manos en los bolsillos de los pantalones mientras la luz resplandecía en los apretados rizos dorados de la parte trasera de su cabeza.
Bond siguió a Tatiana en el sentido opuesta. Los coches estaban atestados de turistas que regresaban a casa. La gente que viajaba en los corredores de tercera clase estaba sentada sobre sus bolsos charlando y masticando naranjas y bollos de aspecto duro con trocitos de salami sobresaliendo de los mismos. Los hombres examinaron a Tatiana con atención cuando la joven pasó apretadamente entre ellos. Las mujeres le dedicaron a Bond miradas de valoración, mientras se preguntaban si le haría el amor bien a la muchacha.
En el coche restaurante, Bond pidió dos vermuts con soda y una botella de Chianti Broglio. Llegaron los magníficos entremeses europeos. Tatiana comenzaba a estar más animada.
– Extraño hombre. -Bond la observó cómo picoteaba entre los diferentes platillos-. Pero me alegro de que haya venido. Tendré oportunidad de dormir un poco. Cuando volvamos a casa, voy a dormir durante una semana entera.
– Ese hombre no me gusta -declaró la joven con indiferencia-. No es kulturny. No me fío de sus ojos.
Bond se echó a reír.
– Nadie es lo bastante kulturny para ti.
– ¿Lo conocías de antes?
– No, pero pertenece a mi compañía.
– ¿Cómo has dicho que se llama?
– Nash. Norman Nash.
Ella deletreó el apellido.
– ¿N-A-S-H? ¿Así?
– Sí.
Los ojos de la muchacha reflejaban una expresión de perplejidad.
– Supongo que ya sabes lo que significa eso en ruso. Nash significa «nuestro». En nuestros servicios, un hombre es nash cuando es uno de «nuestros» hombres. Es svoi cuando es de los «suyos», cuando pertenece al enemigo. Y este hombre se llama Nash. Eso no resulta agradable.
Bond volvió a reír.
– De verdad, Tania, mira que piensas en razones extraordinarias para explicar por qué no te gustan las personas. Nash es un apellido inglés bastante corriente. Ese hombre es totalmente inofensivo. En cualquier caso, es lo bastante duro para hacer lo que nosotros necesitamos que haga.
Tatiana hizo una mueca y prosiguió con su almuerzo.
Llegaron unos tagliatelli verdi y el vino, y luego una deliciosa escalopa.
– Ah, esto es tan bueno… -dijo la joven-. Desde que salí de Rusia, soy toda estómago. -Sus ojos se abrieron con alarma-. ¿No me permitirás que me ponga demasiado gorda, James? ¿No me permitirás que engorde tanto que no sirva para hacer el amor? Tendrás que ir con cuidado, o me pasaré todo el día comiendo y durmiendo. ¿Me pegarás si como demasiado?
– Desde luego que te pegaré.
Tatiana arrugó la nariz. El sintió la suave caricia del tobillo de ella. Los grandes ojos lo miraron fijamente. Sus pestañas bajaron con recato.
– Por favor, paga la cuenta -dijo-. Tengo sueño.
El tren estaba entrando en Mestre. Se veía el comienzo de los canales. Una góndola de carga llena de verduras avanzaba con lentitud por una recta extensión de agua hacia el interior de la ciudad.
– Pero dentro de nada llegaremos a Venecia -protestó Bond-. ¿No quieres verla?
– No será más que otra estación. Podré ver Venecia en otro momento. Ahora quiero que me hagas el amor. Por favor, James. -Tatiana se inclinó hacia él y posó una mano sobre una de las de Bond-. Dame lo que te pido. Tenemos tan poco tiempo…
Y volvieron a encontrarse en la pequeña habitación con el aroma del mar entrando por la ventanilla semiabierta y la cortinilla agitándose con el aire desplazado por el avance del tren. Una vez más estaban las dos pilas de ropa en el piso y los dos cuerpos susurrantes sobre el asiento, y las manos que exploraban lentamente. Y se formó el nudo amoroso; y, cuando el tren se sacudió al pasar sobre los cambios de agujas y entraba en la resonante estación de Venecia, el último grito desesperado se perdió en el aire.
Fuera del aislamiento de la diminuta habitación sonó una confusión de resonantes voces, entrechocar metálico y pasos de pies que se arrastraban y que lentamente se desvanecieron en el sueño.
Pasaron por Padua y por Vicenza, y una fabulosa puesta de sol sobre Verona brilló con mortecina luz roja y dorada a través de las rendijas de la cortinilla. La campanilla volvió a sonar por el pasillo. Despertaron. Bond se vistió y salió al corredor, donde se recostó contra el pasamanos. Miró por la ventanilla hacia la agonizante luz rosácea que brillaba sobre la llanura de Lom- bardía, y pensó en Tatiana y en el futuro.
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