Tatiana se acomodó en la silla. ¡Así que se trataba de eso! La verdad es que no era tan malo, después de todo. ¡Qué alivio! ¡Y qué honor que la hubiesen escogido a ella! ¡Qué tonta era por haberse asustado tanto! Naturalmente, los líderes del Estado no permitirían que ningún mal le sobreviniera a un ciudadano inocente que trabajaba duramente y no tenía ninguna marca negra en su zapiska. Repentinamente, se sintió muy agradecida para con la figura paternal que encarnaba el Estado, y orgullosa porque ahora tendría una oportunidad para pagar su deuda con él. Incluso esa mujer, Rosa Klebb, no era tan mala después de todo.
Tatiana continuaba aún repasando alegremente la situación, cuando se abrió la puerta del dormitorio y «esa mujer, Klebb» apareció en la misma.
– ¿Qué le parece esto, querida?
La coronel Klebb abrió sus regordetes brazos y giró sobre las puntas de los pies como una modelo. Adoptó una pose con un brazo estirado y el otro doblado a la altura de la cintura.
La boca de Tatiana se había abierto. La cerró con rapidez. Buscó algo que decir.
La coronel Klebb de SMERSH llevaba puesto un camisón semitransparente hecho de crépe de chine color naranja. Tenía festones de la misma tela en torno al cuello cuadrado y bajo, y festones en los puños adornados por muchos volantes. Debajo podía verse un sujetador que consistía en dos grandes rosas de satén. En la parte inferior llevaba bragas anticuadas de satén rosa con elásticos por encima de las rodillas. Una rodilla con hoyuelos, como un coco amarillento, aparecía doblada y adelantada entre los pliegues medio abiertos del camisón, en la postura clásica de las modelos. Los pies estaban enfundados en sandalias de satén rosa con pompones de plumas de avestruz. Rosa Klebb se había quitado las gafas y su rostro desnudo estaba ahora cargado de rímel, colorete y lápiz de labios.
Parecía la puta más vieja y fea del mundo.
Tatiana tartamudeó:
– Es muy bonito.
– ¿Verdad que sí? -gorjeó la mujer. Se encaminó hacia un ancho sofá situado en un rincón de la sala. Estaba cubierto por un chillón tapiz campesino. En la parte trasera, contra la pared, había unos cojines de satén en colores pastel, bastante mugrientos.
Con un chillido de placer, Rosa Klebb se echó sobre él, adoptando lo que parecía la caricatura de una pose de Recamier. Alzó una mano y encendió una lámpara de mesa con pantalla rosa, cuyo pie era una mujer desnuda hecha de falso cristal de Lalique. Dio unos golpecitos en el sofá, a su lado.
– Apague la luz de arriba, querida. El interruptor está junto a la puerta. Luego venga a sentarse a mi lado. Debemos conocernos la una a la otra.
Tatiana avanzó hacia la puerta. Apagó la luz cenital. Su mano cayó con gesto decidido sobre el pomo de la puerta. Lo hizo girar, abrió y salió tranquilamente al corredor. De pronto, la abandonó el valor. Cerró la puerta de golpe a sus espaldas y corrió enloquecida pasillo abajo, con las manos sobre los oídos para no oír el grito persecutor que no fue proferido.
Se enciende la mecha
Era la mañana del día siguiente.
La coronel Klebb estaba sentada ante el escritorio del espacioso despacho que constituía su cuartel general en el sótano de SMERSH. Era más una sala de operaciones que una oficina. Una pared estaba completamente tapada por un mapa del hemisferio occidental. La pared opuesta estaba cubierta por el hemisferio oriental. Detrás del escritorio y al alcance de su mano, un Telekrypton emitía ocasionalmente una señal de en clair, repetición de otra máquina que había en la sección de Criptografía, bajo los altos mástiles de radio colocados en el tejado del edificio. De vez en cuando, siempre que la coronel Klebb pensaba en ello, arrancaba la larga tira de papel y leía los mensajes. Se trataba de una formalidad. Si sucediera algo importante, sonaría su teléfono. Todos los agentes que SMERSH tenía en el mundo eran controlados desde esta habitación, y se trataba de un control vigilante y férreo.
El pesado rostro tenía aspecto hosco y disipado. La piel de pollo de debajo de los ojos estaba abolsada, y en la esclerótica había venas rojas.
Uno de los tres teléfonos que tenía a su lado emitió un suave ronroneo. Ella levantó el receptor.
– Hágale pasar.
Se volvió hacia Kronsteen, que estaba sentado, limpiándose pensativamente los dientes con un sujetapapeles abierto, en un sillón colocado contra la pared de la izquierda, debajo de la punta sur de África.
– Granitsky.
Kronsteen volvió lentamente la cabeza y miró la puerta.
Red Grant entró y la cerró con suavidad tras de sí. Avanzó hasta el escritorio y se detuvo, posando unos ojos obedientes, casi ansiosos, en los de su oficial superior. Kronsteen pensó que tenía el aspecto de un poderoso mastín que aguarda su ración de comida.
Rosa Klebb lo miró de arriba abajo con frialdad.
– ¿Está en forma y listo para trabajar?
– Sí, camarada coronel.
– Echémosle un vistazo. Quítese la ropa.
Red Grant no manifestó sorpresa alguna. Se quitó el abrigo y, tras buscar con los ojos algún sitio donde colocarlo, lo dejó caer al piso. Luego, con naturalidad, se quitó el resto de la ropa y los zapatos. El gran cuerpo moreno rojizo con su vello dorado iluminó la habitación gris amarillenta. La postura de Grant era relajada, las manos sueltas a los lados y una rodilla ligeramente doblada, como si estuviera posando para una clase de pintura.
Rosa Klebb se levantó de su asiento y rodeó el escritorio. Estudió el cuerpo con detenimiento, pinchando aquí, tanteando allá, como si estuviera comprando un caballo. Continuó hasta quedar a espaldas del hombre y prosiguió su minuciosa inspección. Antes de que completara el círculo, Kronsteen la vio extraer algo del bolsillo y guardarlo dentro de la mano. Hubo un destello metálico.
La mujer volvió a situarse ante Grant y se detuvo muy cerca de su lustroso estómago, con el brazo derecho a la espalda. Lo miró directamente a los ojos.
De pronto, con una velocidad terrible y descargando todo el peso de su hombro en el golpe, lanzó la mano derecha cerrada hacia delante, cargada con un puño de bronce, para golpear exactamente el plexo solar de Grant.
– ¡Ugh!
Grant dejó escapar un gruñido de sorpresa y dolor. Las piernas se le aflojaron apenas, y luego se enderezaron. Por un brevísimo instante, sus ojos se cerraron en agonía. Luego se abrieron y posaron una enrojecida mirada furiosa en los fríos ojos amarillos, penetrantes, que lo contemplaban desde detrás de los cuadrados cristales de las gafas. Aparte del inflamado enrojecimiento que le apareció en la piel por debajo del esternón, Grant no manifestó ningún efecto debido a aquel golpe, que habría hecho que cualquier hombre normal cayera al suelo retorciéndose de dolor.
Rosa Klebb sonrió con ferocidad. Volvió a deslizar el puño de bronce en el bolsillo, regresó a su escritorio y se sentó. Volvió la mirada hacia Kronsteen con un asomo de orgullo.
– Al menos está suficientemente en forma -comentó.
Kronsteen le contestó con un gruñido.
El hombre desnudo sonrió con tímida satisfacción. Levantó una mano y se frotó el estómago.
Rosa Klebb se recostó en el asiento y lo contempló pensativamente.
– Camarada Granitsky -dijo por fin-, hay un trabajo para usted. Se trata de una tarea importante. Más importante que cualquier cosa que haya intentado hasta ahora. Es una misión que le valdrá una medalla… -los ojos de Grant destellaron-, porque el objetivo es peligroso y difícil. Estará en un país extranjero, y solo. ¿Entendido?
– Sí, camarada coronel. -Grant estaba emocionado. Allí tenía la oportunidad para dar ese gran paso adelante. ¿Cuál sería la medalla? ¿ La Orden de Lenin? Escuchó con atención.
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