lan Fleming - Desde Rusia con amor

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Desde Rusia con amor: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde Rusia con amor es la quinta novela de James Bond escrita por Ian Fleming. La inteligencia soviética planea un golpe contra la inteligencia occidental, para esto han escogido como blanco al agente 007 de MI6. La agente Tatiana Romanova es inducida por la coronel Rosa Klebb para que le ofrezca a Bond un decodificador soviético a cambio de que él la lleve a Inglaterra. El agente Grant se asegurará de que no falle la misión. Bond será ayudado por Kerim Bey, un musulmán que se encubre bajo la identidad de un vendedor de tapetes. El desenlace final será que Kerim Bey morirá a manos de Grant en el Expreso de Oriente, Grant será eliminado por Bond y Rosa Klebb será arrestada, no sin antes herir a Bond con un cuchillo escondido en su zapato. El desenlace de esto se ve en la novela Dr. No, en donde Bond se cura.

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La muchacha se llevó los nudillos a la boca abierta y se los mordió, con la vista clavada en el teléfono. ¿Para qué la querían? ¿Qué había hecho? Con desesperación, retrocedió en el tiempo para rebuscar en los días, los meses, los años. ¿Acaso habría cometido algún terrible error en su trabajo y acababan de descubrirlo? ¿Habría hecho alguna observación acerca del Estado, algún chiste sobre el que se había informado? Eso siempre era posible. Pero, ¿qué observación era? ¿Cuándo la había hecho? Si hubiera sido una observación negativa, habría sentido una punzada de culpabilidad o miedo en su momento. Tenía la conciencia tranquila. ¿O no? De pronto, recordó. ¿Sería por la cuchara que se había llevado? La lanzaría por la ventana, ahora mismo, bien lejos, hacia un lado u otro. Pero no, no podía ser por eso. Era algo demasiado pequeño. Se encogió de hombros con resignación y dejó caer la mano a un lado. Se puso de pie y avanzó hacia el armario para coger su mejor uniforme, con los ojos empañados por las lágrimas de miedo y perplejidad de una niña. No podía tratarse de ninguna de esas cosas. SMERSH no mandaba llamar a nadie por ese tipo de cosas. Tenía que ser algo mucho, mucho peor.

A través de las lágrimas, la muchacha miró el reloj barato que llevaba en la muñeca. ¡Sólo le quedaban siete minutos! Se enjugó los ojos con el antebrazo y cogió su uniforme de gala.

¡Encima de esta situación, fuera lo que fuese, sólo le faltaba llegar tarde! Desprendió los botones de su blusa blanca de algodón a tirones.

Mientras se vestía, lavaba la cara y cepillaba el cabello, su mente continuó sondeando el maligno misterio como un niño inquisitivo que mete un palito en la cueva de una serpiente. Desde cualquier ángulo que exploraba el agujero, obtenía un furibundo silbido como respuesta.

Dejando a un lado la naturaleza de su culpabilidad, el contacto con cualquier tentáculo de SMERSH era horrendo. El nombre mismo de la organización era aborrecido y evitado. SMERSH, «Smiert Spionam», «Muerte a los espías». Se trataba de una palabra obscena, una palabra de tumba, el susurro mismo de la muerte, una palabra no pronunciada siquiera en los chismorreos secretos de oficina entre amigos. Y lo peor de todo era que, dentro de esta terrible organización, Otdyel II, el departamento de Tortura y Muerte, era el horror central.

¡Y el jefe de Otdyel II era aquella mujer, Rosa Klebb! Se murmuraban cosas inverosímiles acerca de esa mujer, cosas que se le aparecían a Tatiana en sus pesadillas, cosas que volvía a olvidar durante el día, pero que ahora pasaban ante sus ojos.

Se decía que Rosa Klebb no permitía que se practicara tortura ninguna si ella no estaba presente. En su oficina había una bata salpicada de sangre y un taburete bajo, y decían que cuando se la veía escabullirse precipitadamente por los pasillos del sótano con el taburete en la mano y vestida con la bata, corría de inmediato la voz e incluso los empleados de SMERSH hablaban con susurros y se inclinaban profundamente sobre sus papeles -y tal vez incluso cruzaban los dedos dentro de los bolsillos-, hasta que se informaba que había regresado a su despacho.

Porque, o al menos eso decían, cogía el taburete y lo colocaba muy cerca de la cara del hombre o la mujer que colgaba del borde de la mesa de interrogatorio. Luego se sentaba sobre el taburete, miraba el rostro y decía con voz queda: «número 1» o «número 10» o «número 25», y los interrogadores sabían lo que quería decir y comenzaban. Y ella contemplaba los ojos del rostro que tenía a pocos centímetros e inspiraba los alaridos como si fuesen perfume. Y, dependiendo de los ojos, ella cambiaba la tortura con voz queda, y decía: «ahora número 36» o «ahora número 64», y los interrogadores hacían otra cosa. A medida que el valor y la resistencia escapaba de los ojos y éstos comenzaban a debilitarse y suplicar, ella empezaba a arrullar con voz suave.

– Vamos, vamos, palomo mío. Háblame, bonito, y esto acabará. Hace daño. Ay, señor, duele mucho, niño mío. Y estás tan cansado del dolor… Querrías que cesara, y poder quedarte acostado en paz y que nunca volviera a comenzar. Tu madre está aquí a tu lado, sólo esperando poder detener el dolor. Tiene una bonita cama cómoda preparada para que duermas en ella y olvides, olvides, olvides. Habla -susurraba amorosamente-. Sólo tienes que hablar, y tendrás paz y se acabará el dolor. -Si los ojos continuaban resistiéndose, ella volvía a comenzar los arrullos-. Pero eres tonto, bonito mío. ¡ Ah, eres tan tonto! Este dolor no es nada. ¡Nada! ¿Es que no me crees, palomito mío? Bien, pues, tu madre probará un poquitín, pero sólo un poquitín, con el número 87.

Y los interrogadores oían y cambiaban sus instrumentos y sus objetivos, y ella se quedaba sentada allí y observaba cómo la vida disminuía en los ojos hasta el punto de que tenía que hablar en voz alta al oído de la persona, o las palabras no le llegaban al cerebro.

Pero eran raros los casos, según decían, en que la persona tenía la voluntad necesaria para viajar muy lejos por el camino del dolor de SMERSH, y menos aún hasta el final y, cuando la voz suave prometía paz, ganaba casi siempre porque Rosa Klebb sabía, por la expresión de los ojos, el momento en que el adulto había sido quebrantado hasta convertirse en un niño que lloraba por su madre. Y ella les proporcionaba la imagen de esa madre y ablandaba el espíritu donde las palabras de un hombre lo habrían endurecido.

Luego, después de que un sospechoso más hubiese sido quebrantado, Rosa Klebb regresaba por el pasillo con el taburete en la mano y despojada de su bata nuevamente salpicada de sangre; volvía a trabajar y corría la voz de que todo había acabado y la actividad normal se instalaba una vez más en el sótano.

Tatiana, congelada por sus pensamientos, volvió a mirar su reloj. Le quedaban cuatro minutos. Se alisó el uniforme con las manos y se miró una vez más el semblante blanco en el espejo. Se volvió para despedirse de su querida, familiar habitacionci- 11a. ¿Volvería a verla alguna vez?

Avanzó por el recto pasillo y llamó el ascensor.

Cuando llegó, cuadró los hombros, alzó el mentón y entró en él como si se tratara de la plataforma de la guillotina.

– Octavo -le dijo a la muchacha ascensorista. Permaneció de cara a la puerta. Dentro de sí, recordando una palabra que no había usado desde la infancia, repetía, una y otra vez: «Dios mío… Dios mío… Dios mío.»

Capítulo 9

Un trabajo de amor

En el exterior de la puerta anónima pintada de color crema, Tatiana ya percibió el olor de la habitación que había detrás. Cuando la voz le dijo ásperamente que entrara y ella abrió la puerta, fue el olor lo que llenó su mente mientras se detenía en la entrada y miraba fijamente los ojos de la mujer que se encontraba sentada detrás de una mesa redonda, bajo la luz central.

Era el olor del metro en los atardeceres calurosos: perfume barato que ocultaba olores animales. La gente de Rusia se empapaba en perfume, tanto si se había bañado como si no, pero sobre todo cuando no lo había hecho, y las muchachas sanas y limpias como Tatiana volvían siempre andando de la oficina a casa, a menos que lloviera o nevara mucho, para evitar el hedor de los trenes y el metro.

Ahora, Tatiana se encontraba en un baño de ese olor. Sus narinas se contrajeron de asco.

Fueron el asco y el desprecio que le inspiraba una persona capaz de vivir en medio de un hedor tal lo que la ayudó a mirar a los ojos amarillentos que la contemplaban fijamente a través de los cristales cuadrados de las gafas. No podía leerse nada en ellos. Eran ojos receptores, no dadores. Se desplazaron lentamente por toda la muchacha, como el objetivo de una cámara, abarcándola.

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