Ken Follett - El Valle de los Leones
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Hasta ese momento, el capitán, el que montaba a caballo, había estado a cargo de todo, pero de allí en adelante Anatoly asumía la responsabilidad total. Mientras lo oía dar órdenes, Jane se dio cuenta de que comprendía todo lo que él decía. Hacía más de un año que no oía hablar ruso y al principio le pareció un galimatías, pero ahora que se le había acostumbrado el oído, entendía cada palabra. En ese momento le ordenaba a un soldado que le atara las manos a Ellis. El soldado, que por lo visto esperaba recibir esa orden, sacó un par de esposas. Ellis, en un gesto de cooperación, tendió las manos hacia delante y el soldado se las esposó.
Ellis parecía intimidado y abatido. Al verlo encadenado y vencido, Jane se sintió invadida por una oleada de pena y angustia, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
El soldado preguntó si debía esposar también a Jane.
– No -contestó Anatoly-. Ella tiene el bebé.
Los llevaron hasta el helicóptero.
– Lo siento -dijo Ellis-. Me refiero a lo de Jean-Pierre. No pude impedir…
Ella movió la cabeza para indicarle que no hacía falta que se disculpara, pero le resultó imposible articular palabra. La absoluta sumisión de Ellis la enfurecía, no con él sino con todos los demás, por haberlo reducido a ese estado. Estaba furiosa con Jean-Pierre, con Anatoly, con Halam y con los rusos en general. Casi llegó a desear haber hecho detonar los explosivos.
Ellis saltó al helicóptero y después se inclinó para ayudarla a subir. Sostuvo a Chantal con el brazo izquierdo para que no se balanceara el cabestrillo y le tendió a ella la mano derecha. La izó de un tirón. En el momento en que la tuvo más cerca murmuró:
– En cuanto despeguemos, pégale una bofetada a Jean-Pierre.
Jane estaba demasiado escandalizada para reaccionar, cosa que probablemente fue una suerte. Nadie más parecía haber escuchado las palabras de Ellis, pero de todos modos, ninguno de ellos hablaba demasiado inglés. Ella hizo un esfuerzo por conservar una expresión normal.
La cabina de pasajeros era pequeña, con un techo tan bajo que los hombres tenían que permanecer inclinados. No tenía más comodidades que un pequeño estante, asegurado al fuselaje frente a la puerta y que hacía las veces de asiento. Jane se sentó agradecida. Desde allí veía la cabina del piloto. El asiento del piloto estaba elevado unos setenta centímetros del suelo con un escalón al lado para subir a él. El piloto se encontraba en su puesto -la tripulación no había desembarcado- y la hélice giraba. El ruido era muy fuerte.
Ellis se instaló en el suelo junto a Jane, entre el banco y el asiento del piloto.
Anatoly subió a bordo con un soldado a quien habló mientras señalaba a Ellis. Jane no podía oír lo que decían, pero por la actitud del soldado dedujo que se le había ordenado custodiar a Ellis: el muchacho descolgó el rifle que llevaba al hombro y lo sostuvo descuidadamente en sus manos.
Jean-Pierre fue el último en subir. Mientras el helicóptero alzaba el vuelo, se quedó junto a la puerta abierta contemplando el paisaje. Jane se sintió presa del pánico. Estaba muy bien que Ellis le dijera que abofeteara a Jean-Pierre en el momento de despegar, pero ¿cómo iba a hacerlo? En ese instante Jean-Pierre le daba la espalda y seguía de pie junto a la puerta abierta: si ella intentaba pegarle, probablemente perdería el equilibrio y caería al vacío. Miró a Ellis con la esperanza de que la guiara. El tenía una expresión tensa en el rostro, pero rehuyó su mirada.
El helicóptero se alzó hasta una altura aproximada de tres metros, después efectuó una especie de descenso, cobró velocidad y empezó a ascender nuevamente.
Jean-Pierre se volvió de espaldas a la puerta, cruzó la cabina y comprobó que no tenía donde sentarse. Vaciló. Jane sabía que debía levantarse y abofetearle -aunque ignoraba por qué-, pero estaba como petrificada en su asiento, paralizada por el pánico. Entonces Jean-Pierre le hizo señas con el pulgar, indicándole que debía ponerse de pie.
Allí fue donde ella perdió los estribos.
Estaba cansada y se sentía miserable, dolorida y hambrienta, y él quería que se levantara soportando el peso de la hijita de ambos, para que él pudiera sentarse. Ese movimiento despectivo del pulgar le pareció la síntesis de toda su crueldad, maldad y traiciones, y la enfureció. Se puso en pie, con Chantal colgada del cuello, y acercó su cara a la de él, gritando:
– ¡Cretino! ¡Bastardo! -Sus palabras se perdieron entre el rugir de los motores y el aullido del viento, pero por lo visto la expresión de Jane lo impresionó, porque él retrocedió un paso-. ¡Te odio! -gritó ella, y después se abalanzó contra él con los brazos extendidos y lo empujó violentamente hacia atrás, hacia la puerta abierta.
Los rusos habían cometido un error. Era un error pequeñísimo, pero era todo lo que Ellis tenía a su favor y estaba decidido a sacarle el mayor partido posible. El error consistía en haberlo esposado con las manos al frente en lugar de hacerlo a la espalda.
Al principio abrigó la esperanza de que no lo esposaran; por eso, con un esfuerzo sobrehumano, no hizo nada cuando Jean-Pierre abofeteó a Jane. Existía la posibilidad de que le dejaran los brazos libres: después de todo estaba desarmado y solo. Pero, por lo visto, Anatoly era un hombre precavido.
Por suerte no fue él quien lo esposó, sino un simple soldado. Los soldados sabían que los prisioneros que tenían las manos atadas delante eran mucho más fáciles de manejar: era menos probable que cayeran y podían subir y bajar de camiones y helicópteros sin ayuda. Así que cuando Ellis sumisamente le tendió las manos al frente, el soldado no lo pensó dos veces.
Sin ayuda era imposible que Ellis venciera a tres hombres, sobre todo cuando por lo menos uno de ellos estaba armado. Sus posibilidades en una lucha directa eran nulas. Su única esperanza consistía en hacer que el helicóptero se estrellara.
Durante un instante el tiempo quedó como detenido, mientras Jane permanecía de pie frente a la puerta abierta con la pequeña balanceándose de su cuello, y miraba con expresión horrorizada a Jean-Pierre que caía al vacío; y en ese instante Ellis pensó: Estamos a cuatro o cinco metros de altura y ese cretino posiblemente sobrevivirá. ¡Qué pena! Pero en ese instante Anatoly se puso en pie y aferró los brazos de Jane desde atrás. Anatoly y Jane separaban a Ellis del soldado que se había quedado del otro lado de la cabina.
Ellis giró sobre sí mismo, se puso en pie de un salto junto al asiento del piloto, pasó sus manos esposadas por encima de la cabeza del hombre, le clavó la cadena de las esposas en el cuello y tiró.
El piloto no perdió la serenidad.
Mantuvo los pies sobre los pedales y el brazo izquierdo sobre la palanca de mando, levantó la mano derecha y agarró las muñecas de Ellis.
Ellis tuvo un momento de pánico. Esa era su última oportunidad y sólo le quedaban un par de segundos. El soldado al principio tendría miedo a usar el rifle por temor de herir al piloto, y Anatoly, en el caso de estar armado, compartiría el mismo temor, pero en cualquier momento uno de ellos comprendería que no tenía nada que perder, porque si no disparaban sobre Ellis en pocos instantes más el helicóptero se estrellaría, de manera que correrían el riesgo.
Alguien aferró los hombros de Ellis desde atrás. Al ver de reojo la manga gris oscura, se dio cuenta de que era Anatoly. En el morro del helicóptero, el artillero se volvió, vio lo que estaba sucediendo y empezó a levantarse de su asiento. Ellis pegó un tirón salvaje a la cadena. El dolor fue demasiado intenso para el piloto que levantó ambas manos y abandonó su asiento.
En cuanto las manos y los pies del piloto soltaron los controles, el helicóptero empezó a corcovear y a brincar en el aire. Ellis estaba preparado para eso y mantuvo el equilibrio apoyándose contra el asiento del piloto, pero a sus espaldas, Anatoly perdió el equilibrio y lo soltó.
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