Ken Follett - El Valle de los Leones

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El Valle de los Leones: краткое содержание, описание и аннотация

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Rodeado de montañas salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganistán donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un médico francés y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa más terrible de la guerra contra los invasores soviéticos.

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Sacó del bolsillo de su chaqueta un bloque de T N T, un rollo de cable detonador con la marca Primacord, un pequeño objeto de metal del tamaño aproximado de la tapa de una estilográfica y algo parecido a una jeringuilla de metal, sólo que en el extremo romo tenía un aro para tirar en lugar de un inyector. Colocó los objetos en el suelo.

Jane observaba como aturdida. No se atrevía a abrigar esperanzas.

Unió el pequeño objeto metálico a uno de los extremos del Primacord, apretándolo con los dientes; después lo aseguró al extremo afilado de la jeringa. Se lo entregó a Jane.

– Te explicaré lo que tienes que hacer. Camina hacia aquel extremo del desfiladero extendiendo el cable. Trata de que quede oculto. No importa si tienes que meterlo en el arroyo, esto arde debajo del agua. Cuando toda la extensión del cable quede tensa, saca los pernos de seguridad de esta manera. -Le mostró algo parecido a dos alfileres pinchados al cuerpo de la jeringa. Los extrajo y volvió a ponerlos en su lugar-. Después no me pierdas de vista. Espera hasta que yo te haga señas con los brazos en alto, así. -Le demostró con gestos la señal que le haría-. Entonces tira de la anilla. Si hacemos esto en el momento justo, es posible que los matemos a todos. ¡Adelante!

Jane siguió las órdenes que acababa de darle sin pensar, como un autómata. Caminó hasta el extremo del desfiladero, extendiendo el cable. Al principio lo ocultó detrás de una fila de arbustos bajos, después lo tendió sobre el lecho del arroyo. Chantal dormía en el cabestrillo, meciéndose suavemente a medida que Jane caminaba, y le dejaba los dos brazos libres.

Después de un minuto, miró hacia atrás. Ellis colocaba el T N T dentro de la fisura de una roca. Jane siempre había creído que los explosivos estallaban espontáneamente si uno los trataba con descuido; obviamente ése era un concepto equivocado.

Siguió caminando hasta que sintió el cable tenso en la mano, y entonces se volvió. Ellis escalaba la pared del desfiladero, sin duda buscando la mejor posición para poder observar a los rusos cuando se introdujeran en la trampa.

Se sentó junto al arroyo. El pequeño cuerpecito de Chantal descansaba en su regazo liberando de su peso la espalda de Jane. Las palabras de Ellis seguían resonando en su cabeza: Si hacemos esto en el momento justo, es posible que los matemos a todos. ¿Podrá dar resultado? -se preguntó-. ¿Morirán todos?

En ese caso, ¿que harían los demás rusos? La mente de Jane empezó a aclararse y consideró las posibles consecuencias. En el término de una hora o dos alguien notaría que esa patrulla hacía rato que no se comunicaba con ellos y tratarían de llamarlos por radio. Al no poder obtener respuesta, supondrían que se encontraban en un desfiladero profundo, o que se les había estropeado la radio. Después de otro par de horas sin contacto, enviarían un helicóptero en su busca, presuponiendo que el oficial al mando tendría el sentido común necesario para encender una fogata o tomar alguna otra medida para ser claramente visibles desde el aire. Cuando también eso fracasara, la gente del cuartel general empezaría a preocuparse. En algún momento tendrían que enviar otra patrulla para buscar a la perdida. Y el nuevo grupo tendría que recorrer el mismo camino que el anterior. Decididamente no completaría el trayecto durante el día, y les resultaría imposible buscarlos por la noche. Cuando por fin encontraran los cadáveres, Ellis y Jane les habrían sacado por lo menos un día y medio de ventaja, posiblemente más. Tal vez sea bastante, pensó Jane; para entonces ellos habrían pasado por tantos desvíos, valles laterales y rutas alternativas, que sería imposible seguirles el rastro. Me pregunto -pensó con cansancio-, me pregunto si esto podrá ser el final. ¡Ojalá se dieran prisa esos soldados! No soporto la espera. ¡Tengo tanto miedo!

Podía ver a Ellis con claridad: se arrastraba sobre pies y manos a lo largo de la parte superior del risco. También divisaba a la patrulla, que marchaba por el valle. Aún a esa distancia se los notaba sucios, y por sus hombros caídos y la forma en que arrastraban los pies era evidente que estaban cansados y desalentados. Todavía no la habían visto; ella se confundía con el paisaje.

Ellis se agazapó detrás de una roca y desde allí espió a los soldados que se acercaban. Era visible desde donde estaba Jane, pero se encontraba oculto de las miradas de los rusos. En cambio él veía con claridad el lugar donde acababa de colocar los explosivos.

Los soldados llegaron a la entrada del desfiladero y empezaron el descenso. Uno de ellos montaba a caballo y tenía bigote: presumiblemente se trataba de un oficial. Otro tenía puesto un gorro chitralí. Ese es Halam -pensó Jane-, el traidor. Después de lo que había hecho Jean-Pierre, la traición le parecía un crimen imperdonable. Había otros cinco más y todos tenían el pelo muy corto, cubierto por gorras de uniforme, y sus rostros eran juveniles y bien afeitados. Dos hombres y cinco muchachos, pensó ella.

Observó a Ellis. En cualquier momento le haría la señal convenida. Le empezó a doler el cuello por la tensión de mirar permanentemente hacia arriba. Los soldados todavía no la habían visto: tenía la atención fija en el terreno rocoso y desigual. Por fin Ellis se volvió hacia ella y en un ademán lento y deliberado, alzó ambas manos por encima de su cabeza.

Jane volvió a mirar a los soldados. Uno de ellos estiró el brazo y tomó la bridas del caballo para ayudarlo a caminar sobre el terreno desigual. Jane sostenía en la mano izquierda el artefacto parecido a una jeringa, y con la derecha apretaba la anilla de la que debía tirar. Un solo tirón haría detonar el T N T y desmoronaría el risco sobre sus perseguidores. Cinco muchachos -pensó-. Que entraron en el ejército porque eran pobres o tontos, o ambas cosas, o tal vez porque fueron reclutados. Obligados a vivir en un país frío y poco hospitalario, donde la gente los odia. A quienes se ordena cruzar un desierto montañoso y helado. Enterrados por un deslizamiento de tierra y de rocas, las cabezas destrozadas, los pulmones ahogados por la tierra, las columnas vertebrales rotas y los pechos hundidos, gritando, sofocándose y sangrando hasta morir en medio del terror y de dolores espantosos. Cinco cartas que serían dirigidas a orgullosos padres y ansiosas madres: lamentamos informar, muerto en acción, histórica lucha contra las fuerzas de la reacción, acto de heroísmo, medalla póstuma, profundas condolencias. ¡Profundas condolencias! El desprecio de la madre ante esas palabras, tan cuidadosamente elegidas, al recordar el momento en que dio a luz a su hijo en medio del dolor y del miedo, en que lo alimentó en las épocas fáciles y difíciles, en que le enseñó a caminar erguido, a lavarse las manos y a deletrear su nombre, en que lo envió a la escuela; al recordar cómo lo observó crecer y crecer hasta que fue casi tan alto como ella y después aún más alto, hasta que estuvo en condiciones de ganarse la vida y de casarse con una muchacha sana, fundar una familia propia y darle nietos. La angustia de la madre al darse cuenta de que todo eso, todo lo que había hecho, el dolor, el trabajo y las preocupaciones había sido en balde: ese milagro, su hombre-niño acababa de ser destruido por hombres bravucones en una guerra estúpida e inútil. La sensación de pérdida.

Jane oyó gritar a Ellis. Levantó la mirada. Estaba de pie, ya no le importaba que lo vieran, le hacía gestos con la mano y gritaba:

– ¡Hazlo ahora! ¡Hazlo ya!

Con todo cuidado, ella depositó el detonador en el suelo junto al arroyo caudaloso.

Los soldados ya los habían visto a ambos. Dos de ellos empezaron a subir por el muro del desfiladero, dirigiéndose al lugar donde se encontraba Ellis. Los demás rodearon a Jane, apuntándola a ella y a su hijita con sus rifles, con aspecto de sentirse tontos y avergonzados. Ella los ignoró y observó a Ellis, que bajaba por el muro del desfiladero. Los hombres que subían dirigiéndose hacia él, se detuvieron y esperaron para ver qué iba a hacer.

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