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Ken Follett: El Valle de los Leones

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Ken Follett El Valle de los Leones

El Valle de los Leones: краткое содержание, описание и аннотация

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Rodeado de montañas salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganistán donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un médico francés y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa más terrible de la guerra contra los invasores soviéticos.

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– ¿Tú crees? -preguntó Jean-Pierre con una vaga sonrisa-. Verás, es difícil adquirir conocimientos valiosos en un período más corto. La idea de enviar médicos por menos tiempo allí resulta altamente ineficaz. Lo que los rebeldes necesitan es una atención médica más o menos permanente, un hospital en un lugar fijo y al menos una parte del personal estable de un año a otro. Tal como están las cosas, la mayoría de la gente no sabe dónde llevar a sus enfermos y heridos, no sigue las indicaciones del médico porque nunca llega a conocerlo lo suficiente como para confiar en él, y nadie tiene tiempo de impartir educación sanitaria. Y transportar voluntarios hasta allí convierte sus servicios gratuitos en algo bastante costoso.

Jean-Pierre puso tanto énfasis en su discurso que casi llegó a creerlo él mismo y tuvo que recordarse cuál era el verdadero motivo de su viaje a Afganistán y de querer permanecer allí durante dos años.

– ¿Quién va a ceder gratuitamente sus servicios? -preguntó una voz a sus espaldas.

Se volvió y vio a otra pareja que llevaba bandejas con comida: Valerie, una interna como él, y un radiólogo amigo suyo. Se sentaron a la misma mesa que ocupaban Jean-Pierre y la morena.

Esta se encargó de contestar la pregunta de Valerie.

– Jean-Pierre se va a Afganistán a trabajar para los rebeldes.

– ¿En serio? -preguntó Valerie, sorprendida-. Me enteré de que te habían ofrecido un empleo maravilloso en Houston.

– Lo rechacé.

Ella se mostró impresionada.

– Pero, ¿por qué?

– Considero que vale la pena salvar las vidas de los que luchan por la libertad; en cambio unos cuantos tejanos millonarios más o menos no representarán ninguna diferencia.

El radiólogo no estaba tan fascinado por Jean-Pierre como su amiguita. Tragó un bocado de patatas antes de hablar.

– No está mal calculado. Cuando vuelvas no te costará nada que te ofrezcan el mismo puesto, además de médico, serás un héroe.

– ¿Qué te parece? -preguntó Jean-Pierre con frialdad.

No le gustaba el giro que estaba tomando la conversación.

– El año pasado, dos personas de este hospital fueron a Afganistán -continuó diciendo el radiólogo-. A su regreso consiguieron empleos estupendos.

Jean-Pierre le dedicó una sonrisa tolerante.

– Es agradable saber que, en caso de que sobreviva, no me será difícil conseguir empleo.

– ¡Es lo menos que te puede pasar! -exclamó, indignada, la morena-. ¡Después de tanto sacrificio!

– ¿Y tus padres qué opinan del proyecto? -le preguntó Valerie.

– Mi madre está de acuerdo -contestó Jean-Pierre. Por supuesto que estaba de acuerdo: le encantaban los héroes. Jean-Pierre imaginaba lo que hubiera dicho su padre sobre los médicos idealistas jóvenes que iban a trabajar para los rebeldes afganos: ¡El socialismo no significa que todo el mundo pueda hacer lo que le dé la gana! -hubiera exclamado con tono ronco y perentorio y con el rostro algo arrebolado-. ¿Quiénes crees que son esos rebeldes? Son bandidos que oprimen a los campesinos obedientes de la ley. Las instituciones feudales deben ser destruidas antes de que entre el socialismo. -Y con su gran puño cerrado, hubiera pegado un puñetazo sobre la mesa-. Para hacer un soufflé es necesario romper huevos, ¡para hacer socialismo hay que romper cabezas! No te preocupes, papá, ya sé todo eso.-. Mi padre está muerto -explicó Jean-Pierre-. Pero él también luchó por la libertad. Estuvo en la resistencia durante la guerra.

– ¿Y qué hacía? -preguntó, escéptico, el radiólogo.

Pero Jean-Pierre no le contestó porque acababa de ver a Raoul Clermont, el editor de La Révolte que en ese momento cruzaba la cafetería, sudoroso, en su traje dominguero. ¿Qué diablos estaba haciendo ese periodista gordo en la cafetería del hospital?

– Tengo qué hablar unas palabras contigo -dijo Raoul sin preámbulos.

Estaba sin aliento.

Jean-Pierre le señaló una silla.

– Raoul…

– Es urgente -interrumpió Raoul, como si no quisiera que los demás se enteraran de su nombre.

– ¿Por qué no nos acompañas a almorzar? Así podríamos conversar con tranquilidad.

– Lo siento, pero no puedo.

Jean-Pierre percibió una nota de pánico en la voz del gordo. Al mirar sus ojos, se dio cuenta de que imploraban que se dejara de tonterías. Se puso en pie, sorprendido.

– Muy bien -dijo. Y para disimular la brusquedad de su marcha pidió a los demás en tono de broma-: No os comáis mi almuerzo, regresaré.

Tomó a Raoul del brazo y salieron de la cafetería.

Jean-Pierre tenía intenciones de detenerse y hablar junto a la puerta, pero Raoul siguió caminando por el corredor.

– Me ha enviado el señor Leblond -explicó.

– Estaba empezando a pensar que él se encontraba detrás de todo esto -admitió Jean-Pierre.

Hacía un mes, Raoul lo había llevado a conocer a Leblond quien le propuso que viajara a Afganistán, aparentemente para ayudar a los rebeldes como lo hacían los médicos franceses, pero en realidad para convertirse en espía de los rusos. Jean-Pierre se sintió orgulloso, aprensivo, pero sobre todo emocionado ante la oportunidad que se le presentaba de efectuar algo realmente espectacular por la causa. Su único temor fue que la organización que enviaba médicos a Afganistán lo rechazara por ser comunista. No tenían manera de enterarse de que era miembro del Partido y él decididamente no se lo iba a decir, pero era probable que supieran que simpatizaba con el comunismo. Sin embargo, había muchos comunistas franceses que se oponían a la invasión de Afganistán. Existía también la posibilidad remota de que una organización cautelosa pudiera sugerir que Jean-Pierre se sentiría más feliz trabajando para otro grupo de luchadores de la libertad; ellos también enviaban gente a ayudar a los rebeldes de El Salvador, por ejemplo. Pero en definitiva, eso no sucedió: Jean-Pierre fue inmediatamente aceptado por Médecins pour la Liberté. Cuando le dio la buena noticia a Raoul, éste le anticipó que mantendrían otra reunión con Leblond. Tal vez de eso quería hablarle Raoul en ese momento.

– ¿Por qué tanto pánico? -preguntó.

– Quiere verte inmediatamente.

– ¿Ahora? -preguntó Jean-Pierre, enojado-. Estoy de guardia. Tengo pacientes…

– Estoy seguro de que alguien más podrá encargarse de ellos.

– Pero, ¿por qué tanta urgencia? No tengo que viajar hasta dentro de dos meses.

– No se trata de Afganistán.

– Y entonces, ¿de qué se trata?

– No sé.

¿Entonces por qué estás tan asustado?, se preguntó Jean-Pierre.

– ¿No tienes ni la menor idea?

– Sé que han arrestado a Rahmi Coskun.

– ¿El estudiante turco?

– Sí.

– ¿Por qué?

– No sé.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo apenas lo conozco.

– El señor Leblond te lo explicará.

Jean-Pierre alzó las manos en un gesto de impotencia.

– No puedo irme de aquí tan fácilmente.

– ¿Y qué sucedería si de repente te sintieras mal? -preguntó Raoul.

– Se lo comunicaría a la enfermera jefe y ella me buscaría un sustituto. Pero…

– Entonces, llámala. -Habían llegado a la entrada del hospital y en la pared había una serie de teléfonos interiores.

Esta puede ser una prueba -pensó Jean-Pierre-, una prueba de lealtad para ver si soy lo suficientemente serio como para que me encomienden esa misión. Decidió arriesgarse a sufrir la furia de las autoridades del hospital. Descolgó el teléfono.

– Me acaban de comunicar una repentina emergencia familiar -explicó cuando lo atendieron-. Será necesario que usted se ponga inmediatamente en contacto con el doctor Roche para que me sustituya.

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