Benito Pérez - Episodios Nacionales - El 19 de marzo y el 2 de mayo

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No tardó la casa del cura en verse honrada de nuevo con las personas de los Requejos, que llegaron a eso de las cuatro, haciendo mil ponderaciones de las tierras adquiridas cerca de Ontígola; y su contento al ver que Inés se disponía a seguirles, fue extraordinario.

– No te des prisa, pimpollita – decía D. Mauro, – que todavía hay tiempo de sobra.

– Su impaciencia por emprender el viaje – añadió doña Restituta, plegando de un modo indefinible el forro cutáneo de su cara- es tan viva, que la pobrecilla quisiera tener alitas para salir más pronto de aquí.

– Eso no – dijo D. Celestino algo amoscado; – que su tío no le ha dado malos tratos, para que así se impaciente por abandonarle.

Inés se arrojó llorando a los brazos del cura, y ambos derramaron muchas lágrimas. Por mi parte, tenía interés en que los Requejos no conocieran que un antiguo y cordial amor me unía a Inés, así es que disimulé mi sofocación, y acechándola fuera, cuando salió en busca de un objeto olvidado, le dije:

– Prendita, no me digas una palabra, ni me mires, ni me saludes. Yo me quedo aquí, pero descuida; pronto nos hemos de ver allá.

Llegó por fin la hora de la partida; el coche se acercó a la puerta de la casa. Inés entró en él muy llorosa y los Requejos tomaron asiento a un lado y otro, pues aun en aquella situación temían que se les escapara. Jamás he visto mujer ninguna que se asemejara a un cernícalo como en aquel momento doña Restituta. El coche partió, y al poco rato nuestros ojos le vieron perderse entre la arboleda. Don Celestino, que hacía esfuerzos por aparentar gran serenidad, no pudo conservarla, y haciendo pucheros como un niño, sacó su largo pañuelo y se lo llevó a los ojos.

– ¡Ay, Gabriel! ¡Se la llevaron!

Mi emoción también era intensísima, y no pude contestarle nada.

VI

Al día siguiente me llevó D. Celestino al palacio del Príncipe de la Paz. Era el 15 de Marzo, si no me falla la memoria.

Aunque no tenía ropa para mudarme en tan solemne ocasión, como la que llevaba a Aranjuez era la mejorcita, con una camisa limpia que me prestó el cura, quedé en disposición, según él mismo me dijo, de presentarme aunque fuera a Napoleón Bonaparte. Por el camino, y mientras hacíamos tiempo hasta que llegara la hora de las audiencias, D. Celestino sacaba del bolsillo interior de su sotana el poema latino para leerlo en alta voz, porque,

– Quizás el señor Príncipe – decía- me mande leer algún trozo, y conviene hacerlo con entonación clásica y ritmo seguro, mayormente si hay delante algún embajador o general extranjero.

Después, guardando el manuscrito, añadió con cierta zozobra:

– ¿Sabes que el sacristán de la parroquia, ese condenado Santurrias… ya le conoces… me ha puesto esta mañana la cabeza como un farol? Dice que el señor Príncipe de la Paz no dura dos días más al frente de la nación, y que le van a cortar la cabeza. Esto no merece más que desprecio, Gabrielillo; pero me da rabia de oír tratar así a persona tan respetable. Pues, ¿qué crees tú? he descubierto que ese pícaro Santurrias es jacobino, y se junta mucho con los cocheros del infante D. Antonio Pascual, los cuales son gente muy alborotada.

– ¿Y qué dice ese reverendo sacristán?

– Mil necedades; figúrate tú. Como si a personas de estudios y que tienen en la uña del dedo a todos los clásicos latinos, se les pudiera hacer tragar ciertas bolas. Dice que el señor príncipe de la Paz, temiendo que Napoleón viene a destronar a nuestros queridos reyes, tiene el propósito de que éstos marchen a Andalucía para embarcarse y dar la vela a las Américas.

– Pues anoche – dije yo- cuando fui al mesón a decir a los arrieros que no me aguardaran, oí decir lo mismito a unos que estaban allí, y por cierto que hablaban de su amigo y paisano de Vd. con más desprecio que si fuera un bodegonero del Rastro.

– No saben lo que se pescan, hijo – me dijo el cura. – Pero o yo me engaño mucho o los partidarios del príncipe de Asturias andan metiendo cizaña por ahí. Ello es que en Aranjuez hay mucha gente extraña y… quiera Dios. Ya me dijo esta mañana Santurrias que su mayor gusto será tocar las campanas a vuelo si el pueblo se amotina para pedir alguna cosa; pero ya le he dicho – y al hablar así D. Celestino se paró, y con su dedo índice hacía demostraciones de la mayor energía- ya le he dicho que si toca las campanas de la Iglesia sin mi permiso, lo pondré en conocimiento del señor Patriarca para lo que este tenga a bien resolver.

Con esta conversación llegó la hora, y nosotros al palacio de S. A. Atravesamos por entre varios guardias que custodiaban la puerta, porque ha de saberse que el generalísimo tenía su guardia de a pie y de a caballo, lo mismo que el rey, y mejor equipada, según observaban los curiosos. Nadie nos puso obstáculo en el portal ni en la escalera; pero al llegar a un gran vestíbulo en cuyo pavimento taconeaban con estrépito las botas de otra porción de guardias, uno de estos nos detuvo, preguntando a D. Celestino con cierta impertinencia que a dónde íbamos.

– Su Alteza – dijo el clérigo muy turbado- tuvo el honor de señalarme… digo… yo tuve el honor de que él señalara el día de hoy y la presente hora para recibirme.

– Su Alteza está en palacio. Ignoramos cuándo vendrá – dijo el guardia dando media vuelta.

D. Celestino me consultó con sus ojos y también iba a consultarme con sus autorizados labios, cuando se sintió ruido en el portal.

– ¡Ahí está! Su Alteza ha llegado – dijeron los guardias, tomando apresuradamente sus armas y sombreros para hacer los honores.

Pero el Príncipe subió a sus habitaciones particulares por la escalera excusada, que al efecto existía en su palacio.

– Quizás Su Alteza no reciba hoy – dijo a don Celestino el guardia, que poco antes nos había detenido. – Sin embargo, pueden Vds. esperar si gustan, y él avisará si da audiencia o no.

Dicho esto, nos hizo pasar a una habitación contigua y muy grande donde vimos a otras muchas personas, que desde por la mañana habían acudido en solicitud del favor de una entrevista con S. A. Entre aquella gente había algunas damas muy distinguidas, militares, señores a la antigua, vestidos con históricas casacas y cubiertos con antiquísimas pelucas, y también algunas personas humildes.

Los pretendientes allí reunidos se miraban con recelo y mal humor, porque a todo el que hace antesala molesta mucho el verse acompañado, considerando sin duda que si el tiempo y la benevolencia del ministro se reparten entre muchos, no puede tocarles gran cosa. Un ujier se acercó a nosotros y preguntó a D. Celestino quiénes éramos, a lo cual repuso el buen eclesiástico:

– Nosotros somos curas de la parroquia de… quiero decir, soy cura de la parroquia y este joven… este joven gana noventa y tres reales en los meses de treinta y uno; y venimos a… pero yo no pienso pedirle nada al señor Príncipe, porque este picarón (señalando a mí) no se morderá la lengua para decirle lo que desea.

Cuando el ujier se alejó, dije a mi acompañante que tuviera cuidado de no equivocarse tan a menudo: que no anunciara anticipadamente nuestra comisión pedigüeña, y que no había necesidad de ir pregonando lo que yo ganaba, a lo que me respondió que él como persona nueva en antesalas y palacios, se turbaba a la primera ocasión, diciendo mil desatinos. Uno de los señores que aguardaban se nos acercó, y reconociendo al cura, se saludaron ambos muy cortésmente, diciendo el desconocido:

– Sr. D. Celestino, ¿qué bueno por aquí?

– Vengo a visitar a S. A. Ya sabe Vd. que somos paisanos y amigos. Mi padre y su abuelo hicieron un viaje juntos desde Trujillo a la Vera de Plasencia, y un tío de mi madre tenía en Miajadas una dehesa donde los Godoyes iban a cazar alguna vez. Somos amigos, y le estoy muy reconocido, porque a la munificencia de S. A. debo el beneficio que disfruto, el cual me fue concedido en cuanto S. A. tuvo conocimiento de mi necesidad; así es que desde mi primer memorial hasta el día en que tomé posesión, sólo transcurrieron catorce años.

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