Benito Pérez - Episodios Nacionales - La campaña del Maestrazgo
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No le parecieron mal a Urdaneta estas razones, y como sacara a relucir la especie, muy corriente en aquellos días, de la muerte del famoso guerrero, negola el siciliano, sosteniendo que había, sí, corrido grandísimo peligro en los últimos días de Diciembre; pero que estaba vivo, aunque al parecer no muy sano. En Septiembre del año anterior habíase unido Cabrera en Utiel a la expedición de Gómez. Juntos recorrieron Cuenca, Albacete, la Mancha,Andalucía y Extremadura… Si las tropas cristinas que les perseguían no pudieron deshacerles, tampoco ellos lograron su intento de sublevar las comarcas que invadían. Un correr continuo; exacciones y rapiñas en ciudades y aldeas; aislados lances de guerra sin plan ni concierto, gloriosos unos para los liberales, como el de Villarrobledo, ventajosos otros para los carlistas, pero sin que de ninguno resultara el aniquilamiento de la expedición, ni tampoco su triunfo; tal fue la obra combinada de Cabrera y Gómez, caracteres antitéticos, de cuya unión no podía resultar nada eficaz. La falta de engranaje entre uno y otro temperamento militar fue marcándose en desavenencias, luego en discordias, y los dos cabecillas, que juntos no podían formar una cabeza, riñeron al fin, a la vuelta de Cáceres, campando cada uno por sus respetos. Cabrera se escabulló fugaz y resbaladizo por el caminito que creyó más seguro para volver a sus riscos y barranqueras del Maestrazgo, donde en su ausencia las cosas de la guerra no iban muy prósperas, y amenazaba desbaratarse lo que él con paciencia, rigor y firme mano organizado había.
Lo primero que intentó al pisar su terreno fue pasar al Cuartel general de D. Carlos en el Norte, para dar cuenta a este de la desavenencia con Gómez y proponerle un nuevo plan de campaña en el Centro. Llegose al Ebro, eligiendo el vado de Rincón de Soto como el único que en aquella estación cruda era practicable; pero le salió mal la cuenta, porque fue sorprendido por la columna de Iribarren, que le deshizo, matándole muchos hombres y dispersándole los que quedaron con vida. La suya estuvo en gran peligro. Acribillado de balazos, quedó al amparo de la obscuridad junto a una pared, donde le recogió uno de los suyos, el cabecilla que llamaban La Diosa, y le llevó atravesado en una caballería, como un saco, pues montar no podía. Perseguido por las tropas de Iribarren, debió su salvación a un cura que le escondió en el sótano de su casa; allí pasó largos días y noches entre la vida y la muerte, hasta que, mejorado de sus heridas, le trasladaron a un abrupto monte, espesura más propia de lobos que de seres humanos, donde permaneció en escondite, recobrando poco a poco la sangre perdida, y con ella el brío y la ferocidad. De este apartamiento provino la noticia de su muerte, que corrió por toda España, descorazonando a los suyos, y llenando de tristeza y confusión a todo el carlismo de aquende y allende el Ebro; pero ya en los últimos de Enero (como unos quince antes de la fecha en que esto se relata) se supo a ciencia cierta que vivía, y que sin reponerse de sus heridas y enfermedades, preparaba nuevas correrías por la Plana de Castellón y riberas del Turia: que en tal hombre la ociosidad era imposible, mientras alguna vida le quedase. Cuando esto narraba el señor Rapella, no podía decir fijamente dónde se hallaba el famoso caudillo; presumía que, medio muerto o medio vivo, recogía sus fuerzas, las reorganizaba, lanzándose al terreno que la Naturaleza parecía haber amoldado a la hechura intelectual y física del que bien podía llamarse, si no el león, el gato montés de la guerra.
«A fe mía – dijo D. Beltrán, – que está usted bien informado. Ya cuidará de decir a su amigo Borso que se ande con tiento, pues este mozo no es de los que fácilmente se dejan destruir y aniquilar».
Por lo que a renglón seguido hablaron, comprendió el buen Urdaneta que en los cálculos de su flamante amigo no entraba el llevarle en su compañía, aunque en ello tuviera gusto, como se dejaba traslucir de lo que manifestó con exquisita urbanidad y palabras equívocas. Delicado en extremo, y muy ducho en artes mundanas, dio a entender D. Beltrán que los fines de su viaje exigíanle también ir solo, sin más acompañamiento que el de sus criados; manifestación que puso en gran cuidado al otro, recelando que llevase también misión diplomática, quizás como apoderado o mensajero del patriciado aragonés. Pero no atreviéndose a entrar en explicaciones, cada cual, como de zorro a zorro, se encerró en su discreción, preparándose para continuar su caminata. D. Beltrán partiría con la columna que a la sazón estaba en Fuentes, y a que pertenecía Baldomero; D. Aníbal aguardaba otra fuerza quellegaría por la tarde, mandada por un coronel, íntimo amigo suyo.
Apercibiéndose para la partida, preguntó Galán a su antiguo señor que de dónde había sacado el hermoso caballo que traía, el cual, mientras Tomé lo limpiaba en el corral, era objeto de la admiración y curiosidad de todos los allí presentes. Replicó Don Beltrán que había ganado aquella joya en una donosa y feliz apuesta; sin dar pormenores del caso, mandó venir a su presencia a los dos escarmentados Joreas y el Epístola, y en un poyo del portalón les interrogó acerca de los hijos supervivientes del desgraciado Juan Luco. De Francisquín nada sabían a ciencia cierta; de su hermana, monja profesa en el Monasterio de Sigena, a cuatro leguas de Sariñena, dio el Epístola informes más concretos. Había despuntado Marcela, desde su entrada en religión, por su ciencia grave y su lúcido ingenio; sabía latín, y dándose a la lectura, lo mismo platicaba de teología que enjaretaba versos y prosas en loor de los sagrados Misterios.
«Hace tiempo – dijo D. Beltrán, – que a mí llegó la fama, no sólo de su santidad, sino de su vivo entendimiento.
VI
– Me contaron – añadió Joreas, – que otra más leída y escrebida no la hubo nunca en aquel sacro monasterio, más antiguo que las Tablas de la Ley, pues lo hicieron en cuantico que empezó la cristiandad, hace unas docenas de miles de años. Oí que Sor Marcela pasmaba a todos con sus latines hablados por gramática, y que a verla iban el arcipreste de Mequinenza, el abad de Veruela y muchos calonges y prestes de Huesca, Tarragona y hasta de Aviñón, que es la Roma de esta parte de Francia.
– Me consta – dijo el Epístola, – porque lo he visto y leído en parte, que escribió un lindo poema sobre el milagro de los Corporales de Daroca, y también conozco unas quintillas a la Transfiguración del Señor. Sé que de diversas partes iban personas eruditas a consultar con ella puntos graves de moral, de filosofía o de religión, y que el meollo de sus sentencias era el asombro de cuantos la oían. En el monasterio, con ser ella de las monjas más jóvenes, considerábanla como autoridad, y como a vieja la respetaban. En los principios de la guerra, dicen que llamó a D. Ramón para iniciarle a no emplear medios de crueldad, y lo mismo hizo con Nogueras. El general Mina la visitó, y también fueron a platicar con ella en el locutorio Masgoret y Tristany. Pero el año que acaba de pasar, allá por Septiembre, si no recuerdo mal, cuando Maroto vino a mandar en Cataluña, que más valía que no viniera, la partida de Llarch de Copons y la de otro cabecilla que llaman Camas Crúas, bajaron huidas de la parte de Lérida, donde Gurrea les pegó de firme; tomaron la vuelta de Benabarre y Albalate para pasar el Cinca, y con el furor que traían cometieron mil desmanes, saqueando las aldeas y arrasando cuanto encontraban. Incendiados por estos bárbaros el claustro alto y aposentos capitulares de Sigena, salieron dispersas las señoras monjas, como las abejas cuando les ahúman la colmena. Cada religiosa tiró por su lado, buscando el amparo de otros conventos o de casas honestas; y Sor Marcela, a quien se creyó muerta o extraviada, apareció en una ermita solitaria de la Sierra de los Monegros, vestida con un saco al modo de penitente, el cabello suelto, como pintan a la Magdalena, sólo que más corto; los pies descalzos, una cuerda a la cintura; y diz que iba predicando a los pastores y gente rústica para que se apercibiesen a la guerra en nombre de Cristo, peleando contra los dos ejércitos, cristino y carlino, según ella legiones de Satanás, que quieren dominar la tierra y establecer el imperio de la injusticia.
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