Benito Pérez - Episodios Nacionales - La campaña del Maestrazgo

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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo: краткое содержание, описание и аннотация

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– Basta, basta ya – dijo D. Beltrán horrorizado. —.. No tanto, pobre Muel… Es demasiado castigo, infinitamente mayor que la culpa… Perdóname ya.

– Todavía no, todavía no… Otros mil años disparándote a cada minuto por el oído izquierdo un tiro de fusil con bala, la cual, después de retumbar dentro de tu calavera, saldrá por el oído derecho sin matarte…

– No más, no más, Muel… Perdón, perdón.

– Otros mil años…

– No, no… Baldomero, quítame de aquí a ese hombre… Por Dios te lo pido».

Suavemente le cogió de un brazo Galán y se lo llevó sin que hiciera resistencia, pues su locura era pacífica; inocente en las acciones, desbordada en las palabras. Día y noche se le oía la perorata cadenciosa y lúgubre: arengaba a sus imaginarias tropas, vencía y aprisionaba a Lorente; llevábale arrastrando por valles y montes hasta la torre de Pepo; encerrado allí el vencido monstruo, le imponía los sutiles castigos por series de mil años, hasta que, cansado de inventar horrores, volvía a los de la realidad y a la tragedia de Alventosa. Había sido maestro de escuela y diestro pendolista; no pedía limosna, comía lo que le daban; dormía en despoblado, o bajo techo si se lo permitían, y vagaba en un radio de cinco leguas alrededor de Quinto, su patria. Echado al corral por Galán, volvió este al lado del señor, a punto que Saloma, vencida del cansancio, cerraba los ojos y hacía reverencias. Durmiose al fin, apoyada la cabeza en la pared, y el prócer y Baldomero siguieron charlando en voz baja de cosas de guerra y política hasta que oyeron el diligente estridor de la diana, que, avisando a todos el fin del sueño, fue principio del de D. Beltrán, el cual, por añeja costumbre, dormía las mañanas.

V

Cuando el pobre anciano despertó, después de dar a sus huesos algunas horas de plácido reposo, contáronle sus amigos las novedades ocurridas en el parador durante su sueño. Había conseguido Galán reconciliar a Sanchico con su padre Sancho, no sin que este se mostrara largo rato rebelde a las paces, haciéndose el inflexible con desmedida afectación, hasta que, desahogando su severidad en una descarga de bofetadas, lloró el chico, se aplacó el padre, y todo quedó perdonado, a condición de que el joven partiese aquel mismo día para Ablitas y no volviese a separarse de sus tíos. En la ruidosa querella de hijo y padre, salió a relucir que Sanchico se había largado a la facción por contrariedades lastimosas de amor. Entre tirarse al Ebro y hacerse faccioso para que una bala le matase, prefirió esto último. El cuento fue que las balas no se metieron con él, y que el trajín de la guerra le curó de la morriña que le enfermaba el alma. Volvía, pues, mejor de lo que fue, saludable, fuerte, aleccionado del mundo, y habiendo visto sucesos mil, lisonjeros o desgraciados, que servían de grande enseñanza. Por lo demás, su afecto a la causa de D. Carlos había sido puramente circunstancial, y lo mismo le importaban a él los derechos del Rey legítimo que la carabina de Ambrosio. Cuando Urdaneta supo que Sancho iba para la Ribera, ordenó que se fuese con él uno de sus criados: se arreglaría sólo con Tomé; que los tiempos eran apretados, y había que mirar por la economía.

Pero la gran novedad de aquella mañana fue que la gentil y desenvuelta Saloma logró avistarse con el italiano, sorprendiéndole en su cuarto cuando daba la última mano en su retoque personal. Desempeñado había con extraordinaria agudeza el encargo que le confirió D. Beltrán, ganando, si no la confianza, las atenciones de aquel señor. Por las referencias de Saloma y el nombre del criado, se afirmó Urdaneta en que el tal no era otro que el siciliano de que Fernando Calpena le habló, intermediario clandestino entre las dos ramas borbónicas que se disputaban el Trono. Toda la madrugada, hasta que se durmió, había estado el prócer devanándose los sesos por recordar la gracia de aquel sujeto. Su memoria era ya para los nombres un verdadero caos. Mas cuando Saloma le contaba su entrevista, se le metió súbitamente en el cerebro a D. Beltrán el perdido nombre, y gritó: «¡Rapella, Rapella! Ya me acuerdo. En la punta de la lengua lo tenía». Díjole por fin la navarra que el señor extranjero se alegró mucho al saber que en el propio parador se hallaba persona de tan alta alcurnia, a quien conocía de fama por sus amigos de Madrid, y que deseando el honor de tratarle, le invitaba a almorzar.

«¿Ves? – dijo Urdaneta con alborozo, dando pataditas en el portal para entrar en calor. – Tú me has traído la suerte, pues yo venía con mala pata, y desde que te encontré, todas las cartas me salen buenas».

Antes de la hora del almuerzo juntáronse el viejo aristócrata y el pintado diplomático en la calle, y cambiando mil finuras, hablaron después cuanto les dio la gana, sin parar hasta que terminó el comistraje. Hizo gala Rapella de su cortesanía, y derrochó sin tasa el énfasis de su especial oratoria familiar. Aseguró a D. Beltrán que le conocía por lo que de él le habían hablado sus grandes amigos Bernardino Frías, Luis Córdova, Paco Malpica, Martínez de la Rosa, Quintana y otros. Hablaron luego de Fernando Calpena, mostrándose Rapella muy gozoso de saber que vivía, pues ya le consideraba muerto; y por fin se eternizaron en el comentario de las cosas políticas y militares, la revolución de la Granja, las nuevas Cortes, la situación política en Madrid y en la corte carlista, las intrigas de una y otra parte, Espartero, Cabrera, las expediciones de Gómez, D. Basilio y Batanero… el buen giro de la guerra en el Norte, el mal cariz de la misma en el Maestrazgo.

Por más empeño que en ello puso, no pudo el viejo conseguir que Rapella se clareara en lo de las misiones y recados que traía y llevaba de corte en corte. Se escabullía gallardamente de todas las trampas que el otro le armaba con capciosas preguntas. A veces la agudeza de D. Beltrán le cogía en contradicción. Dijo primero que iba hacia Vinaroz, donde le aguardaba un barco que debía llevarte a Nápoles; después indicó que el objeto de su viaje en tal dirección era sólo avistarse con su íntimo amigo Borso di Carminati, para darle un abrazo y pasar unos días con él. Tenía en el ejército del Centro excelentes amigos, entre ellos su paisano Cialdini, muchacho de gran porvenir, ayudante de Borso. Inútil fue también el empeño que puso D. Beltrán en sonsacarle noticias y cuentos de las interioridades del Cuartel de D. Carlos… Nada: el siciliano no daba lumbres. Y si no su locuacidad perdía un poco de su finura cuando el otro quería llevarle a cierto terreno, apartándole de los temas que él elegía, siempre vagos, de generalidades y lugares comunes. Por fin llevó la conversación a la persona y hechos de Cabrera, de quien se mostró admirador, sosteniendo que era ya vulgaridad insigne tenerle por uno de tantos cabecillas, notable sólo por su inquietud y ferocidad. Desde que apareció en la guerra, conmoviendo y abrasando el país como fuego del cielo, mostrose gran caudillo, tan buen conocedor del suelo como de los hombres, táctico y estratégico de primera, audaz, incansable, heroico; y por entre estas cualidades apuntaba ya un gran político.

«¡Oh, no tanto! ¿Ya quiere usted hacer de él un Napoleón?

– Un Napoleón de montaña, amigo mío».

Respecto a las tan cacareadas crueldades del jefe carlista, dijo Rapella que habían sido estrictamente de carácter disciplinario militar hasta que los cristinos derramaron con bárbara torpeza la sangre de María Griñó. El asesinato de una mujer, sin más delito que ser madre de Cabrera, creó nueva ordenanza militar, dando una infernal lógica las horrendas carnicerías consumadas por uno y otro ejército. Fuera de esto, para abrirse camino el travieso bigardón de Tortosa, y pasar en breve tiempo de seminarista pendenciero a caudillo y gobernador de hombres en los campos de batalla, no podía menos de emplear, como resorte de dominio, el terror, la fiereza y la brutalidad. No se había formado dentro de un organismo, sino que tenía que sacar el organismo del caos social, y esto no se hace sino desplegando desde los primeros momentos un genio implacable, aterrador, extraordinaria viveza para aplicar justicias rápidas, de moral severa y primitiva; haciendo sentir el peso de su mano antes de que pudiera discutirse el derecho con que la levantaba. En las guerras civiles, los hombres culminantes nacen así, o no nacen nunca.

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