Benito Pérez - Episodios Nacionales - El terror de 1824

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Episodios Nacionales: El terror de 1824: краткое содержание, описание и аннотация

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– Es que si se empeña en ir por el camino de la tibieza – dijo Romo dando un golpe en el puño de su sable, – nosotros no le dejaremos ir…

– Bien, bien, me gustan esos bríos – afirmó un tercer personaje, casi tan parecido a un gato como a un hombre, y que de improviso se unió a los dos anteriores. – No ha salido el Rey de manos de los liberales para caer en las de los tibios.

– Sr. Regato – dijo el del bastón, – ha hablado usted como los cuatro Evangelios juntos.

– Sr. Chaperón – añadió Regato, – bien conocidas son mis ideas… ¿Ve usted esa horca? Pues todavía me parece pequeña.

– Se puede hacer mayor – dijo el que respondía al nombre de Chaperón. – Por vida del Santísimo Sacramento, que no se quejará el Cabezudo… y su bailoteo será bien visto.

– ¿Conoce usted la sentencia? – preguntó Regato.

– Será conducido a la horca arrastrado por las calles – dijo Romo. – Si hubieran omitido esto los jueces habría sido una gran falta.

– Es claro: hay que distinguir… Según pedía el fiscal, la cabeza se colocará en el pueblo donde dio el grito nefando el año 20, y el cuerpo se dividirá en cuatro cuartos.

– Para poner uno en Madrid, otro en Sevilla, otro en Málaga y otro en la isla de León – añadió Chaperón dando gran importancia a tan horribles detalles.

– Pues ayer se dijo… yo mismo lo oí… – afirmó Regato, – que los dos cuartos delanteros quedarían en Madrid. Yo no lo aseguro: pero así se dijo.

– En puridad – dijo Chaperón, – esto no es lo más importante. En vez de perder el tiempo descuartizando buscaremos nueva fruta de cuelga, que no faltará en Madrid… ¿Pero qué alboroto es ese?… ¿Por qué corre mi gente?

Volvió los saltones ojos hacia Nuestra Señora de Gracia, donde los grupos se arremolinaban y se oía murmullo de vivas. El fiero jefe de la Comisión Militar frunció el ceño al ver que el buen pueblo confiado a su vigilancia relinchaba sin permiso de la policía.

– No es nada, Sr. Chaperón – dijo Regato. – Es que tenemos ahí a nuestro famoso Trapense.

– Hace un rato – añadió Romo, – venía por Puerta de Moros con su escolta. Entró a rezar en Nuestra Señora de Gracia y ya sale otra vez. Viene hacia acá.

En efecto, avanzaba hacia el centro de la plaza la más estrambótica figura que puede ofrecerse a humanos ojos en esos días de revueltas políticas, en que todo se transfigura, y sale a la superficie confundido con la clara linfa el légamo social. Era un hombre a caballo, mejor dicho, a mulo. Vestía hábitos de fraile y traía un Crucifijo en la mano, y pendientes del cinto sable, pistolas y un látigo. Seguíanle cuatro lanceros a caballo y rodeábale escolta de gritonas mujeres, pilluelos y otra ralea de gente de esa que forma el vil espumarajo de las revoluciones.

Era el Trapense joven, de color cetrina, ojos grandes y negros, barba espesa, con un airecillo más que de feroz guerrero, de truhán redomado. Había sido lego en un convento, en el cual dio mucho que hacer a los frailes con su mala conducta, hasta que se metió a guerrillero, teniendo la suerte de acaudillar con buen éxito las partidas de Cataluña. Conocedor de la patria en cuyo seno había tenido la dicha de nacer, creyó que sus frailunas vestiduras eran el uniforme más seductor para acaudillar aventureros, y al igual de las cortantes armas puso la imagen de Crucificado. En los campos de batalla, fuera de alguna ocasión solemne, llevaba el látigo en la mano y la cruz en el cinto; pero al entrar en las poblaciones colgaba el látigo y blandía la cruz, incitando a todos a que la besaran. Esto hacía en el momento en que le vemos por la plazuela adelante. Su mulo no podía romper sino a fuerza de cabezadas y tropezones la muralla de devotos patriotas, y él afectando una seriedad más propia de mascarón que de fraile, echaba bendiciones. El demonio metido a evangelista no hubiera hecho su papel con más donaire. Viéndole fluctuaba el ánimo entre la risa y un horror más grande que todos los horrores. Los tiempos presentes no pueden tener idea de ello, aunque hayan visto pasar fúnebre y sanguinosa una sombra de aquellas espantables figuras. Sus reproducciones posteriores han sido descoloridas, y ninguna ha tenido popularidad, sino antes bien, el odio y las burlas del país.

Cuando el bestial fraile, retrato fiel de Satanás a caballo, llegó junto al grupo de que hemos hablado, recibió las felicitaciones de las tres personas que lo formaban y él les hizo saludo marcial alzando el Crucifijo hasta tocar la sien.

– Bienvenido sea el padre Marañón – dijo el jefe de la Comisión Militar acariciando las crines del mulo, que aprovechó tal coyuntura para detenerse. – ¿A dónde va tanto bueno?

– Hombre… también uno ha de querer ver las cosas buenas – replicó el fraile. – ¿A qué hora será eso mañana?

– A las diez en punto – contestó Regato. – Es la hora mejor.

– ¡Cuánta gente curiosa!… No me han dejado rezar, Sr. Chaperón – añadió el fraile inclinándose como para decir una cosa que no debía oír el vulgo. – Usted, que lo sabe todo, dígame ¿conque es cierto que se nos marcha el Príncipe?

– ¿Angulema? Ya va muy lejos camino de Francia. ¿Verdad, padre Marañón, que no nos hace falta maldita?

– ¿Pues no nos ha de hacer falta, hombre de Dios? – dijo el fraile andante soltando una carcajada que asemejó su rostro al de una gárgola de catedral despidiendo el agua por la boca. – ¿Qué va a ser de nosotros sin figurines? Averigüe usted ahora cómo se han de hacer los chalecos y cómo se han de poner las corbatas.

– Los tres y otros intrusos que oían rompieron a reír, celebrando el donaire del Trapense.

– Queda de general en jefe el general Bourmont.

– Por falta de hombres buenos a mi padre hicieron alcalde – dijo Chaperón. – Si Bourmont se ocupara en otra cosa que en coger moscas, y se metiera en lo que no le importa, ya sabríamos tenerle a raya.

– Me parece que no nos mamamos el dedo – repuso el fraile. – Y me consta que Su Majestad viene dispuesto a que las cosas se hagan al derecho, arrancando de cuajo la raíz de las revoluciones. Dígame usted, ¿es cierto que se ha retractado en la capilla?

– ¿Quién, Su Majestad?

– No, hombre, Rieguillo.

– De eso se trata. El hombre está más maduro que una breva. ¿No va usted por allá?

– ¿Por la capilla?… No me quedaré sin meter mi cucharada… Ahora no puedo detenerme: tengo que ver al obispo para un negocio de bulas y al ministro de la Guerra para hablarle del mal estado en que están las armas de mi gente… Con Dios, señores… ¡arre!

Y echó a andar hacia la calle de Toledo, seguido del entusiasta cortejo que le vitoreaba. Chaperón, después de dar las últimas órdenes a los aparejadores y de volver a observar el efecto de la bella obra que se estaba ejecutando, marchó con sus amigos hacia la calle Imperial, por donde se dirigieron todos a la cárcel de Corte. En la plazuela había también gente, de esa que la curiosidad, no la compasión, reúne frente a un muro detrás del cual hay un reo en capilla. No veían nada, y sin embargo, miraban la negra pared, como si en ella pudiera descubrirse la sombra, o si no la sombra, misterioso reflejo del espíritu del condenado a muerte.

Los tres amigos tropezaron con un individuo que apresuradamente salía de la Sala de Alcaldes.

– ¡Eh! no corra usted tanto, Sr. Pipaón – gritole el de la Comisión militar. – ¿A dónde tan a prisa?

– Hola, señores; salud y pesetas – dijo el digno varón deteniéndose. – ¿Van ustedes a la capilla?…

– No hemos de ser los últimos, hombre de Dios. ¿Qué tal está mi hombre?

– Va a comer… Una mesa espléndida, como se acostumbra en estos casos. Conque Sr. Chaperón, Sr. Regato…

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