Benito Pérez - Episodios Nacionales - 7 de Julio
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Episodios Nacionales: 7 de Julio: краткое содержание, описание и аннотация
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Naranjo fue generoso con Gil, pues, además de trabajar en su reducida esfera, para que pudiese volver a la corte, arrancándole de los miserables pueblos del Norte de Madrid, le dio asilo en su misma casa y calle de las Veneras, a ochenta y tres escalones más arriba del local de la escuela y en un departamento estrecho pero independiente del propio domicilio del dómine. De tres o cuatro piezas tan sólo disponía Gil; mas el buen orden de su hija había hecho de ellas un recinto casi decente y casi cómodo, utilizando los pobres trastos que conservara de su antigua casa y algo que allegó con el favor de una providencia desconocida de todos los vecinos, aunque no de nosotros.
El desgraciado D. Urbano no salía de su casa a ninguna hora del día ni de la noche, y rara vez ponía los pies fuera de la pieza que escogió para su albergue, y que era triste y oscura como una mala noticia. Había adaptado su organismo a un sillón que le servía de concha, y en él la cabeza calva, el rostro pálido y extenuado, los cansados ojos, las manos flacas, los brazos negros, permanecían largo rato en inmovilidad casi absoluta, en medio de un silencio semejante al de cualquier alcoba mortuoria.
De pronto movía la cabeza, miraba hacia afuera y el patio lóbrego y sucio al cual daba su ventana, ofrecíale el grandioso paisaje de dos o tres cocinas medianeras. Allá arriba se veía, sí, un recorte irregular y azul lleno de luz y de belleza: era el cielo. Gil de la Cuadra lo miraba hasta que el dolor del torcido pescuezo obligábale a sumergir su contemplativa mirada en el fondo del patio. Allí todo era lobreguez, horror, vapores infectos, un detestable olor a almíbar. Hervía el azúcar en las cazuelas y un negro cíclope del dulce labraba yemas y azucarillos en aquella caverna húmeda y acaramelada. Las coplas obscenas que cantaba y el vaho de tal industria se unían en conjunto muy desagradable.
El anciano leía a ratos. No escribía nada. Sus libros eran las novelas de la época, entre ellas el Werther y La nueva Eloísa; también Las noches. Aquel espíritu fatigado se rebelaba contra las lecturas serias, entregándose con deleite a un pasatiempo que le producía fuertes excitaciones de la sensibilidad y de la fantasía. El aplanamiento de la vida y la rápida decadencia habían determinado en hombre tan infeliz el retroceso senil, que consiste en una especie de renovación enfermiza de la niñez. En aquella edad y circunstancias, en tal estado de cuerpo y alma, Gil de la Cuadra soñaba, mejor dicho, idealizaba.
Cuando su hija estaba en la casa, que era lo más común, solía dialogar con ella, aunque no mucho, a pesar de los esfuerzos de Sola por entablar conversaciones sobre temas lisonjeros; pero ya en los días a que alcanza nuestra descripción, que son los de Mayo de 1822, el anciano sin dejar de ser afectuoso con la graciosa joven, había perdido aquel cariño afable y atento que en él hemos conocido. Su sequedad llegaba a ser a veces aspereza y desabrimiento; mas la prudencia de Solita sabía burlar ingeniosamente los ataques, consiguiendo siempre que el viejo, después de irritarse un poco, tornase a su tranquilidad meditabunda.
Cuando estaba solo estaba en su elemento. Entonces revolvíase inquieto después de largas pausas en que parecía dormido, o mejor, muerto. Un día en que Soledad había salido, el anciano leyó por espacio de hora y media. Después dio un suspiro, puso el libro sobre el antepecho de la ventana, revelando honda agitación en sus ojos, así como en sus labios que articulaban sílabas sin sonido. En voz alta exclamó luego:
– Ahora tiene que ser. Ya no puedo más. He esperado bastante.
Levantose como pudo, dirigiose al cuarto de su hija, y de allí a la pieza que servía de cocina. Revolvió febrilmente todos los objetos que pudo tocar, fue, vino de un lado a otro, registró, puso sus manos arriba y abajo, desordenando cuanto allí había.
– Nada – dijo para sí con acento de dolor. – Esa pícara lo guarda todo bajo llave.
¿Qué buscaba? No debía de tener hambre, porque allí había comida y ni siquiera la tocó.
Volviendo al cuarto de su hija, examinó las cerraduras de todos los cofres. Ninguna estaba abierta. Con rabia golpeó las arcas y los cajones de la cómoda, gruñendo así:
– Todo, todo lo guarda esta condenada.
En seguida registró la ropa que en distintos puntos de la estancia había. Su mano activa y resbaladiza entraba en todos los bolsillos, deshacía todos los pliegues, sacudía las faldas, desdoblaba lo doblado y hacía envoltorios de lo que estaba extendido.
– Nada, nada.
Sin duda buscaba llaves. Después de mucho revolver sintió un ruido metálico. Metió la mano y sacó una pieza de dos cuartos y un ochavo.
– Esto ya es algo – pensó. – Con esto tengo] ya catorce cuartos reunidos, y si encuentro más… Iré juntando, y a falta de un medio, emplearé otro.
Pareció darse por satisfecho con tal razonamiento y con aquel hallazgo, y puso fin a sus investigaciones. Regresando a sus dominios, es decir, a su sillón, sacó del seno un envoltorio para guardar su nueva conquista. Antes de hacerlo contó repetidas veces, con la gozosa atracción del avaro, su tesoro.
– Catorce – dijo. – Catorce y un ochavo.
Después hizo cuentas con los dedos mirando al techo.
– Sí – murmuró-; pronto podré… Cualquier medio sirve. Quizás sea éste el mejor… Sí, es el mejor, el más fácil, el menos sospechoso, el más tranquilo… Puedo bajar fácilmente a la calle, cuando mi hija no esté aquí… Ya sé lo que tengo que hacer. Catorce cuartos… Todavía es poco. Pero Dios me ayudará… es preciso concluir pronto. ¡Maldita vida! ¡que aun para echarte fuera, nos has de dar trabajo! ¡Miserable harapo que te llamas cuerpo!… ¡que aun para limpiarnos de ti, han de ser precisas tanta fatiga y tanta lucha!
Sintiendo los pasos de su hija, guardó precipitadamente lo que contaba y tomó el libro. Disimulaba como un escolar travieso.
Soledad se acercó a él, le pasó la mano por la frente, le dijo algunas palabras cariñosas y después entró en su cuarto.
– ¡Virgen María! ¿quién ha estado aquí? – exclamó. – Si hubiera gatos en la casa, diría: «los gatos»; pero no los hay.
Miró desde la puerta a su padre con la severidad cariñosa que se emplea ante los niños enredadores.
– Yo fuí, Sola – dijo D. Gil mirándola también con un poquillo de turbación. – Yo fuí: buscaba unas migas de pan para echar a esos gorriones que suelen bajar a la ventana de enfrente.
– El pan estaba en la cocina: ¿no lo vio usted?
– No, hijita, no vi nada. Creí que tendrías migas en los bolsillos.
– Lo mismo pasó la semana pasada cuando salí – dijo Solita, quitándose los alfileres del manto y cogiéndolos en la boca, mientras se quitaba aquella prenda. – Este papá mío es más travieso… Otro día saldremos juntos.
– Ya te he dicho que no quiero salir.
– A tomar el sol.
– Aborrezco el sol – repuso Gil de la Cuadra con laconismo.
– A tomar el aire.
– Aborrezco el aire.
– A ver Madrid.
– Madrid me repugna, me enardece la sangre, me mata.
– A ver la gente, a distraerse un rato.
– ¡La gente! ¡Bonita cosa quieres enseñarme! ¡La gente! Si los ojos no sirvieran más que para ver gente no valdría la pena de tenerlos.
– Vamos, vamos: basta de locurillas. Dios se enfada con los que dicen eso.
– Basta, regañona. Ahora me toca a mí. ¿En dónde has estado hoy tanto tiempo?
Soledad vaciló un momento antes de dar contestación; ¡tanta era su repugnancia a mentir!
– He ido a entregar una obra que había concluido… Por cierto que he venido muy aprisa para que no estuviera usted solo.
– Por eso no. Solo estoy yo perfectamente – dijo el viejo con displicencia. – No me gusta ver espantajos delante. No me gusta que cuando salgas, te lleves las llaves de todo como si yo fuera un ladrón.
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