Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los duendes de la camarilla

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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Lucila estupefacta, suspensa, miraba a su amiga como si dudara de lo que oía. Los morros de Domiciana, al soltar la palabra, le hacían el efecto de una trompeta de son estridente, desgarrador.

VI

– ¡Pero usted se burla, Domiciana! – le dijo al fin Lucila cuando el estupor dio paso a la expresión clara del pensamiento. – ¿En serio me aconseja que le cuente esto a la Madre y le pida su protección?

– Seriamente te lo digo… y tan cierto tendrás su divina protección como este es día. Yo la conozco bien. Por grande que sea la culpa de Tomín, si le pides a la Madre el indulto, lo tendrás… Tus planes de escapatoria son desatinados. Si no vas por el camino que te marco, tú y tu capitán estáis perdidos… Fuera de este camino, no veas más que la muerte… ¡y qué muerte, pobrecilla!

– ¡Ay, Domiciana: de una amiga como usted, que me quiere de veras, no esperaba yo ese consejo! – exclamó Cigüela triste, dolorida.

– ¿Dudas que la Madre pueda sacarte de ese Purgatorio? El poder de la Madre es tal, que con escribir su voluntad en un papelito y mandarlo a donde guisan, hace y deshace los acontecimientos, así en lo grande como en lo chico. Y diciendo ella ‘esto quiero’ no valen para impedirlo todos los Narváez del mundo con sus bufidos de mal genio, ni la caterva de monigotes viles que llaman Ministros, los cuales no son más que refrendadores de lo que manda… quien manda. Ya tú me entiendes. Como la Madre diga: ‘Sobreséase la causa del Sr. Tomín, y désele encima jamón en dulce’, ya puede estar tranquilo tu amigo… Los que hoy le persiguen, le ayudarán a ponerse las botas para que se vaya a su casa, y luego, cuando le vean paseándose libre por la calle, le harán mil carantoñas.

– Creo en el poder de la Madre – dijo Lucila, – creo también que sirve, pero no de balde. Si concede un favor a tal o cual persona, es a cambio de otro favor, o de que la adoren como a los santos. Nadie me lo cuenta, Domiciana; lo he probado por mí misma. Cuando empezó este martirio mío, no sabiendo a quien volverme, fui al convento a pedir protección. La Madre no quiso recibirme. Sor Catalina, que siempre fue conmigo muy cariñosa, me dijo que si quería protección para mí, o para persona que me interesara, debía pedirla de rodillas con todas las señales del arrepentimiento, renegando de mi libertad, dejándome encerrar y corregir con remuchísimo aquel de severidad… Buena cosa querían: cogerme, arrancarme el corazón que tengo, y ponerme otro de papel para que con él sintiera lo que ellas sienten: nada… la muerte… ¡Y por casa un sepulcro, y por ocupación el aburrimiento!… Esto no me conviene, esto no es para mí.

– Pero, Lucila – dijo la otra apoderándose de un argumento que creía de grande eficacia, – ¿tú crees que en este mundo se logran nuestros deseos sin algo de sacrificio? ¿Querías tú que la Madre te salvara al hombre por tu linda cara, dejándote en libertad para seguir ofendiendo a Dios?… Ponte en lo razonable, y no esperes que te saquen de este pantano sin que digas: ‘A cambio de la vida y de la libertad de ese hombre, ahí va la libertad mía, ahí va mi amor; doy también mi vida: a Dios me ofrezco toda entera para que Dios, por mediación de sus ministros… o ministras, devuelva la paz a un desgraciado’. Esto es lo meritorio, esto es lo cristiano.

– Eso… – dijo Lucila desdeñosa, disimulando su enojo con una violenta presión de la mano de mortero sobre la pasta, – eso se lo cuenta usted a quien quiera. Lo cristiano es favorecer al prójimo sin pedirle nada.

– Veo que no tienes pizca de trastienda, Lucila; por eso eres tan desgraciada, y lo serás siempre. Si llevas al convento tus cuitas y las cuitas del caballero de los ojos azules, ¿qué ha de pedirte la Madre a trueque de la salvación del sujeto? Pues nada entre dos platos. Te darán cama y comida; te mandarán que confieses, no una vez, sino muchas. Ningún trabajo te cuesta confesar, ni el confesar a menudo con las penitencias consiguientes es para matar a nadie. Te sometes, te santificas, sufres un poquito, trabajas, rezas. De tu aburrimiento y soledad te consuelas pensando que el caballero está en salvo, que la policía no se mete con él, que le dan el ascenso, y vive bueno y sano, engordando y poniéndose cada día más guapetón.

– Domiciana – dijo Lucila traspasando a su amiga con la mirada, – o es usted una hipócrita y me recomienda la hipocresía, o es la mujer sin corazón, la mujer muerta, que así llamo a las que se han dejado secar y amojamar en los conventos, convirtiéndose en animales disecados como los que están en la Historia Natural. Cuando la conocí a usted en Jesús, la tuve yo por mujer viva; pero ahora me habla como las muertas. No sabe lo que es amor, no tiene idea de él; tiene el corazón hecho cecina, y con la uña me ha desgarrado el mío, que vive y sangra… Domiciana, no sea usted cruel, no me martirice…

– Tontuela, yo seré todo lo marchita que tú quieras; pero sé discurrir y veo las cosas con claridad – replicó Domiciana ansiosa de mortificarla. – Para que te salven al caballero ese, tienes que renunciar a él, ser mujer muerta. ¿Pues qué quieres, niña? ¿Que la religión te saque de este mal paso y encima te dé cabello de ángel y tocino del cielo? No puede ser. Si quieres que él viva, es preciso que tú te amojames… Ya sé yo lo que temes… Aunque desconozco el amor, ¡maldito amor!, he calado lo que piensas. Tú dices: ‘¡Pues estaría bueno que mientras yo me estoy aquí, reza que te reza y secándome y acecinándome, mi Tomín, salvado por mí, ande por esos mundos divirtiéndose con otra!’. ¿Acierto?

– Eso he pensado, sí. No quiero, no, venderme a las monjas por la salvación de Tomín.

– Pues mira tú: hay un medio de conciliarlo todo. Te vas a Jesús… haces tu trato con la Madre; te encierras, te dejas disciplinar y penitenciar todo lo que quieran… siempre con la reserva mental de volver a escaparte cuando estés bien segura de que Tomín está en salvo…

– ¡Hipócrita, más que hipócrita!… ¿Y cuánto duraría esa comedia?

– Poco tiempo… quince días, un mes… ¿No tienes confianza en tu Tomín? ¿Dudas que te guarde fidelidad en plazo tan corto?… Si lo dudas, ponle bajo mi custodia en este tiempo. Yo, como mujer muerta y corazón convertido en bacalao, no debo infundirte celos. Yo seré para él como una madre, como una hermana mayor, y le trataré a la baqueta, no le dejaré respirar, leyéndole a todas horas la cartilla: ‘Eh, caballerito, ándese con tiento, que si antes estuvo condenado a muerte, ahora está condenado a fidelidad y gratitud, bajo mi vigilancia. Para salvarle a usted se puso en esclavitud, digamos en rehenes, con Dios, una mujer de tierno corazón. Si usted cumple como caballero, guardándole consecuencia, ella cumplirá como señora, escabulléndose lindamente de su prisión, y así volverán una y otro a juntarse’. Esto le diré, y con mis exhortaciones y el cuidado que he de poner en vigilarle y seguirle los pasos, te le tendré bien sujeto… ¿Qué?… ¿te ríes? ¿No te parece sutil esta combinación?

– Demasiado sutil… – contestó Lucila con graciosa desconfianza.

– ¿No me tienes por buena guardiana?

– No me fío…».

La monja ladina alargaba los morros afectando toda la seriedad del mundo. Mirábala Lucila entre burlona y asustada. En sus labios oscilaba ese mohín del niño, que no sabe si reír porque le entretienen o llorar porque le asustan. Y repitió la frase: «No me fío…». Tras una pausa en la cual Domiciana frunció su tenebroso entrecejo y dio a los morros toda la longitud posible, Cigüela, casi casi compungida, volvió a decir: «No me fío, Domiciana.»

– Pues si soy mujer muerta y corazón disecado, ¿qué temes?

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