Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los duendes de la camarilla

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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Observándola en la intimidad, fácilmente se descubría en la hija del cerero la mujer de iniciativa, de personalidad propia en su organismo intelectual y ético. Lejos de poner toda su atención en la industria cerera, se lanzaba con ardor a nueva granjería, partiendo de aficiones y conocimientos experimentales adquiridos en el claustro. Procedía en esto por imperiosa moción de su voluntad, y además por cálculo egoísta. Más de una vez había pensado que a la muerte de D. Gabino (la cual, por ley de Naturaleza no podía estar lejana), la parte de cerería que a cada uno de los hijos tocase no habría de sacarles de pobres. Y como ella anhelaba libertad y no quería vivir a expensas de sus hermanos, procuraba labrarse con afanes de hormiga un peculio propio, que le asegurase vejez holgada, independiente. Ved aquí por qué, sin desatender el negocio de su padre, cultivaba en reservado laboratorio sus artes y preparaciones propias. Trasladó la sala al despacho de D. Gabino, este a un rincón de la tienda, tras una mampara de cristales, y en la sala instaló lo que podríamos llamar herboristería o droguería, con unos trozos de anaquel que compró en el Rastro, dos hornillas, mesa alta para el filtro y pesos, y otra pequeña, por el estilo de las de los zapateros, destinada a las manipulaciones que exigían largas horas de atención y paciencia. Enorme cantidad de hierbas tintóreas, cosméticas u oficinales difundían variados aromas en la estancia, ya colgadas del techo en ramos, ya guardadas en cajoncillos. No digamos que Domiciana cultivaba la Botánica y la Química, sino que era una profesora empírica de arte herbolario y de alquimia doméstica.

Pocas personas veían a la monja en su retiro de alquimista, y la única que en él a todas horas tenía entrada era Cigüela. Amistad y confianza recíproca las unían, a pesar de la diferencia de edades. Se conocieron en Jesús durante tres penosos días, que fueron los últimos de Domiciana y los primeros de Lucila en el convento, y cuando salió esta, buscó amparo junto a la exclaustrada, que a su servicio la tuvo dos meses largos. En la triste situación a que había venido la hija de Ansúrez, la que fue su ama y era siempre su amiga le daba consuelos y socorro; pero no lo hacía sin echar por delante expresiones agrias, creyendo que la guapa moza necesitaba corrección moral tanto como auxilios de boca, y que los buenos consejos y las lecciones dolientes para uso de la conducta no serían menos eficaces que el chocolate o el pan. Entró Lucila en el laboratorio, y fatigada se sentó después de un breve y cordial saludo.

– ¿Ya estás aquí otra vez? – le dijo Domiciana, que aunque se alegrara de verla, no dejaba de emplear esta fórmula displicente. – Pues hija, ya podías comprender que no puedo socorrerte tan a menudo… Lo que entra por cera no da más que para el gasto de casa. Muy deslucidas han sido las Ánimas este año, y nadie diría que estamos en Noviembre… Pues el Adviento también se nos presenta muy mediano. ¿Qué tenemos ahora? La novena de San Nicolás de Bari, que da poco de sí. La de la Purísima será otra cosa. Ten paciencia, espérate y…

Incapaz de formular un exordio apropiado a la pretensión que llevaba, Lucila no hacía más que suspirar hondo, metiéndose en la boca las puntas del pañuelo. Y Domiciana, que jugar solía con la ansiedad de las personas que más amaba, enseñándoles el bien que pedían y guardándolo después, dio estos puntazos, con dedo muy duro, en el dolorido corazón de su amiga: «No se te puede favorecer todos los días. Vaya, vaya: tenemos aquí una historia que no se acaba nunca… ¿Pero cuándo se muere ese hombre, o cuándo lo prenden y se lo llevan a Filipinas, para que descanses tú y descansemos todos?».

Estas expresiones, dichas con fría crueldad, desbordaron la pena de Lucila, que se deshizo en llanto, arrimando su cabeza a la estantería cercana. Y la otra, cambiando el juego mortificante por el juego compasivo, le dijo, sin abandonar su tarea: «Para, para, hija, que con tanta llorera le metes a una el corazón en un puño. Ya sabes que no te dejaré marchar con las manos vacías. Domiciana tiene siempre para ti las dos, las tres onzas de chocolate, media hogaza y un par de reales de añadidura. No lloréis más, ojuelos; sosiégate, corazón…»

V

– Aunque usted se enfade, aunque usted me pegue – contestó Lucila sacando las palabras del seno de su intensa amargura, – le digo… Domiciana, le digo que no he venido por la limosna que suele darme, para un día, o para tres… Ya sé que eso, su buen corazón no me lo niega… Domiciana, no vengo a eso… Pégueme, Domiciana, pero… yo le digo que estoy atribuladísima… Un miedo horrible, un presentimiento… Imposible guardar mucho tiempo más el escondite de Tolomín… Siento los pasos de la maldita policía… los siento aquí, en mi corazón… ¡pum, pum!… ya vienen… y si cogen al pobre Tolomín, yo, Domiciana… yo… Nada; pasará una de estas tres cosas: o me muero, o me mato… o mato a alguien. Créalo usted: soy una leona; pero una leona… Figúrese una madre a la que le quitan su hijo, un niño chiquitín… Pues Tolomé perseguido, condenado a muerte, herido y enfermo, es para mí como una criatura… Hasta me parece que le he dado la vida… Y se la doy, sí: yo me hago cuenta de que se muere todos los días, y que lo resucito con mis cuidados, con mis ternuras, y con este afán grandísimo de que viva y se salve… Domiciana, se lo digo a usted aunque me pegue. Se me ha ocurrido sacar a Tolomé de Madrid, ponerle en salvo, huyendo con él a Portugal o a Francia. Vea usted lo que he pensado… es una gran idea… Sí, dígame que sí, Domiciana, y dígame también que me ayudará a salvarle, a salir de este infierno. Vivir como vivimos es peor que la muerte… Usted me ayudará, usted me dará lo que necesito para hacer por ese hombre desgraciado lo que haría una madre y una hija, una hermana y una esposa, porque todo eso junto soy y quiero ser yo para él.

– Válgate Dios por lo enamorada – dijo la ex-monja mirándola con seriedad, en la cual no era difícil sorprender algo de admiración. – Bueno: pues dime ahora cuál es tu plan. ¿Conoces las dificultades de una fuga semejante? Tendréis que salir disfrazados. Y el dinero para esa viajata, que habrá de ser en coche, ¿dónde está? ¿Has creído que yo podré dártelo?

– Sí que podrá… Los gastos no subirán mucho, Domiciana. Le diré mi plan para que se vaya enterando. Lo primero ha de ser comprar un burro… ¿Se ríe? Todo lo tengo muy estudiadito… Un burro necesito, porque nos disfrazaremos de gitanos. La ropa no la tengo; pero sé dónde está y lo que ha de costarme, que es bien poco.

– Realmente, tú no harás mal tipo de gitana; pero él… ¿Es muy guapo?

– Mil veces he dicho a usted que es guapísimo, Domiciana, y nunca se entera.

– ¿Pelinegro?

– Sí… Pero los ojos son azules. Tiene tal hechizo en el mirar – dijo Cigüela con ingenua sinceridad descriptiva, – que no puedo explicar a usted lo que una siente cuando Tomín habla de cosas que llegan al corazón…

– Ya, ya – murmuró Domiciana perdida la mirada en el espacio, en persecución de una imagen ideal, fugitiva. – Ojos azules, color trigueño… como nuestro Señor Jesucristo… Bueno: pues te digo que no haréis Tomín y tú pareja de gitanos, y no resultando el disfraz, corréis peligro de que os sorprendan en el camino y os maten… Conozco la manera de dar a la tez el color agitanado… Para esto se emplea el sándalo rojo, mezclado con vinagre fuerte dos veces destilado, y añadiendo alumbre de roca, molido… Para lo que no hay secreto de alquimia es para trocar en negros los ojos azules… y como saques a tu hombre con ojos azules y vestido de gitano, cátate descubierta y él preso y pasado por las armas».

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