Benito Pérez - Episodios Nacionales - Napoleón en Chamartín

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Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín: краткое содержание, описание и аннотация

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– ¡Oh gente ignorante y crédula! – exclamó de improviso D. Roque, desenvainando su cartapacio de papeles públicos. – ¡Y cómo se conoce la rusticidad de los que atienden más a los dichos y simplezas del vulgo que a la palabra impresa de los hombres doctos! Vean, vean lo que dice ese papel, y no hagan caso de tonterías: «Napoleón se presentó al Senado el 25 del pasado, y dijo que bien pronto pondría sus banderas en las torres de Madrid y en las fortalezas de Lisboa». También cuenta la Gaceta que ciento sesenta mil hombres del ejército grande están sobre la frontera de España, y que el Emperador dijo que antes de fin de año no quedará aquí una sola aldea en insurrección.

– Con que ni una sola aldea… – dijo el fraile. – Pero sabe Dios la intención que llevará el que ha escrito esos papeles. Lo que es por mí, mandaría suprimir todos los que se imprimen en España, pues para envolver especias, mejor es el papel no impreso y limpio como sale de las fábricas.

– ¿Pues eso qué duda tiene? – dijeron a una las dos niñas de doña Melchora.

– Y yo – exclamó como un basilisco don Roque, – mandaría suprimir todos los frailes o les quitaría el hábito, dando a cada uno un fusil para que fueran a limpiar a España de franceses.

– Sin fusil lo hacemos, hermano – dijo Salmón riendo. – Lejos de suprimir frailes, yo los aumentaría en grado máximo, y así la mayor parte de los españoles vivirían gordos y contentos, y no veríamos tanto vagabundo mendigo por esas calles.

– Chúpate esa y vuelve por otra – dijo a D. Roque la menor de las hijas de la bordadora en fino, suponiendo al viejo completamente apabullado bajo el peso de aquellas incontestables razones.

– ¿Con que más todavía? Pues sepa mi señor Salmonete – dijo D. Roque, llevando al último extremo su familiaridad con el fraile, – que ahora se va a reunir la nación en Cortes. ¿No lo quieren creer? ¡Ah! Pues no doy dos maravedises por lo que de Gobierno absoluto hubiere después de la guerra. ¡Abajo los tiranos!-añadió poniéndose en pie y alzando los brazos con endemoniada exaltación. – Y si hay un frailazo chocolatero que me desmienta, alce la voz, y venga delante de mí, que yo le reto a singular polémica, aunque traiga más textos que escribió Pedro Lombardo, y más latines y aforismos y comprobatorias y distingos que han eructado en diez siglos las cátedras salmantinas y complutenses.

– ¿Y cómo había yo de ponerme a disputar con semejante pedazo de acebuche con nudos, más duro que roca? ¿Y de qué valdrían mis argumentos contra la asnal cerrazón de su mollera? – exclamó el padre Salmón levantándose también de su asiento; mas no enfadado ni nervioso, sino riendo a todo reír, pues su humor de mantequillas era tal que no se le vio colérico mas que una sola vez.

– Pues empecemos – dijo D. Roque poniéndose verde.

– Empecemos – añadió Salmón restregándose las manos y haciendo después grotescos gestos, como de quien imita los movimientos de un grave predicador.

– No quisiéramos más para reírnos de don Roque – dijo la mayor o la menor (que esto no lo tengo bien presente) de las hijas de doña Melchora.

– Pero para restaurar nuestras fuerzas, señores y señoras mías – dijo Salmón, – venga ese chocolate, que aquí mi amigo D. Roque dice que no se puede pasar sin él.

– Quien no se puede pasar sin él – contestó el aludido, – es su magnificencia reverendísima, que en llegando a estas horas, como no ponga un puntal al estómago, se cae rendido.

– Pues Vd. lo dice, amigo papelista eminentísimo – contestó Salmón dando otra vez rienda suelta a la risa, – así sea, y venga ese chocolate; y pues es más agradable el goce de una amena tertulia que el disputar, dejémonos de discusiones, y pelillos a la mar, y cada uno piense lo que quiera, y ruede la bola, y viva Fernando VII.

– Es lo más conveniente, toda vez que este D. Roque está chiflado – dijo Fernández, – y un día hemos de verle por esas calles con una Gaceta en cada dedo.

– ¡Pero qué graves y circunspectas están mis niñas! – añadió Salmón dando unas palmaditas en el hombro, no recuerdo bien si de la mayor o de la menor de las hijas de doña Melchora. – Y esos piquitos de oro, ¿por que no echan una canción por todo lo alto, para que se nos alegren los espíritus?

– Bueno, bueno.

Y una de ellas rompió al instante a cantar de esta manera:

Con un albañilito
madre, me caso,
porque son de mi gusto
los hombres blancos.

– Eso tiene poca gracia – dijo Salmón. – A ver otra.

– Pues allá va la que está de moda:

Bonaparte en los infiernos
tiene su silla poltrona,
y a su lado está Godoy
poniéndole la corona.
Sus compañeros
van de dos en dos;
Murat, Solano,
Junot y Dupont.

– ¡Bravo, magnífico! Doña Melchora, tiene Vd. dos niñas que envidiaría cualquier princesa. Y qué tal, ¿se gana mucho?

– En estos tiempos, padrito – dijo la madre, – suele caer algún bordado de uniforme; pero ¿dónde se ven aquellos ternos de plata y oro, aquellas estolas, aquella ropa de altar que tanta ganancia nos daban antes de estas malditas guerras? Ya sabe su grandeza que las mejores capas pluviales, las mejores casullas que se han lucido en procesiones, así como las mejores chaquetas toreras que han brillado en plazas y redondeles, pasaron por estas manos. ¡Ay, quién me lo había de decir! ¡La que bordó los calzones que llevaba Pepe-Hillo cuando le cogió aquel enrabiscado toro; la que bordó la capa que llevaba en sus santos hombros el Eminentísimo Cardenal de Lorenzana el día que tomó posesión, está hoy consagrada a miserables letras de cuello de uniforme, y a las dos o tres insignias de consejero, o ropón de Niño Jesús, que caen de peras a higos! ¡Buenos están los tiempos!

– Cuando esto se acabe… – dijo el fraile.

– ¿Cómo, cuando esto se acabe? – gritó de improviso D. Roque interrumpiendo con muy feo gesto a su amigo. – Antes, muy antes de que esto se concluya se reunirá el país en Cortes. ¡Y estos alcornoques no lo quieren creer!

– Que te despeñas, Roque amigo.

– ¿También eso lo dicen los papeles? – preguntó con mucha sorna el Gran Capitán.

– También lo dicen, sí señor. Pues no lo han de decir. Y cómo se me ha de olvidar, si lo sé de memoria y anoche, luego que me acosté, estuve recitando en voz alta aquello de… «Después de tantos años de abatimiento y opresión en que los leales y generosos españoles han sufrido mayores ultrajes y vilipendios que los salvajes africanos, amanecerá el glorioso día en que se reúnan los pueblos por medio de sus representantes para tratar del bien común. Este es el objeto con que se instituyeron las sociedades civiles; no el engrandecimiento de un solo hombre con perjuicio de todos los demás. Reunidas aquellas, es como puede conocerse afondo el estado de una nación, sus recursos, sus necesidades y los medios que deben adoptarse para su bienestar y prosperidad; y donde faltan estas solemnes Asambleas, los monarcas, mal aconsejados, caminarán ciegamente al despotismo, tal vez contra sus buenos deseos».

– ¡Lindísimo sermón! – exclamó el Gran Capitán. – Ayer le contaba a mi compañero en la portería de Cuenta y Razón las extravagancias de mi vecino D. Roque, y me dijo que esto se llamaba el democratismo. ¿Es así, padre?

– Llámese como se quiera – repuso el venerable Salmón, – lo que digo es que este chocolate, que ahora nos trae la señora doña Gregoria, y cuyo olor se adelanta hasta nosotros anunciándonos la nobleza de lo que viene en el cangilón, me parece tal, que sólo podría servírsele semejante al Sumo Pontífice.

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