Benito Pérez - Episodios Nacionales - Napoleón en Chamartín
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– Pronto tendremos aquí a ese reverendo Salmón – añadió doña Gregoria, – y ya tengo echada la llave a la despensa, porque para saqueos bastante tenemos con los de los franceses.
No había concluido estas palabras la discreta esposa de Fernández, cuando se oyó en el patio de la casa gran ruido de voces, entre las cuales descollaba una cencerril, abajetada y bronca, que no era otra sino la de aquel lucero de la Merced, el padre Anastasio José de la Madre de Dios, vulgarmente conocido por padre Salmón; que este era su apellido, y no Salomón como algunos le llamaban sin intención de burla.
– Ahí está, ahí está ese bendito – dijeron en coro las hembras de la reunión. – Gabriel: corre y tráele acá, porque si le cogen por su cuenta las del polvorista… ¡ay, qué pesadas son! Ya están llamándole las escofieteras. Pues no, no ha de venir sino acá.
Salí para impedir que la persona del reverendo fuera secuestrada por cualquiera de las familias que salían a su reclamo por las diversas puertas que se abrían en aquellos largos corredores, y lo primero que vi fue al fraile rodeado de enjambre de chiquillos, los cuales haciendo mil cabriolas y juegos en su derredor, le mostraban según su arte propio, la satisfacción de la casa toda por verle en ella.
– Tomad, piojosos, tomad esas almendras fallidas que para vosotros serán bocado de ángel – les decía el padre. – ¿Ya salió tu padre de la cárcel, Jacintillo? Y por fin ¿llevasteis a vuestra abuela a los Desamparados? Dime, hijo de la Canela, ¿está el oficialillo en el cuarto de tu madre? ¿Con que se os murió la gallina?
Y al mismo tiempo el antepecho del vasto corredor parecía la barandilla de un teatro, pues no había un palmo vacío, sino que allí estaba la vecindad toda, aguardando a que Su Paternidad subiese.
– Venga acá, padre, que este trapalón de mi marido me quiere pegar por celos. Pero di, cabeza jilvanada, ¿no soy la mujer más honrada del mundo?
– Venga acá, padre, y verá qué chocolate le tengo. ¿Pues no me está diciendo la capitana que Su Paternidad le comió ayer todas las magras?
– Venga acá, padre, y suba pronto que ya le apunta el diente a la niña. Míralo allí, cordera, resol, reina del mundo. Mírale, llámale con tu manecita… así, así.
– Venga acá, padre, que ya parió la Zoraida cinco criaturas como cinco estrellas.
– Suba pronto, padrito, que mi abuela pregunta si se le deben dar más friegas.
Y así continuaban llamándole de distintas partes, cada uno según para aquello que le necesitaba y todos con tan cariñosas palabras, que Salmón no sabía a qué sitio volverse, ni a cuáles solicitaciones contestar más pronto; y saludando a un lado y otro como un matador de toros que en medio de la plaza hace cortesías a la redonda, mostró a sus amigos que su corazón no era insensible a tantas bondades. En esto llegué yo y besándole la correa, le dije:
– Doña Melchora y sus niñas, que están en casa del Gran Capitán, me mandan para suplicar a Su Reverencia que tenga la magnanimidad de subir, que allí le aguardan también don Roque, el Sr. de Cuervatón y doña María Antonia.
Pero antes que concluyera, el padre Salmón, con gran sorpresa mía, clavó en mí sus ojos llenos de admiración, y echándome los brazos al cuello, exclamó a gritos:
– Ven acá, portento de la sabiduría, milagro de precocidad, fruta temprana de las humanas letras. ¿Con que ha más de un año que te conozco y hasta hoy mismo he ignorado que eres un gran latino, autor del más famoso poema que han escrito modernas plumas? ¿Con que así te callabas tus méritos, picarón?… A ver, muéstrame pronto ese poema… ¡Quién mehabía de decir, cuando te conocí paje de la González, que bajo la montera de tal gaterilla estaba el cacumen de un Erasmus Rotterodamensis, de un Picus Mirandolanus!
Turbado y confuso le contesté que sin duda Su Paternidad se equivocaba confundiendo mi ignorancia con la sabiduría de algún desconocido de mi mismo nombre, oyendo lo cual, dijo mientras subíamos la escalera:
– No; que lo acabo de saber por el licenciado D. Severo Lobo, el cual te conoció desde el proceso de El Escorial y luego estuvo a punto de empapelarte, cuando el príncipe de la Paz te quiso dar una placita en la interpretación de lenguas. ¿Y tú qué culpa tenías de que el otro te quisiera colocar? Por lo que me han dicho, tu modestia iguala a tus méritos; ¡oh joven! yo he visto la minuta en que Godoy te recomendaba; pero qué guardado te lo tenías, raposilla… ¿Y tú en qué te ocupas? ¿Por qué no pides un hábito; por qué no eres fraile? Yo me encargo de catequizarte. ¿Sabes que he hablado de ti a los padres de la Merced y todos quieren conocerte? A ver si te pasas por allí, rapaz; y ve después de la hora del refectorio. ¿Te gustan las pasas? Además tengo que conferenciar contigo, Horacio Flacco en ciernes y Virgilio en pañales; y como al salir de esta casa se me olvide hablarte (pues ya sabes que soy muy débil de memoria), ¿me lo recuerdas, eh?
A tal punto llegaba, cuando entramos en la sala del Gran Capitán. Levantáronse todos, y después de besarle uno tras otro la correa, diéronle el asiento del centro junto al brasero.
– Aquí está la seda azul – dijo el mercenario dando lo indicado a Tulita.
– Mañana mismo tendrá Su Paternidad arreglado el cuello – contestó la muchacha. – Veamos ahora lo que me manda para este malestar de la barriga, que es tal que yo no lo puedo resistir, y todas las mañanas me dan unas arcadas, unos mareos y bascas tan fuertes, que no me para dentro nada.
– Bendito sea el nombre de Dios – exclamó el padre tomando un polvo de la caja del Gran Capitán. – A fe, doña Melchora, que si esta matutina estrella de su hija de Vd. fuera casada, ya sabríamos el pie de que cojea su estómago; pero no siéndolo, y tratándose ahora de una familia con quien la misma honradez no podría ponerse en parangón, ordeno y mando que con siete palitos del árbol de Santo Domingo, cocidos en baño-maría, por espacio de tres credos rezados con pausa, y por supuesto con devoción, esta niña se quedará como nueva. ¡Qué nueces frescas las de ayer, señora doña Melchora! ¡Qué nueces frescas! Pero dígame, ¿qué santo del cielo le hizo tan rico presente? Yo no sabía que en montes alcarreños, asturianos ni encartados existiesen unas tan hermosas obras de Dios.
– Obsequio fue de un primo mío que es guarda de las dehesas del señor duque de Altamira, en tierra de Cameros, y como, sino de buen salario, el pobrecito disfruta de ojos listos y manos libres, siempre nos manda lo mejor de aquellos castañares y nocedales.
– Así le hicieran canónigo – añadió Salmón. – ¿Y qué noticias, Sr. D. Santiago Fernández?
– No me digan nada, ni me calienten más la cabeza – exclamó el Gran Capitán encubriendo bajo la ficción de un estudiado cansancio el placer que le causaba el ver sacado a plaza un tema tan de su gusto. – Mire Su Paternidad que estoy ya que no doy por mi cuerpo un real. ¡Qué ir y venir! ¡Qué jaleo! ¡Todo el día poniendo nombres en la lista, y haciendo recuento de cartuchos, y examinando armas, y disponiendo, y mandando! Aquellos señores son muy remolones, y todo lo tengo que hacer yo.
– ¿Y resistiremos, si como dicen, se nos viene encima ese monstruo, ese troglodita, ese antropófago, señores, que no se sacia nunca de devorar carne humana?
– ¡Pues no hemos de resistir! – exclamó el Gran Capitán. – ¿Hemos de ser menos que los zaragozanos? Además de que yo creo que no viene.
– Y sabe Dios – dijo doña María Antonia, – si será cierto lo que dicen de que allá en Rusia o Prusia le echaron unos polvitos en el cocido para que reventara.
– Como que hay quien asegura que está sacramentado y que hizo testamento, devolviendo todas las naciones que ha robado y abjurando de sus herejías.
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