Benito Pérez - Episodios Nacionales - Luchana

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«Vamos – dijo Doña María presumiendo de agudeza – no se nos haga usted el chiquito. ¡Si de nada le vale a usted ocultarnos su condición elevadísima! Yo estoy en el secreto, porque lo que saben las sobrinas lo sé yo… No nos engaña el Sr. D. Fernando con su modestia».

– Me confunde usted, señora, suponiendo que soy lo que no soy.

– Cuando salía usted herido de Salvatierra, en la galera, y venían detrás mis dos sobrinas en otro carro, bien se acordará… se agregaron dándoles escolta, dos oficialillos muy simpáticos, Serrano y Alaminos (mi memoria prodigiosa me permite recordar los nombres). Pues Alaminos y Serrano, charlando con las niñas, les dijeron que, según la pública voz, es usted de un origen muy encumbrado. Las razones que tendrá para no revelar ese origen, usted las sabrá. Sólo digo que esas cosas no pueden ocultarse, sobre todo a las personas de fino olfato, como una servidora de usted. La sangre, la cuna, la educación saltan siempre a la vista, señor mío, y en usted está el mejor ejemplo de lo que digo, pues en su conducta, en su menor palabra, en su mirar, en el gesto más insignificante, se conoce que viene usted de muy alto… No, no, si no le pido revelaciones… Cada cual sabe lo que debe callar…

No quiso Fernando entrar en largas discusiones con la dama, y creyó más discreto dejarla en aquel error, que tal vez no lo sería. Si él no sabía nada, lo más prudente era callarse siempre que tal tema le tocaran. En el gran patio de la casa encontraron a Demetria y Gracia con varias señoras amigas, tomando la fresca: Gracia y otras de menor edad jugaban a las cuatro esquinas. La mayorazga, sentada en el carro de las personas graves, que acababan de tomar chocolate, no quitaba los ojos de la puerta, esperando ver entrar a cada instante a sus tíos con D. Fernando. Algo se habló de labores ce campo, por iniciativa de las señoras de Álava, propietarias muy fuertes; Demetria dijo que ya había concluido de trillar las cebadas, y que la cosecha era mediana en cantidad, pero el grano superior. En estas y otras conversaciones se hizo de noche; retiráronse las amigas; a poco de subir D. Fernando a su cuarto, entraron Demetria y Doña María Tirgo, y la primera empezó a reñirle porque se había vuelto muy correntón, y no hacía caso de las advertencias de D. Segundo. «¡Pero si ya está bien! – dijo la de Tirgo. – No le riñas, hija, que harta paciencia ha tenido el pobre. Mira que aguantarse tres meses y días en este lugarón, entre gentes rústicas… sí, hija, pongámonos en lo justo; no le des vueltas: somos rústicas, y el señor D. Fernando está acostumbrado a una sociedad más refinada que la nuestra».

– No, si no digo nada. Comprendo que debe marcharse… Y a propósito: aquí tiene ya su ropita, D. Fernando. Va usted a salir de aquí hecho un señorito de pueblo. ¡Y que no se reirán poco de usted cuando le vean tan elegantón! Van a creer que este corte es de la moda de Londres, y preguntarán: ¿pero qué tijeras son esas, hombre, que te han cortado esas prendas admirables?

Fernando se reía mirando la ropa, y ella continuaba sus donosas chanzas: «Ya, ya va usted bien apañadito. Le van a tomar por un alumno del Semanario de Tarazona que vuelve de vacaciones».

– Pues la ropa, búrlese usted todo lo que quiera, parece muy bien cortada. Mañana me la pondré para que usted la vea, y quizás varíe de parecer.

– Sí, sí, lo mismito que la que dejó usted en Madrid. Lástima que no le hayan hecho también fraque las sastras de acá, para que lo luzca en las recepciones palaciegas cuando vuelva a la corte… ¡Ah, qué cabeza!, se me olvidaba lo principal. Ha venido esta tarde en busca de usted un capitán de Infantería, que ha llegado de Madrid.

– ¿Cómo se llama? ¿Trae cartas?

– No me dijo su nombre. Le trae a usted otras veinte onzas, y carta. Las pataconas no ha querido dejarlas. Díjome que volvería; la carta aquí está.

– ¡Pero si en el tiempo que lleva en casa, ya es la tercera vez que le mandan veinte onzas! – exclamó Doña María Tirgo. – ¡Ay!, en cuanto coja aire por esos mundos, adiós mi dinero. Bien, hijo, bien: no se prive usted de ningún gusto de los que dan tono a la verdadera grandeza; derroche y triunfe, que por lo visto hay por allá una mina inagotable.

– Sí, señora, inagotable – afirmó Calpena, siguiendo el bromazo, que para las damas no lo era: – soy muy rico, soy muy grande, soy el niño mimado del destino…

– No, no lo tome a broma – dijo Demetria. – Muy grande, sí, y nosotras unas pobres palurdas; pero es al propio tiempo tan delicado, que no nos deja conocer la diferencia entre usted y nosotras: diferencia por la clase, por la educación, por la ilustración…

– Si eso me lo dijera otra persona, crea usted no se lo perdonaría. Pero usted está autorizada para todo, hasta para llamarme fatuo, que fatuidad grande sería en mí creer en esa desigualdad.

– Pues me callo, señor… En fin, no le quitemos tiempo, que querrá leer la carta de su amigo.

– La leeré después.

– No, ahora, que nosotras nos vamos. Y si no ha de venir a rezar el rosario, dígalo para no esperarle.

– ¡Pues no he de ir! ¡Y poco que me gusta a mí rezar el rosario con la familia!

– Pero que no pase lo de la otra noche – indicó Demetria entre severa y jovial, delicada fusión de tan distintos matices en las luces de sus ojos.

– ¿Qué pasó la otra noche?

– Pues nada en gracia de Dios. Que dijo que iba al rosario, y nosotras allá esperándole un cuarto de hora, con el primer Padrenuestro en la boca.

– Pues vamos ahora mismo. Después leeré la carta.

– No, no – dijo Doña María cogiendo por un brazo a su sobrina y llevándosela. – Déjale, déjale… No le marees.

– Voy en seguida.

Pasó rápidamente la vista D. Fernando por la carta de Hillo, enterándose de lo más substancial, con ánimo de leerla entera después del rosario y la cena. Así lo hizo. Al acostarse, tuvo conocimiento de todo lo que el buen presbítero le decía, y que en extracto a continuación se refiere:

«Aquí me tienes desde el 14 que vine a ciertas comisiones y encarguillos de la Gobernadora (no me refiero a nuestra Soberana, hija de Partenope, sino a la reina sin corona que a ti y a mí nos gobierna, y bien puedes dar gracias a Dios de que así sea), los cuales aún no han tenido cumplimiento por lo trastornado que está todo en esta villa, a quien los retóricos llamamos Ursaria, y que debiera llamarse hoy Babilonia la chica. ¡Qué barullo, Dios mío, qué espantosa confusión, no diré de lenguas, pues todos hablan lo mismo, pero sí de ideas y de voluntades! Por la mañana andan a tiros milicianos y soldados; por la tarde salen cantando el himno. Los ministros, con su Sr. Istúriz al frente, no saben qué hacer. A La Granja, donde yo dejé la revolución bien guisada, acudió Méndez Vigo, Ministro de la Guerra, con ánimo de sofocar el movimiento. No llevaba tropas: llevaba dinero, que es, según dicen, la summa ratio de estas subidas y bajadas de constituciones; pero nada pudo conseguir. Ahora me dicen que hoy ha vuelto su excelencia acompañado de los sargentos triunfadores; entró en Madrid el representante del ejército, llevando en su propio coche al sargento Gómez, uno de los héroes del día; ha sido un espectáculo edificante el paso del General por San Vicente y Caballerizas, hasta Ministerios, donde se han apeado. Si esto no es una casa de locos, no sé yo lo que es, mi querido Fernando.

La Milicia Nacional, derrotada y desarmada en todas partes, conserva la posición que ganó en los Basilios, arrojando de allí a los peseteros que defendían el convento. El Gobierno, tan pronto se cree vencido y se dispone a sucumbir ante el magistral engaño de los sargentos, como se encampana, escarba, humilla, pretendiendo restablecer con un buen hachazo el principio de autoridad. Pero este ¿dónde está? ¿Quién es el guapo que lo tiene? Si se confirma que Méndez Vigo y el Sr. Gómez, sargento de Provinciales, han traído del Real Sitio varios decretos firmados por la Reina destituyendo a no sé qué ministros y nombrando otros, ¿dónde se ha metido el principio de autoridad? ¿Lo tienen Gómez, Lucas y García, lo tienen las logias, o no lo tiene nadie? Me inclino a creer esto último… Y vamos a otra cosa, pues entiendo que más que las noticias de este inmenso Carnaval en que vivimos, te interesará saber que por el capitán D. Teobaldo García (no tiene nada que ver con el esclarecido sargento del mismo nombre) te mando otras veinte onzas, por encargo de quien tiene esto y mucho más para subvenir a tus necesidades. Confiamos en que a la tolerancia de arriba corresponderás tú, desde tu posición inferior, con una conducta ajustada a la razón y a los buenos principios. No sabes tú bien lo que te perderías si así no lo hicieras. El sentido de tu última carta, aunque breve, substanciosa, me da esperanzas de que te veremos formal y comedido. Sientes el hastío de los actos irregulares; ansías la paz de la conciencia, el reposo del ánimo. Muy bien: ya estás en el buen camino…

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