Benito Pérez - Episodios Nacionales - Luchana

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«Aquí solitos, Sr. D. Fernando – le dijo, sentados ambos en viejísimos sillones de cuero, – quiero poner en su conocimiento un delicado asunto referente a la casa de Castro, y no sólo me mueve a ello el deseo, casi estoy por decir la obligación, de enterarle de tal asunto, sino mi propósito… yo soy así… mi propósito de consultarle acerca del mismo».

– ¿De qué se trata, Sr. D. José María? – dijo Calpena, comenzando a asustarse por el tonillo misterioso que tomaba el clérigo. – ¿Qué ocurre?

– No ocurre nada de particular, señor mío – replicó Navarridas aproximando más su sillón: – el caso es sencillísimo, aunque nuevo en esta juvenil generación de la familia de Castro. Tratamos de casar a Demetria.

– ¡Ah!… no creía, no sabía… no sospechaba – dijo balbuciente el joven, mirando a un lienzo antiquísimo, colgado en la pared frontera, y en el cual, entre las negruras del óleo secular, se distinguía la cara de un santo de sexo indefinido. – Es muy natural… sí, señor… casar a Demetria.

– Ya ve usted. Mi hermana y yo venimos poniendo en ello de un mes acá nuestros cinco sentidos, que son diez sentidos… La chica anda ya en los veintiún años. Es, como usted sabe, una rica mayorazga, la más rica de este término. Conviene, pues, buscarle marido; pues aunque ella no necesita de ayuda de varón para el gobierno de su hacienda, no es bien que la poseedora de estos estados permanezca soltera. Para la felicidad de ella, para su equilibrio, vamos al decir, así como para lustre de su nombre y de su casa, conviene que la niña tenga esposo. ¿No piensa usted lo mismo?

– Exactamente lo mismo – respondió el joven, que volvió a mirar al santo; y ya en aquel punto, o porque entrase más luz, o porque sus ojos se habituasen a la penumbra, ello es que le pareció mujer, es decir, santa y bonita.

– Celebro que sea usted de mi parecer. Pues un mes llevamos María y yo en este negocio, y creo que nos aproximamos a un resultado felicísimo, pues el punto delicado de la elección de esposo está casi resuelto.

– ¿Y quién es… ¿se puede saber?… quién es el venturoso mortal a quien se cree digno de poseer tal joya?

– Tiene usted razón: joya es de gran precio la niña, y mucho tiene que valer el que se la lleve… Ahí estaba la dificultad: elegir un hombre que si no igualase en prendas a Demetria, se le aproximara; vamos, que fuera de lo más selecto entre los jóvenes del día. Pues sí, señor: hemos encontrado ese rara avis.

– ¿Puedo saber quién es? ¿Acaso le conozco?

– Espérese usted un poco. Como me consta el interés vivísimo con que usted mira cuanto a mis sobrinas se refiere; como no puedo olvidar que ha sido usted el espíritu valiente que las redimió de aquel endiablado cautiverio de Oñate; como sé todo esto…

– Acabe usted por Dios.

– Como sé todo esto, y me consta la gratitud que las niñas le tienen y lo mucho que estiman su caballerosidad, su hidalguía, su… en fin, que usted debe saberlo antes que nadie. Pero el asunto es reservado; queda entre los dos… Pues decía… ya… a ello voy; decía que después de mucho discurrir mi hermana y yo, y de pasar revista a los linajes y circunstancias de todas las casas ilustres de veinte leguas a la redonda… mi hermana… para que usted lo sepa… es muy fuerte en linajes y en historias de familias… decía que al fin nos fijamos en la noble casa de Idiáquez. ¿La conoce usted?

– No, señor… ese apellido me suena… pero no… no conozco.

– Los Idiáquez son una rama de la antiquísima casa de Lazcano, que viene a enlazarse por sucesivos entroncamientos con los Palafox y con los Gurreas de Aragón, de la estirpe del Rey Católico; con los Borjas y Pignatellis, con los…

– Pero en puridad, Sr. D. José María, ¿quién es el novio?

– El novio, señor mío, es y no puede ser otro que D. Rodrigo de Urdaneta Idiáquez, Conde de Saviñán y de Villarroya de la Sierra, el cual tiene su casa señorial en la renombrada villa de Cintruénigo; hijo de Don Fadrique, o D. Federico, lo mismo da, de Urdaneta, ya difunto, y de Doña Juana Teresa de Idiáquez y demás hierbas, pues si fuera a designar todos los apellidos, no acabaría en media semana.

– Bien; me parece muy bien, – dijo Calpena, volviendo a mirar la pintura, que ya no le pareció santa, sino santo, y bastante feo. Fijándose más, vio que a los pies tenía una corona, como si la despreciara, y en la mano una calavera, que antes le había parecido un queso con ojos.

– Como usted comprende – añadió con gravedad D. José María, – teniendo en cuenta todas las partes del individuo, no hemos reparado principalmente en su alcurnia, que es altísima, ni en su lúcida riqueza, sino en sus virtudes, las cuales son tantas, al decir de la fama, que no hay lenguas que puedan elogiarle como se merece. Su edad es de veintiséis años, su presencia gallardísima, su rostro hermoso, espejo de un alma noble, sus acciones señoriles, su lenguaje comedido y muy galán… en fin, que parece haber venido al mundo adrede para emparejar con esta sin par niña, cuyos méritos conoce usted. Hace días que María y yo, por medio de una discretísima correspondencia, venimos tratando de este matrimonio, que esperamos bendecirá Dios, concediéndole numerosa prole.

– Según eso – dijo Fernando sin ocultar su asombro, – ¿no conocen ustedes al candidato?

– Le conocemos y no le conocemos. El año 21 ó 22, con ocasión del destierro de D. Beltrán de Urdaneta… ¿No ha oído usted nombrar a D. Beltrán de Urdaneta?

– ¡Yo qué he de oír nombrar a ese señor!

– Pues es en estas tierras más conocido que la ruda. Decía que con motivo de su destierro por trapisondas políticas, residió aquí la familia como unos ocho meses. Rodriguito era entonces un chiquillo precioso: diez u once años todo lo más. Demetria tenía seis, si mal no recuerdo. Las dos familias intimaron: el niño y la niña no se separaban en todo el día, fraternizando en sus juegos infantiles. Recuerdo que en aquella Navidad les hice un nacimiento en la misma habitación donde usted mora. Lo que yo gozaba con ellos no es fácil imaginarlo. Desde entonces, me dio el corazón que aquellos dos seres tan graciosos y angelicales habían de juntarse, con el tiempo, en santa coyunda. D. Beltrán, abuelo de Rodrigo, y D. Fadrique, su padre, salían con Alonso a cacerías interminables. Verdad que desde entonces no hemos vuelto a verles; pero mi hermana, que entabló cordial amistad con Doña Juana Teresa de Idiáquez, ha seguido sosteniendo con ella correspondencia tirada; mi cuñado Anselmo de Tirgo tuvo en arrendamiento, por no sé cuántos años, la propiedad de los Urdanetas que llaman Mojón de los tres Reyes, y fue de los que ayudaron a desempeñar la casa, que vino muy a menos por las imprevisiones y larguezas desmedidas de D. Beltrán.

– Y Demetria, ¿tampoco ha vuelto a ver al D. Rodrigo desde que jugaban juntos y usted les hacía los Belenes?

– No han vuelto a verse, no señor.

– ¿Y se ha enterado de que quieren ustedes casarla?

– Se lo hemos dicho, naturalmente; y como es tan discreta y sesuda, nos ha contestado que agradecía mucho el interés que tomábamos por ella; que, en efecto, tiene noticia de las virtudes y méritos del Sr. Don Rodrigo, y que accederá a ser su esposa, si, después de tratarle en esta edad del discernimiento, le encuentra digno de concederle, con su mano, su corazón.

– Muy bien contestado, Sr. D. José. En todo revela su entendimiento superior.

– Los informes que tenemos del ilustre joven, fidedignos, tomados en fuentes diversas, convienen en que es un dechado de grandes y nobles cualidades; perfecto caballero, que cuida de conservar intacta la dignidad de sus mayores; de tan intachable conducta en lo moral, que nadie podría echarle en cara ni aun aquellas transgresiones leves que tan disculpables son en la juventud; grave en su trato, en su lenguaje comedido, llano con los humildes, digno entre los poderosos sus iguales, formal en sus tratos, esclavo de su palabra, señor en sus actos todos; enemigo de juegos y pasatiempos que no conducen más que al pecado; desconocedor de todos los vicios, amante de todas las virtudes…

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