Benito Pérez - Episodios Nacionales - Luchana

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Quiera Dios que mis recelos sean infundados, y que Isabel reine sin tropiezos, y haga feliz, poderosa y rica a esta pobrecita nación. Yo no he de ver su reinado, y si es próspero y grande, eso me pierdo. Lo que en la Historia resulte de la preciosa niña, a quien he dado tantos besos esta noche, tú me lo contarás cuando nos veamos en el otro mundo.

Bueno: pues sabrás que al salir del cuarto de las niñas, me dieron la noticia de que cuatro compañías de la Guardia Real Provincial, alojadas en el Pajarón, se habían sublevado. Me lo dijo una dama en quien el ingenio corre parejas con la edad (uno y otra son grandes), y sin duda porque su conocimiento práctico de la historia del siglo la familiariza con los motines, no acompañó la noticia de demostraciones de sobresalto. Ya no era joven cuando el tumulto de Aranjuez, en Marzo del año 8, que presenció y refiere con todos sus pelos y señales. ¡Con que figúrate si habiendo visto desde la barrera aquella función y todas las que han venido después, estará curada de espanto la pobre señora! ‘No se asuste usted – me dijo. – No será de cuidado: todo quedará reducido a que nos machaquen los oídos con el himno, y a que pidan quitar el Estatuto u otra majadería semejante. Yo, a ser la Reina, no vacilaría en variar el nombre de la primera ley del Estado, pues esto ni da ni quita poder… Estos pobres liberales son unas criaturas que se pasan la vida mudando motes y letreros, sin reparar en que varían los nombres, y las cosas son siempre las mismas. Ahora les da por jugar a las Constitucioncitas… ¡qué inocentes!… Yo me río… En fin, veremos en qué para esto. No le arriendo la ganancia al amigo Istúriz’.

Respondile que no podía yo participar de su tranquilidad, y hallándome bastante desfallecida y con un poquito de susto en mi pobre espíritu, le rogué que mandase me dieran una taza de caldo. ‘Pediré otra para mí, y además dos copitas de Jerez con sus bizcochos correspondientes, porque, amiga mía, no puedo avenirme a esta novísima costumbre de comer a las tres y cenar a las once de la noche… costumbres napolitanas deben de ser éstas… Y además, como podría suceder que en noche de revolución no haya la debida puntualidad en la hora de la cena, bueno es que nos preparemos para los ayunos que nos depare Dios de aquí a mañana. Y si a usted le parece, mandaremos que nos sirvan algún fiambre o una perita en dulce…’.

A todas estas, notamos entrada y salida de militares, vimos caras de sobresalto; mas ningún rumor desusado se oía por la parte del pueblo. Cuando mi amiga y yo estábamos en el comedor chico haciendo por la vida, nos dijo el mayordomo de semana, todo trémulo y asustadico, que se había cerrado la puerta de hierro que comunica con la población, trayendo las llaves a Palacio; pero se temía que los sublevados de fuera violentarían la puerta de la verja con ayuda de los sublevados de dentro. ‘¡Los de dentro! – exclamó mi amiga. – ¿Según eso, los del Cuarto Regimiento también…? Era natural. Ya lo tendrían bien amasado entre todos’. Añadió el informante que el jefe de Provinciales y parte de la oficialidad trataban de contener el movimiento con exhortaciones y buenos consejos; pero se dudaba que lo consiguiesen. Aún quedaba la esperanza de que los Guardias de Corps se mantuviesen fieles a la disciplina, y en este caso, andarían a tiros unos contra otros. A esto, dijimos las dos señoras que no, no… de ninguna manera… nada de tiros ni matarse, no, no… Que se avinieran todos, y a la buena de Dios; que si ello quedaba en un cambio de Gobierno, con himno a pasto, proclamas, entusiasmo y un gracioso cubileteo de Constituciones, nos dábamos por satisfechas… Sobre todo, lo que hubiera de venir, viniera pronto, para poder cenar, aunque fuese un poquito tarde, y dormir tranquilamente.

Al volver a la antecámara, ya sentimos extraordinario ruido al exterior, y en Palacio turbación, perplejidad, azoramiento, miedo».

II

Por aquí, por aquí – nos dijeron señalando las salas cuyos balcones dan a la plazuela llamada la Cacharrería, y allá nos fuimos mi amiga y yo, deseosas de ver y gozar las escenas que se preparaban, presumiendo, no sé por qué, que estas no habían de ser tumultuosas, ni menos sangrientas. Sonaron algunos tiros ¡ay qué miedo!; advirtieron por allí que eran disparados al aire, más en son de fiesta que de hostilidad, y el murmullo de voces que subía de la plazoleta no parecía en verdad resuello de revolución, sino más bien algo del ¡ah, ah! con que en los teatros imitan torpemente el bramido de las multitudes furiosas. La noche no era muy clara. Desde los balcones, atisbando tras de los cristales, distinguíamos el hormigueo de bultos obscuros moviéndose sin cesar, brillo fugaz de objetos metálicos, bayonetas, cañones de fusil, chapas de morriones, charreteras. Se intentaba, sin duda, la formación ordenada, y no era fácil lograr tal intento. En los vivas, que a poco de llegar los sublevados a la plazuela empezaron a oírse, alternaba la Reina con la Libertad, uno y otro grito proferidos con igual ardor, de lo que deducíamos que nuestras vidas, así como las de las Reinas, no corrían peligro alguno. Revolución que aclama a las personas que encarnan la autoridad, no viene con mal vino. ‘Puede que ahora – observó mi amiga – salgan esos infelices con que han armado toda esta tremolina para pedir aumento de paga, lo que me parece muy justo, porque ya sabrá usted que ya no les dan más que nueve cuartos, de los cuales ocho son para el rancho. Reconozcamos que el soldado español es la virtud misma, pues por un cuarto diario consagra a la patria su existencia, por un cuarto se somete a los rigores de la disciplina, por un cuarto nos custodia y nos defiende hasta dejarse matar. No creo que en ningún país exista abnegación más barata. Pero ya verá usted cómo estos desdichados vienen pidiendo algo que no les importa, algo que no ha de remediar su pobreza. Verá usted cómo se descuelgan reclamando más libertad… libertad que no ha de hacerles a ellos más libres, ni tampoco menos pobres. Alguno habrá quizás entre ellos que crea que la Constitución del 12 les va a dar cuarto y medio’.

Otra dama que se nos agregó, esposa de un General que ha hecho su brillante carrera hollando alfombras palatinas (no te digo su nombre: es feíta la pobre; tan poco agraciada, que todo el mundo cree que tiene talento… y el mundo se equivoca), nos aseguró que el escándalo que presenciábamos era obra del masonismo; que los soldados de la Guardia no entendían de Constituciones, ni sabían si la libertad se comía con cuchara o con tenedor, y que se sublevaban porque las logias les habían repartido dinero. Cuatro días antes habían llegado de Madrid doce mil duros… Mi amiga la interrumpió para decirle que no creía en esos viajes de las talegas. Yo fui de la misma opinión. Pero ella insistió, asegurando lo de los miles como si los hubiera contado. Lo sabía por la doncella de una camarista, que tenía un novio cabo de Provinciales. El domingo anterior habían salido de paseo, y él la convidó a merendar en la Boca del Asno, y le mostró piezas columnarias, de esas que tienen dos globos y el letrero que dice más allá… Dijo a esto mi amiga, revistiendo su socarronería de exquisitas formas, que con tales señas no podía ponerse en duda la venalidad de los sargentos sediciosos, y yo me vi precisada a expresar la misma opinión, añadiendo que en ningún caso es conveniente que las logias tengan dinero. Las tres hubimos de maravillarnos de que, poseyendo el Rey y la Grandeza los mayores caudales de la Nación, sean todas las revoluciones contrarias a la Monarquía y a la Aristocracia. Por fuerza tiene que haber gran cantidad de moneda oculta, repartida en muchos poquitos entre la masa enorme de gentes ordinarias, obscuras y aun descamisadas que hormiguean en ciudades y aldeas.

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