Benito Pérez - Episodios Nacionales - Zaragoza
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– Tampoco hemos tenido esa felicidad.
– Pues allí estuvo D. José de Montoria; fue de los que llevaron arrastrando el cañón hasta enfilarlo… pues. Veo que ustés no han visto nada. ¿De qué parte del mundo vienen ustés?
– De Madrid – dijo D. Roque. – ¿Con que Vd. nos podrá decir dónde vive mi gran amigo D. José?…
– Pues no he de poder, hombre, pues no he de poder – repuso el cojo, sacando un mendrugo para desayunarse. – De la calle de la Parra se mudó a la de Enmedio. Ya saben ustés que todas las casas volaron… pues. Allí estaba Esteban López, soldado de la décima compañía del primer tercio de voluntarios de Aragón, y él solo con cuarenta hombres hizo retirar a los franceses.
– Eso sí que es cosa admirable – dijo D. Roque.
– Pero si no han visto ustés lo del 4 de Agosto, no han visto nada – continuó el mendigo. – Yo vi también lo del 4 de Junio, porque me fui arrastrando por la calle de la Paja, y vi a la Artillera cuando dio fuego al cañón de 24.
– Ya, ya tenemos noticia del heroísmo de esa insigne mujer – manifestó D. Roque. – Pero si Vd. nos quisiera decir…
– Pues sí; D. José de Montoria es muy amigo del comerciante D. Andrés Guspide, que el 4 de Agosto estuvo haciendo fuego desde la visera del callejón de la Torre del Pino, y por allí llovían granadas, balas, metralla, y mi D. Andrés fijo como un poste. Más de cien muertos había a su lado, y él solo mató cincuenta franceses.
– Gran hombre es ese; ¿y es amigo de mi amigo?
– Sí señor – respondió el cojo. – Y ambos son los mejores caballeros de toda Zaragoza, y me dan limosna todos los sábados. Porque han de saber ustés que yo soy Pepe Pallejas, y me llaman por mal nombre Sursum Corda, pues como fui hace veinte y nueve años sacristán de Jesús y cantaba… pero esto no viene al caso, y sigo diciendo que yo soy Sursum Corda y pue que hayan ustés oído hablar de mí en Madrid.
– Sí – dijo D. Roque cediendo a un impulso de amabilidad; – me parece que allá he oído nombrar al señor de Sursum Corda. ¿No es verdad, muchachos?
– Pues ello… – prosiguió el mendigo. – Y sepan también que antes del sitio yo pedía limosna en la puerta de este monasterio de Santa Engracia, volado por los bandidos el 13 de Agosto. Ahora pido en la puerta de Jerusalem, donde me podrán hallar siempre que gusten… Pues como iba diciendo, el día 4 de Agosto estaba yo aquí, y vi salir de la iglesia a Francisco Quílez, sargento primero de la primera compañía del primer batallón de fusileros, el cual ya saben ustés que fue el que con treinta y cinco hombres echó a los bandidos del convento de la Encarnación… Veo que se asombran ustés… ya. Pues en la huerta de Santa Engracia, que está aquí detrás, murió el subteniente D. Miguel Gila. Lo menos había doscientos cadáveres en la tal huerta, y allí perniquebraron a D. Felipe San Clemente y Romeu, comerciante de Zaragoza. Verdad es que si no hubiera estado presente D. Miguel Salamero… ¿ustés no saben nada de esto?
– No, amigo y señor mío – dijo D. Roque, – nada de esto sabemos, y aunque tenemos el mayor gusto en que Vd. nos cuente tantas maravillas, lo que es ahora, más nos importa saber dónde encontraremos al D. José mi antiguo amigo, porque padecemos los cuatro de un mal que llaman hambre y que no se cura oyendo contar sublimidades.
– Ahora mismo les llevaré a donde quieren ir – repuso Sursum Corda, después de ofrecernos parte de sus mendrugos. – Pero antes les quiero decir una cosa, y es que si D. Mariano Cereso no hubiera defendido la Aljafería como la defendió, nada se habría hecho en el Portillo. ¡Y que es hombre de mantequillas en gracia de Dios el tal D. Mariano Cereso! En la del 4 de Agosto andaba por las calles con su espada y rodela antigua y daba miedo verle. Esto de Santa Engracia parecía un horno, señores. Las bombas y las granadas llovían; pero los patriotas no les hacían más caso que si fueran gotas de agua. Una buena parte del convento se desplomó; las casas temblaban y todo esto que estamos viendo parecía un barrio de naipes, según la prontitud con que se incendiaba y se desmoronaba. Fuego en las ventanas, fuego arriba, fuego abajo: los franceses caían como moscas, señores, y a los zaragozanos lo mismo les daba morir que nada. D. Antonio Quadros embocó por allí, y cuando miró a las baterías francesas, se las quería comer. Los bandidos tenían sesenta cañones echando fuego sobre estas paredes. ¿Ustés no lo vieron? Pues yo sí, y los pedazos del ladrillo de las tapias y la tierra de los parapetos salpicaban como miajas de un bollo. Pero los muertos servían de parapeto, y muertos arriba, muertos abajo, aquello era una montaña. D. Antonio Quadros echaba llamas por los ojos. Los muchachos hacían fuego sin parar; su alma era toda balas, ¿ustés no lo vieron? Pues yo sí, y las baterías francesas se quedaban limpias de artilleros. Cuando vio que un cañón enemigo había quedado sin gente, el comandante gritó: «¡Una charretera al que clave aquel cañón!» y Pepillo Ruiz echa a andar como quien se pasea por un jardín entre mariposas y flores de Mayo; sólo que aquí las mariposas eran balas, y las flores bombas. Pepillo Ruiz clava el cañón y se vuelve riendo. Pero velay que otro pedazo de convento se viene al suelo. El que fue aplastado, aplastado quedó. D. Antonio Quadros dijo que aquello no importaba nada, y viendo que la artillería de los bandidos había abierto un gran boquete en la tapia, fue a taparlo él mismo con una saca de lana. Entonces una bala le dio en la cabeza. Retiráronle aquí; dijo que tampoco aquello importaba nada, y expiró.
– ¡Oh! – dijo D. Roque con impaciencia. – Estamos encantados, señor Sursum Corda, y el más puro patriotismo nos inflama al oírle contar a Vd. tan grandes hazañas; pero si Vd. nos quisiera decir dónde…
– Hombre de Dios – contestó el mendigo – ¿pues no se lo he de decir? Si lo que más sé y lo que más visto tengo en mi vida es la casa de D. José de Montoria. Como que está cerca de San Pablo. ¡Oh! ¿Ustés no vieron lo del hospital? Pues yo sí: allí caían las bombas como el granizo. Los enfermos viendo que los techos se les venían encima, se arrojaban por las ventanas a la calle. Otros se iban arrastrando y rodaban por las escaleras. Ardían los tabiques, oíanse lamentos, y los locos mugían en sus jaulas como fieras rabiosas. Otros se escaparon y andaban por los claustros riendo, bailando y haciendo mil gestos graciosos que daban espanto. Algunos salieron a la calle como en día de Carnaval, y uno se subió a la cruz del Coso, donde se puso a sermonear, diciendo que él era el Ebro y que anegando la ciudad iba a sofocar el fuego. Las mujeres corrían a socorrer a los enfermos, y todos eran llevados al Pilar y a la Seo. No se podía andar por las calles. La Torre Nueva hacía señales para que se supiera cuándo venía una bomba; pero el griterío de la gente no dejaba oír las campanas. Los franceses avanzan por esta calle de Santa Engracia; se apoderan del hospital y del convento de San Francisco; empieza la guerra en el Coso y en las calles de por allí. Don Santiago Sas, D. Mariano Cereso, D. Lorenzo Calvo, D. Marcos Simonó, Renovales, el albéitar Martín Albantos, Vicente Codé, D. Vicente Marraco y otros atacan a los franceses a pecho descubierto; y detrás de una barricada hecha por ella misma, les espera llena de furor y fusil en mano, la señora condesa de Bureta.
– ¿Cómo, una mujer, una condesa – preguntó con entusiasmo D. Roque – levantaba barricadas y apuntaba fusiles?
– ¿Ustés no lo sabían? – dijo Sursum. – ¿Pues en dónde viven ustés? La señora doña María Consolación Azlor y Villavicencio, que vive allá por el Ecce-Homo, andaba por las calles, y a los desanimados les decía mil lindezas, y luego haciendo cerrar la entrada de la calle, se puso al frente de una partida de paisanos, gritando: «¡Aquí moriremos todos, antes que dejarles pasar!».
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