Benito Pérez - Episodios Nacionales - Zaragoza

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Est mollis flamma medullas
interea, et tacitum vivit sub pectore vulnus.

– Eso pasó a principios de Setiembre – le dije. – ¿Y de entonces acá?

– Desde aquel día ha empezado para mí la nueva vida. Comenzó por una inquietud ardiente que me quitaba el sueño, haciéndome aborrecible todo lo que no fuera Mariquilla. La propia casa paterna me era odiosa, y vagando por los alrededores de la ciudad sin compañía alguna, buscaba en la soledad la paz de mi espíritu. Aborrecí el colegio, los libros todos y la teología, y cuando llegó Octubre y me querían obligar a vivir encerrado en la santa casa, me fingí enfermo para quedarme en la mía. Gracias a la guerra, que a todos nos ha hecho soldados, puedo vivir libremente, salir a todas horas, incluso de noche, y verla y hablarle con frecuencia. Voy a su casa, hago la seña convenida, baja, abre una ventana con reja, y hablamos largas horas. Los transeúntes pasan; pero como estoy embozado en mi capa hasta los ojos, con esto y la oscuridad de la noche, nadie me conoce. Por eso los muchachos del pueblo se preguntan unos a otros: «¿Quién será el novio de la Candiola?». De algunas noches a esta parte, recelando que nos descubran, hemos suprimido la conversación por la reja. María baja, abre el portalón de la huerta y entro. Nadie puede descubrirnos, porque D. Jerónimo, creyéndola acostada, se retira a su cuarto a contar el dinero, y la criada vieja, única que hay en la casa, nos protege. Solos en la huerta, nos sentamos en una escalera de piedra que allí existe, y al través de las ramas de un álamo negro y corpulento, vemos a pedacitos la claridad de la luna. En aquel silencio majestuoso nuestras almas comprenden lo divino y sentimos con un sentimiento inmenso, que no puede expresarse por el lenguaje. Nuestra felicidad es tan grande que a veces es un tormento vivísimo; y si hay momentos en que uno desearía centuplicarse, también los hay en que uno desearía no existir. Pasamos allí largas horas. Anteanoche estuve hasta cerca del día, pues como mis padres me creen en el cuerpo de guardia, no tengo prisa por retirarme. Cuando principiaba a aclarar la aurora, nos despedimos. Por encima de la tapia de la huerta se ven los techos de las casas inmediatas, y el pico de la Torre Nueva. María, señalándole, me dijo:

– Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte.

No dijo más Agustín, porque sonó un cañonazo del lado de Monte Torrero, y ambos volvimos hacia allá la vista.

VI

Los franceses habían embestido con gran empeño las posiciones fortificadas de Torrero. Defendían estas diez mil hombres mandados por D. Felipe Saint-March y por O’Neille, ambos generales de mucho mérito. Los voluntarios de Borbón, de Castilla, del Campo Segorbino, de Alicante y el provincial de Soria: los cazadores de Fernando VII, el regimiento de Murcia y otros cuerpos que no recuerdo, rompieron el fuego. Desde el reducto de los Mártires vimos el principio de la acción y las columnas francesas que corrían a lo largo del Canal para flanquear a Torrero. Duró gran rato el fuego de fusilería; mas la lucha no podía prolongarse mucho tiempo, porque aquel punto no se prestaba a una defensa enérgica, sin la ocupación y fortificación de otros inmediatos como Buenavista, Casa-Blanca y el cajero del Canal. Sin embargo, nuestras tropas no se retiraron sino muy tarde y con el mayor orden, volando el puente de América y trayéndose todas las piezas, menos una, que había sido desmontada por el fuego enemigo.

Entre tanto sentíamos fuertísimo estruendo que resonaba a lo lejos, y como por allí casi había cesado el fuego, supusimos trabada otra acción en el Arrabal.

– Allá está el brigadier D. José Manso – me dijo Agustín, – con el regimiento suizo de Aragón, que manda D. Mariano Walker, los voluntarios de Huesca, de que es jefe D. Pedro Villacampa; los voluntarios de Cataluña y otros valientes cuerpos. ¡Y nosotros aquí, mano sobre mano! Por este lado parece que ha concluido. Los franceses se contentarán hoy con la conquista de Torrero.

– O yo me engaño mucho – repuse, – o ahora van a atacar a San José.

Todos miramos al punto indicado, edificio de grandes dimensiones, que se alzaba a nuestra izquierda, separado de Puerta Quemada por la hondonada de la Huerva.

– Allí está Renovales – me dijo Agustín, – el valiente D. Mariano Renovales, que tanto se distinguió en el otro sitio, y manda ahora los cazadores de Orihuela y de Valencia.

En nuestra posición todo estaba preparado para una defensa enérgica. En el reducto del Pilar, en la batería de los Mártires, en la torre del Pino, lo mismo que en Trinitarios, los artilleros aguardaban con mecha encendida, y los de infantería escogíamos tras los parapetos las posiciones que nos parecían más seguras para hacer fuego, si alguna columna intentaba asaltarnos. Se sentía mucho frío, y los más tiritábamos. Alguien habría creído que era de miedo; pero no, era de frío, y quien dijese lo contrario, miente.

No tardó en verificarse el movimiento que yo había previsto, y el convento de San José fue atacado por una fuerte columna de infantería francesa, mejor dicho, fue objeto de una tentativa de ataque o más bien sorpresa. Al parecer, los enemigos tenían mala memoria y en tres meses se les había olvidado que las sorpresas eran imposibles en Zaragoza. Llegaron, sin embargo, con mucha confianza hasta tiro de fusil, y sin duda aquellos desgraciados creían que sólo con verlos, caerían muertos de miedo nuestros guerreros. Los pobrecitos acababan de llegar de la Silesia y no sabían qué clase de guerra era la de España. Además como ganaran a Torrero con tan poco trabajo, creyéronse en disposición de tragarse el mundo. Ello es que avanzaban como he dicho, sin que San José hiciera demostración alguna, hasta que hallándose a tiro de fusil o poco menos, vomitaron de improviso tan espantoso fuego las troneras y aspilleras de aquel edificio, que mis bravos franceses tomaron soleta con precipitación. Bastantes, sin embargo, quedaron tendidos, y al ver este desenlace de su valentía, los que contemplábamos el lance desde la batería de los Mártires, prorrumpimos en exclamaciones, gritos y palmadas. De este modo celebra el feroz soldado en la guerra la muerte de sus semejantes, y el que siente instintiva compasión al matar un conejo en una cacería, salta de júbilo viendo caer centenares de hombres robustos, jóvenes y alegres que después de todo no han hecho mal a nadie.

Tal fue el ataque de San José, una intentona rápidamente castigada. Desde entonces debieron de comprender los franceses, que si se abandonó a Torrero fue por cálculo y no por flaqueza. Sola, aislada, desamparada, sin baluartes exteriores, sin fuertes ni castillos, Zaragoza alzaba de nuevo sus murallas de tierra, sus baluartes de ladrillos crudos, sus torreones de barro amasado la víspera para defenderse otra vez contra los primeros soldados, la primera artillería y los primeros ingenieros del mundo. Grande aparato de gente, formidables máquinas, enormes cantidades de pólvora, preparativos científicos y materiales, la fuerza y la inteligencia en su mayor esplendor, traen los invasores para atacar el recinto fortificado que parece juego de muchachos, y aun así es poco, todo sucumbe y se reduce a polvo ante aquellas tapias que se derriban de una patada. Pero detrás de esta deleznable defensa material está el acero de las almas aragonesas, que no se rompe, ni se dobla, ni se funde, ni se hiende, ni se oxida y circunda todo el recinto como una barra indestructible por los medios humanos.

La campana de la Torre Nueva suena con clamor de alarma. Cuando esta campana da al viento su lúgubre tañido la ciudad está en peligro y necesita de todos sus hijos. ¿Qué será? ¿Qué pasa? ¿Qué hay?

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