Carlos Bunge - Thespis (novelas cortas y cuentos)

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Thespis (novelas cortas y cuentos): краткое содержание, описание и аннотация

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Y Peñálvez siguió gimiendo, implorando, aconsejando largas horas, sin que Pepa la Gallega pareciera apercibirse de sus gemidos, imploraciones y consejos…

II

Ya el sol empezaba a declinar, cuando volvió el Chucro…

– Los policías se han ido – dijo a Pepa. – Priende fuego y poné agua a calentar pa' el mate.

Pepa hizo como se le dijo. Y, puesta ya el agua al fuego, el Chucro agregó:

– Ahora andate a buscar el cuerpo del comisario. Está a unos pasos del seibo grande, donde enterramos a Pancho el isleño. Cargalo y tráilo pa' acá, mientras se calienta el agua.

Con su habitual reserva y obediencia, Pepa fue a buscar el cuerpo del comisario… Entretanto, el Chucro tomaba mate tras mate. Y su aspecto era tan torvo y sombrío, que Peñálvez no se atrevía a hablarle…

Al rato volvió Pepa, jadeante, arrastrando el cadáver. Arrojolo sumisa a los pies del Chucro, dicióndole en un tono de ternura ilimitada:

– Aquí está.

El Chucro le repuso:

– Dejalo ahí.

Se levantó, sacó el facón y se dirigió a Peñálvez. Peñálvez creyó que lo iba a acribillar a puñaladas, atado al árbol, y se echó a llorar como un niño… Pero el Chucro se limitó a cortarle, sus ligaduras; diole la pala que antes tuviera Pepa y le dijo:

– Cavá pronto un hoyo pa' enterrar al comisario.

Sin hacerse repetir la orden, Peñálvez se puso a cavar con todas sus fuerzas. Mientras cavaba recordó, sin saber por qué, la defectuosa instalación que se había dado a su mesa de trabajo en la comisaria… «Cuando vuelva, la mudaré de sitio», pensó. Mas al ver el cadáver del comisario Rodríguez se dijo que bien podían nombrar para suceder al muerto a un extraño que le pidiera renunciara él su puesto, así colocaba allí algún pariente o amigo… «En tal caso – dijose, – me ofreceré de mayordomo a mi buen amigo don Lucas.»

Después se le ocurrió que acaso le asesinaran allí mismo, como a Rodríguez. Pero hacía una tan hermosa tarde de primavera, que la idea de morir le pareció absurda, verdaderamente absurda.

Miró al Chucro y vio que no le sacaba los ojos, siempre con la carabina cargada en la mano…

«Si intento escaparme – agregose Peñálvez, – me fulmina de un tiro, con su excelente puntería de cazador profesional. A no ser que me ayude la Pepa, no podré huir de la isla…»

Entonces imaginó Peñálvez la odiosa vida de servidumbre a que lo sometería quizás el Chucro en aquel desierto lugar de salvajes y bandoleros. Su esclavitud sería aún más dolorosa y miserable que la de la mujer aquella, que tan resignada parecía de su suerte, ¡y hasta satisfecha!

En ese momento Pepa alcanzaba un nuevo mate al Chucro, que le decía, en su tiránica forma acostumbrada:

– Con la carne que sobró de ayer haceme un churrasco al asador.

Otra vez obedeció servilmente la Pepa. Puso el churrasco en el asador y se quedó contemplando a su amo y señor en una actitud que rayaba en frenética adoración…

– ¿Qué estás mirando, gallega bruta? – preguntole de pronto el Chucro, con colérica voz – ¿Por qué no ponés salmuera al asado?

– Se me olvidaba… – repuso ella. – Voy a ponerle.

Sin manifestar su atención, Peñálvez seguía mientras tanto cavando la fosa del comisario… «¡Pobre comisario! – decíase. – Era demasiado pueblero… ¿Por qué no haría caso cuando le advertimos que no debía internarse así no más en los matorrales de las islas?.. ¡Yo fui un tonto en seguirlo! Podría haberme excusado diciendo que estaba enfermo… Pero, ahora que no tiene remedio nuestra imprudencia, ¡sabe Dios lo que me espera!..»

Al rato, el Chucro volvió a preguntar a la mujer:

– ¿Hay galleta?

Ella contestó:

– Sí. Todavía nos queda una de las que compré la vez pasada a los isleños.

El Chucro preguntó aún:

– ¡Cómo! ¿Queda una sola? ¿Te habrás comido vos las demás?..

Con la indiferencia de su absoluta pasividad, Pepa repuso:

– Yo nunca he comido galleta sino cuando tú me das un pedazo…

– ¿Y hay caña?

– Sí.

– Poné entonces la galleta y la caña cerca del fogón, que en cuanto esté el churrasco, comeré…

– Voy…

Al contemplar a la Pepa, Peñálvez rememoraba las frecuentes visitas que hacía a don Lucas. No faltaba un domingo a su mesa. ¡Se comía antes también en aquella casa!.. ¡Lástima que desapareciera la Pepa! Porque Juana, su sucesora, no tenía la habilidad de la española…

Lo malo de la española era entonces su geniazo. Y recordó algunas escenas que presenciara, en las que se demostraba ese geniazo de la Pepa. ¿No había llegado una vez a tirar una cacerola a la cabeza de su marido, el cochero de la casa, porque éste pellizcara a Juana, la hija del capataz?.. ¡Cómo había cambiado esta mujer bajo el dominio fascinante del Chucro!..

Un poco cansado de tanto cavar, Peñálvez hizo una pausa y miró al cielo. Muy alto, bajo las nubes algodonosas, pasaba una larguísima bandada de pájaros blancos, volando con majestad de serafines. Luego, bajó la vista, y vio que, en la maleza, daban su alegre nota las flores de los ceibos, rojas de un rojo húmedo, como encías de mujer. A lo lejos oíase el monótono grito de un ave zancuda… ¡Él no podía morir en medio de aquella Naturaleza exuberante de vida!

Advertido de su distracción, apostrofolo el Chucro, apuntándole al pecho con la carabina:

– ¿Por qué te quedas papando moscas? ¡Acabá de una vez el pozo, si no querés que te entierre antes que al comisario!

Peñálvez se secó el sudor de la frente y siguió cavando. Entre los golpes de pala cavilaba cómo daría, cuando volviera, la noticia de su viudez a la mujer del comisario. Era bastante simpática esta muchacha. La última vez que la vio llevaba un traje de muselina blanca con pintas azules y unas rosas thé en el pecho. Sería la viuda más apetecible del pueblo…

Después de cavar un momento más, vio que la fosa ya era bastante grande, aunque el comisario fuera hombre alto y grueso. Fue así que dijo tímidamente al Chucro:

– Creo que ya podríamos enterrarlo…

El Chucro miró la fosa, pareció satisfecho, y ordenó a la Pepa:

– Quítale al muerto las prendas que lleva.

La Pepa sacó al muerto el dinero, las alhajas y la ropa, dejándole sólo la camisa…

– ¡Sácale también la camisa! – gritole el Chucro.

Y cuando la Pepa había cumplido su orden, él mandó a Peñálvez:

– Enterrálo.

Peñálvez tendió el cadáver en el fondo del hoyo y comenzó a arrojarle palada tras palada de tierra… Sorbiéndose las lágrimas que le corrían por dentro de la nariz, pensaba: «¡Lástima de hombre, tan guapo y tan joven!.. Pero, «como no hay mal que por bien no venga», tal vez su muerte sea una felicidad para mí… Si el gobierno es justo, puede nombrar para suceder a Rodríguez, al sub-comisario… Entonces yo debiera ser también ascendido. Le pediré a don Lucas que me recomiende al jefe político… Seré sub-comisario y ganaré cincuenta pesos mensuales más. Con esto ya podré casarme, si Rogelia me acepta… ¡Y me aceptará! ¿Por qué no? ¡Me aceptará!.. Si me muero aquí, tal vez se case con el borrachón de Manolo… ¡Pero no me moriré! ¿Cómo dejará la Pepa que se me asesine?..»

No bien arrojara Peñálvez la última palada de tierra sobre el cuerpo todavía caliente del comisario, díjole el Chucro:

– Ahora cavá otro pozo para enterrarte vos mismo.

Tan alelado sentíase Peñálvez, que no le extrañó esta nueva orden. Como en un sueño doloroso y febril, obedeció a su destino, y, pocos pasos más lejos, púsose a cavar la otra fosa…

El Chucro preguntó entonces a la Pepa:

– ¿Está ya el asado?

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