Carlos Bunge - Thespis (novelas cortas y cuentos)

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– Anda, buen hombre. Ahí tienes para poner gallina en tu puchero todos los domingos durante un año. No la vayas a jugar como un bellaco.

– Mejor que estar departiendo con los criados, vamos al salón, vizconde – interrumpió don Fernando. – Hay allí un complicado y curioso instrumento moderno, que Pablo, creyéndolo antiguo, lo ha hecho traer, para tocarnos en él no sé qué danzas, también muy modernas… pavanas y gavotas. El instrumento es llamado «clavicordio». Doña Inés lo conocía y está encantada.

– ¡Cómo! ¿Doña Inés y Pablo están tocando el clavicuerno?..

– ¡Cla-vi-cor-dio!

– ¿Y no está colgado en esa sala algún retrato de nuestro amado pariente el conde de Targes?

Don Fernando se alzó de hombros y salió, seguido del vizconde, en dirección a la sala del clavicordio. Manuel volvió a la cocina, bamboleándose y creyendo haber soñado; pero la arcaica moneda atestiguaba la realidad del supuesto sueño… ¡y más que la moneda, su borrachera!

– Se han querido reír de tí – le observó Bautista.

Al día siguiente también se quisieron reír de Bautista. Pues Guy le pidió una tintura, con estas enigmáticas palabras:

– Búscame pronto algo para teñirme el bigote otra vez de negro, pues se me está destiñendo; y no quiero volver al cuadro del Tintoretto sino como él me pintó, con los mostachos ennegrecidos por la pasta que fabrica maese Sabino, el barbero del rey.

Parece que una caja de betún ordinario sustituyó bastante pasablemente la antigua industria de maese Sabino…

Todas estas cosas raras se comentaban, aunque parsimoniosamente, en la antecocina. La ausencia de las figuras en los cuadros del gabinete de trabajo del amo había pasado hasta entonces inadvertida. ¿Acaso los sirvientes se ocupan de obras de arte cuando no se les manda limpiarlas? Contentábanse, pues, con decir que esos nobles de provincia eran incansables bromistas… ¡y nada más!

Donde se decía mucho más era en la corte. Corrían las versiones más extraordinarias. Hablábase vagamente de una secreta compañía de titiriteros, que el joven duque albergaba en su palacio. Otros suponían una comparsa de bufones, cuyo oficio era distraer, a la antigua usanza, los ocios del magnate moderno. Creíase también en un tropel de locos y de idiotas que, por caridad más que por humorismo, cuidaba el joven en su propia casa. En fin, no faltó quien recordase la presencia de una beldad desconocida, que mantenía a Pablo cautivo de sus hechizos… Alguien pensó en hacer intervenir la policía… Pero los antecedentes y la conducta del duque se impusieron. El palacio permaneció cerrado y silencioso, hasta para los más allegados parientes.

IV

Lejos de las cortesanas habladurías, Pablo pasaba una vida casi feliz, una vida de ensueño. Había cobrado verdadera afición a sus huéspedes. Respetaba las virtudes un tanto agresivas de fray Anselmo, aprobaba la gravedad de don Fernando y doña Brianda, reía de las ocurrencias de Guy, enamorábase de las gracias de doña Inés… Y también se sentía entre ellos, que una tarde llegó hasta disgustarse seriamente con una broma del vizconde…

– Creo que ya debemos volver a nuestros cuadros, por San Luis rey de Francia – había exclamado Guy, metiéndose, sin más ni más, en el que le correspondía…

– Vamos, dejaos de chanzas, Guy… – díjole Pablo.

– Pero el gascón se hacía el muerto, o, mejor dicho, se hacía el retrato, en la misma o semejante postura en que el Tintoretto lo pintara.

– Bajad de una vez… – suplicaba Pablo.

Como si no lo oyera, lo mismo que antes de la noche memorable, el vizconde de la Ferronière se estaba quieto y silencioso, «sage comme une image».

– No seáis terco, abuelito – intervino doña Inés. – Ved que inquietáis a Pablo.

– Dios podría castigaros – manifestole doña Brianda – dejándoos allí otra vez para siempre.

El hecho es que no sólo Pablo, sino que todos estaban alarmados, temiendo fuera ya llegado el momento fatal de despedirse de su último sueño de vida humana…

– Siempre con bromas de mal gusto, vizconde – refunfuñó don Fernando.

Haciendo oídos sordos, el porfiado gascón permanecía impávido, sin fruncir ni la punta de la nariz… De pronto, doña Inés soltó una carcajada cristalina:

– ¡Se ha equivocado de postura! En vez de cruzar la pierna derecha, que es la que se le había dormido, como estaba antes, ha cruzado la izquierda… ¡Si lo sabré yo, que lo he tenido tantos años ante mis ojos… ¡En la pierna izquierda es donde le dará ahora no más un calambre!

Así fue; le dio tan fuerte y repentino calambre en la pierna derecha al pobre vizconde, que tuvo que saltar del cuadro… Y con tanta torpeza lo hizo, que con todo su peso le pisó un pie a doña Brianda…

– ¡Grosero! – exclamó ésta, sin poder contener su dolor.

Para tranquilizarla, dobló Guy la rodilla en tierra y le suplicó:

– «Pardón, madame!»

Fray Anselmo, que musitando sus oraciones había vislumbrado la escena desde los corredores, vociferó:

– ¡Esto es intolerable, ya! – Y dirigiéndose a Pablo: – ¿No sabéis cuándo habrá recepción en Palacio?

– No…

Como era hora de cenar, pasaron al comedor. Después del «Benedicite», el dominico preguntó al dueño de casa:

– ¿Quién se sienta ahora en el trono de España?

– Felipe II – repuso doña Brianda.

– Carlos IV – afirmó doña Inés.

Fray Anselmo impuso silencio, con su mirada de águila, a tanta ligereza femenina…

– Alfonso XIII – respondió entonces Pablo.

– ¿De la casa de Austria todavía?

– No… de la casa de Borbón… rama de la antigua casa de Francia…

– ¡Luego la España de hoy pertenece a Francia, como la Navarra! – exclamó alegremente el vizconde. – ¡Ya lo había previsto el rey Francisco!

– ¡Bah! – interrumpió despreciativamente don Fernando.

– ¡Después de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, la casa de Austria se extinguió sin sucesión en Carlos II el Hechizado… – aclaró Pablo.

– Justo – confirmó doña Inés. – Y después vinieron los Borbones, pero Borbones españoles, con Felipe V, Carlos III y nuestro buen rey Carlos IV.

– Desde Carlos IV hasta ahora – terminó Pablo – se han sucedido muchos gobiernos… Hoy reina Alfonso XIII de Borbón.

– ¿Estos gobiernos fueron siempre católicos? – interrumpió fray Anselmo.

– Naturalmente, padre…

– ¿Alfonso XIII es joven?

– Muy joven; pero tiene la prudencia y la ilustración de un viejo.

– ¿Es casado?

– Hace meses.

– ¿Con una princesa de cuál casa?

– De la casa… de Inglaterra – contestó Pablo, algo confuso.

Fray Anselmo se puso de pie, como si se le apareciera el demonio…

– ¿De la herética casa de Enrique VIII y de Isabel?

– Sí, padre. Pero la princesa se ha convertido… se ha convertido previamente, según los cánones…

– Se ha convertido. ¡Sí… si!.. ¿Pero se la ha exorcizado?

– …En su religión protestante llamábase Ena de Battenberg. En su nueva religión de los Reyes Católicos se llama Victoria… ¡Es una bella y virtuosa reina!

Nada más quiso oír el gran inquisidor de Felipe II; agarrándose la cabeza gritó:

– ¡Una hereje en el trono de Carlos V! ¡Una hechicera, llamada Ena, usurpando la corona de Isabel de Castilla! ¡Oh Dios mío, apiádate de tu desgraciada España, apiádate de tu desgraciada ahora y otrora tan fiel y gloriosa España! – Y se retiró a su aposento con lágrimas en los ojos y fuego en los labios.

En un silencio de tumba sintiose como un soplo de destrucción y profecía…

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