George Borrow - La Biblia en España, Tomo III (de 3)
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Resolví, sin embargo, chasquear a mis enemigos por aquel día cuando menos, y burlar la amenaza del alguacil de que me prenderían antes de veinticuatro horas. Con este propósito me instalé para lo restante del día en una famosa fonda francesa de la calle del Caballero de Gracia 10 10 En la fonda de Genieys (Knapp).
que, por ser uno de los lugares más concurridos y más elegantes de Madrid, pensé, naturalmente, que sería el último adonde al corregidor se le ocurriría buscarme.
A eso de las diez de la noche, María Díaz, a quien yo había dicho el lugar de mi refugio, llegó acompañada de su hijo, Juan López.
– Oh, señor – dijo María al verme – , ya están buscándole a usted; el alcalde del barrio , con una gran comitiva de alguaciles y gente así, acaba de presentarse en casa con la orden de arrestarle a usted, dictada por el corregidor . Han registrado toda la casa, y al no encontrarle se han enfadado mucho. ¡Ay de mí! ¿Qué va a ocurrir si le encuentran?
– No tema usted nada, buena María – dije yo – . Se le olvida a usted que soy inglés; también se le olvida al corregidor . Préndame cuando quiera, esté usted segura de que se daría por muy contento dejándome escapar. Por ahora, sin embargo, le permitiremos seguir su camino; parece que se ha vuelto loco.
Dormí en la fonda, y en la mañana del día siguiente acudí a la embajada, donde tuve una entrevista con sir Jorge, a quien referí detalladamente el suceso. Díjome que le costaba trabajo creer que el corregidor abrigase intenciones serias de prenderme: en primer lugar, porque yo no había cometido delito alguno; y en segundo, porque yo no estaba bajo la jurisdicción de aquel funcionario, sino bajo la del capitán general, único que tenía atribuciones para resolver en asuntos tocantes a los extranjeros, y ante quien debía yo comparecer acompañado del cónsul de mi país.
– Sin embargo – añadió – , no se sabe hasta dónde son capaces de llegar los jaques que ocupan el poder. Por tanto, si tiene usted algún temor, le aconsejo que permanezca unos días en la embajada como huésped mío, y aquí estará usted completamente a salvo.
Le aseguré que no tenía miedo alguno, porque estaba ya muy acostumbrado a semejantes aventuras. Desde la habitación de sir Jorge me dirigí a la del primer secretario, Mr. Southern, con quien entré en conversación. Apenas llevaba allí un minuto, cuando Francisco, mi criado, irrumpió en el cuarto casi sin aliento y agitadísimo, exclamando en vascuence:
– Niri jauna , los alguaciloac y los corchetoac y los demás lapurrac están otra vez en casa. Parecen medio locos; y como no le pueden encontrar a usted, están registrando los papeles, en la creencia, supongo yo, de que está usted escondido entre ellos.
Míster Southern nos interrumpió, preguntando lo que aquello significaba. Se lo conté, y añadí que me proponía volver en el acto a mi casa.
– Pero entonces esos hombres acaso le arresten a usted – dijo Mr. Southern – antes de que podamos intervenir nosotros.
– Tengo que afrontar ese riesgo – repliqué, y un momento después me fuí.
Pero, antes de llegar a la mitad de la calle de Alcalá, dos individuos vinieron a mí, y, diciéndome que era su prisionero, me mandaron seguirlos a la oficina del corregidor .
Eran dos alguaciles , quienes, sospechando que podría entrar en la embajada o salir de ella, estaban en acecho por las inmediaciones.
Rápidamente me volví a Francisco y le dije en vascuence que fuese otra vez a la embajada y contase al secretario lo que acababa de suceder. El pobre muchacho salió como una exhalación, no sin volver a medias el cuerpo de vez en cuando para amenazar con el puño y cubrir de improperios en vascuence a los dos lapurrac , como llamaba a los alguaciles .
Lleváronme a la jefatura , donde está el despacho del corregidor , y me introdujeron en una vasta pieza, invitándome con el gesto a tomar asiento en un banco de madera. Luego se me puso uno a cada lado. Aparte de nosotros, había en la habitación unas veinte personas lo menos; con toda seguridad, empleados de la casa, a juzgar por su aspecto. Iban todos bien vestidos, a la moda francesa en su mayoría; y, sin embargo, harto se notaba lo que en realidad eran: alguaciles , espías y soplones. Si Gil Blas hubiera despertado de su sueño de dos siglos, los hubiese reconocido sin dificultad, a pesar de la diferencia de trajes. Lanzábanme ojeadas al pasar, según recorrían la habitación de arriba a abajo; luego se reunieron en un corro y empezaron a cuchichear. Le oí decir a uno de ellos:
– Entiende los siete dialectos del gitano.
Entonces, otro, andaluz sin género de duda, a juzgar por el habla, dijo:
– Es muy diestro ; monta a caballo y tira el cuchillo tan bien como si fuera de mi tierra.
Al oírlo, se volvieron todos y me miraron con interés, mezclado, evidentemente, de respeto, como de seguro no lo hubieran sentido si hubiesen pensado que yo era tan sólo un hombre de bien que daba testimonio en la causa de la justicia.
Esperé pacientemente en el banco una hora lo menos, creyendo que me llamarían de un momento a otro a presencia del señor corregidor . Pero me figuro que no debieron de juzgarme digno de ver a tan eminente personaje, porque al cabo de ese tiempo un hombre de edad provecta – perteneciente, empero, al género alguacil – entró en el aposento y avanzó derechamente hacia mí.
– Levántese – dijo.
Obedecí.
– ¿Cómo es su nombre? – preguntó.
Se lo dije.
– Entonces – replicó mostrando un papel que tenía en la mano – , señor , su excelencia el corregidor manda que le llevemos a usted a la cárcel sin tardanza.
Me miraba fijamente al hablar, quizás con la esperanza de verme caer al suelo al oír el formidable nombre de cárcel; sin embargo, me limité a sonreír. Entonces entregó el papel, que supongo sería la orden de encarcelamiento, a uno de mis dos apresadores, y, obediente a la seña que me hicieron, eché a andar tras ellos.
Supe más adelante que tan pronto como sir Jorge tuvo noticia de mi arresto envió al secretario de la legación, Mr. Southern, a visitar al corregidor, y estuvo haciendo antesala la mayor parte del tiempo que yo permanecí en la jefatura. Al pedir audiencia al corregidor se proponía darle sus quejas y señalarle los peligros a que se exponía con el paso temerario que acababa de dar. El corregidor, muy terco, se negó a recibirle, pensando quizás que avenirse a razones redundaría en menoscabo de su dignidad; pero su conducta me favoreció por modo eficacísimo, porque después de tal ejemplo de gratuita insolencia nadie puso en duda la injusticia y el atropello de que me había hecho víctima.
Los alguaciles me llevaron por la Plaza Mayor a la Cárcel de la Corte, que así se llama. Al cruzar la plaza recordé que, en los buenos tiempos pasados, la Inquisición de España acostumbraba a celebrar allí sus solemnes autos de fe , y eché una mirada a los balcones de la Casa de la Villa, desde donde presenció el último rey de la dinastía austriaca el auto más solemne que se recuerda, y, después de ver quemar por grupos de cuatro o de cinco unos treinta herejes, hombres y mujeres, se enjugó el rostro, sudoroso por el calor y ennegrecido por el humo, y tranquilamente preguntó: « ¿No hay más? »; ejemplar prueba de paciencia muy aplaudida por sus curas y confesores, que, andando el tiempo, le envenenaron.
– Y aquí estoy yo – iba yo pensando – , que he hecho en contra del papismo más que todos los pobres cristianos martirizados en esta maldita plaza, enviado simplemente a la cárcel, de la que estoy seguro de salir dentro de pocos días con buena opinión y aplauso. ¡Papa de Roma! Creo que sigues siendo tan maligno como siempre; pero de tan escaso poder, que da lástima. Te estás quedando paralítico, Batuschca , y tu cayado se ha convertido en una muleta.
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